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Ese mismo día mi padre decidió que nos fuéramos al campo hasta que hubiera pasado el peligro. Dicho y hecho, nos subió a todos en una tartana y nos llevó a La Higuera, la aldea de mi madre. Recuerdo que tardamos muchísimo tiempo en llegar, porque las carreteras estaban bloqueadas por gente que huía lo mismo que nosotros. Hacía un frío que cortaba el aliento, pero en el campo no volaban las bombas, como si la guerra y sus horrores fueran sólo cosa de las ciudades.

Tan sólo un par de meses después nos enteramos de que los mismos aviones que habían bombardeado nuestra ciudad habían atacado el pueblo industrial de Guernica, cerca de Bilbao. En los periódicos decían que la destrucción había sido absoluta, incomprensible. El horror fue tan enorme que hasta los gobiernos de otros países protestaron. Franco dijo que los propios milicianos vascos habían dinamitado la ciudad. Después, al ver que nadie lo creía, se disculpó diciendo que los jefes de la Legión Cóndor habían obrado por su cuenta, sin su consentimiento. Yo no pude evitar pensar que aún debíamos considerarnos afortunados de que los alemanes hubieran reservado sus mejores bombas para la desdichada Guernica.

Recuerdo que a mi padre le entristeció mucho enterarse de aquella atrocidad. Estuvo muchas horas encerrado en su despacho. Después, oí como le decía a mi madre: «Franco puede ganar esta guerra cuando quiera. ¿Por qué no acaba todo esto ya? ¿Es que quiere matarnos primero para poder mandar sin estorbos?».

Creo que mi padre tenía mucha razón. El día que Guernica fue destruida, todos supimos que estábamos condenados.

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