AURITA, LA MUJER del señor López, llamaba a su marido Pedrito, y no Perico, que le parecía muy vulgar. Ambos vivían en una semiesquina: era un primer piso con balcón corrido de los de verja de hierro y tres habitaciones: en la una dormía el matrimonio, que no tenía hijos aunque Aurita hubiera rezado muchas novenas para tener por lo menos uno; en la segunda, que tenía dos luces al balcón y a la calle, estaba la sala, cuyos muebles había heredado Aurita de su madre y ésta de la suya: eran unos muebles antiguos de mucho mérito, y Aurita, que no tenía hija a quien legarlos, los conservaba sin embargo con sus cubiertas de dril tan antiguas como los muebles mismos. En la tercera habitación, próxima a la cocina y al mirador de atrás al que se abría su única luz, estaba el comedor que servía al mismo tiempo de cuarto de estar, de cuarto de trabajo y de biblioteca: allí conservaba don Perico sus libros y sus papeles que Aurita no tocaba ni con el plumero más que una vez al año, el día de la limpieza general.
Don Perico abrió la puerta con su llave y al oírle, sin decir una palabra, Aurita recogió de un rincón la bata y las zapatillas y ayudó a su marido silenciosamente a ponérselas. Don Perico no dijo nada hasta que estuvo sentado a la mesa, el plato caliente frente a él.
– Evidentemente sólo a un asno como Pepe Ansúrez se le puede ocurrir esa faena, tan difícil por no decir imposible en este caso, de escribir una novela sabiendo que la única persona en esta ciudad que entiende de novelas soy yo.
Aurita se había sentado frente a él y también su plato humeaba.
– Cualquier cosa que haga ese Pepe Ansúrez, siempre será lo de un asno. Te lo oído decir muchas veces.
– En este caso, muy especialmente, ¿Cómo va a escribir una novela si no sabe lo que es? Lo que él entiende por tal es muy anticuado. -Era la primera vez que usaba aquella palabra; miró el efecto que hacía sobre su mujer; pero ella no pareció inmutarse; don Perico continuó-: Pepe Ansúrez no ha leído más novelas que las del siglo XIX. ¿A cuál de ellas imitará? Cualquiera que sea la elegida, el resultado siempre será, más que antiguo, anticuado. Es peor ser anticuado que antiguo.
– Sí. Tienes razón, tú siempre tienes razón.
– Pues ya me gustaría compartir esta razón con otro. Que fuésemos al menos dos los que tuviéramos razón. Así tendría con quien discutir y quien me llevase la contraria. No ese asentimiento que encuentro en todas partes, y que no me sirve para nada. Lo que yo necesito es un enemigo, o por lo menos alguien que piense de distinta manera que yo, alguien que me lleve la contraria y con el cual pueda discutir y sacar en limpio la verdad desnuda. Ése podía ser Pepe Ansúrez, pero se empeñó en que no y así vamos. Si él me consultase, podría escribir la novela, porque yo le diría cómo tiene que hacer y lo que tiene que contar, que es nada menos que nuestra historia, la tuya y la mía, que es la única historia novelesca de esta ciudad. Pero él se empeñará en escribir una historia distinta, por ejemplo la de él. La historia de Pepe Ansúrez es una historia estúpida y la novela que escriba será una novela estúpida escrita de una manera estúpida.
Aurita escuchaba embobada, asintiendo a lo que decía su marido. Él siguió hablando durante el postre, y durante el café: siguió repitiendo que Pepe Ansúrez, con su historia estúpida, escribiría una novela estúpida y después dividió en capítulos y en partes su propia historia, la suya con Aurita, que era una historia vulgar, pero cuyos matices extraordinarios la hacían extraordinaria. A Aurita, al sentirse transformada, le vinieron las lágrimas a los ojos y se vio a sí misma como la protagonista de la novela que su marido podía escribir pero que Pepe Ansúrez no escribiría jamás por su empeño de contar su propia historia, que era una historia estúpida, y que seguramente contaría de una manera estúpida porque él no sabía hacerlo de otra manera, o al menos llevaba años dando muestras de que en el mundo de las letras, era su único camino. Dieron las ocho y don Perico seguía hablando de su propia historia y de la historia estúpida que podía escribir Ansúrez. Le dijo a Aurita que encendiera la luz y Aurita le obedeció.
Por algún rincón quedaban todavía los restos del viejo torno, más antiguo que las bóvedas y las paredes de aquel taller. Los ingleses habían traído un torno nuevo de fabricación alemana, todavía podía leerse por alguna parte la marca y la fecha. Como todo lo demás, los ingleses lo habían dejado al marcharse, y nadie se había preocupado de sustituirlo por el último modelo, de fabricación norteamericana, que usaban los del taller similar. Pero el torno de fabricación alemana bastaba para que Pepe González le fabricase un trompo a su sobrino Claudio, hijo de su hermana Regina: un trompo como Dios manda, labrado en madera en boj, de los llamados de panderete, con una virolusa bien visible, y la punta, bien afilada e incrustada en el cuerpo de boj con tanta seguridad como la de un mástil. El señor Reguero leía para sí una hoja anarquista clandestina que había encontrado encima de su mesa. Jesualdo, el lefre, iba y venía, traía las cosas, un tocho de madera, una barra de acero, que González le había pedido.
– Pues estos de ahora dicen las mismas cosas que los de hace medio siglo.
– Haga usted lo que yo, que no leo nada -le respondió González.
– Uno tiene sus costumbres, y no hay papel con letras de molde que deje de leer.
– A propósito -dijo Jesualdo-. ¿Han oído ustedes algo de esa novela que va a escribir no sé quién y que trata de este pueblo?
El señor Reguero dobló cuidadosamente la hoja anarquista y la metió en un bolsillo; de otro sacó un estuche de carey, muy floreado, y guardó en él las gafas.
– Algo he oído y hasta he pensado sobre ello. Tiene que ser una novela donde se cuente la historia de estos arsenales, no vista desde arriba, que ésa ya está hecha, sino nuestro punto de vista, de los de abajo, del proletariado. Es la única historia verdaderamente novelesca que hay en este pueblo, y dura ya más de tres mil años. Aquí se hicieron naves para fenicios, romanos, visigodos, moros y cristianos. Ya veis, yo con mis setenta a cuestas he visto parte de esa historia; pero cuando entré por primera vez por esa puerta vestido con mi traje de mahón, que era como se venía entonces al trabajo, ya habían pasado más de dos mil años de esa historia.
Señaló con el dedo extendido las bóvedas oscuras.
– Entonces se construía así. Fijaos qué sólido. Esas bóvedas pasan ya de los mil años, y ahí las tenéis, dispuestas a durar otros tantos. No podemos decir lo mismo de las ampliaciones esas que han hecho ahora, con cemento y viguetas de acero. Dentro de cincuenta años no quedara nada de ellas.
– Y de esa novela, ¿qué?
– Yo no sé nada, pero tiene que ser eso que os dije: la historia de estos arsenales vista por el proletariado que los construyó y trabajó en ellos desde que se puso la primera piedra, hasta nosotros mismos. Fuera de esto, no hay nada que valga la pena leer.
– Usted lo hace de corrido.
– A mí pueden echarme un tomo grueso o delgado, de letra grande o pequeña. Me da igual, lo leeré por las noches en mi casa, y si tengo auditorio lo haré en voz alta. Quedáis invitados a oírme.
José González había terminado el trompo de su sobrino Claudio y buscaba cuerda fina para probarlo en el suelo de tierra apisonada, dura como si fuese de piedra: no la habían tocado en los últimos siglos.
Quizás tuviera razón la señorita Isolina en sus ideas sobre la elegancia; pero de hecho se hallaba un poco anticuada.
– ¡No hay cosa más fea que una minifalda! No sé cómo sois capaces de llevar semejante cosa.
Sin embargo, nadie como la señorita Isolina para cortar los velos de tul ilusión, y para que otros, de tul más ordinario y más barato, parecieran de lo caro y de lo fino. Únicamente por su arte de cortar los velos y de ponerlos luego sobre las cabezas recién rizadas, la señorita Isolina, con sus ochenta años pasados, seguía teniendo clientela.
– Échame acá esa falda, que le planche las costuras -gritó Inés, la de la plancha; y cogió al vuelo la falda blanca que le arrojaba Dora, que acababa de coserla a máquina. También en esto de las máquinas, como en lo de las planchas, la señorita Isolina había transigido: la vieja Singer de pedal andaba por los rincones y sólo la usaba ella misma, la señorita Isolina, a quien nunca habían gustado las máquinas eléctricas.
– ¿Has oído algo de eso de la novela? -dijo Dora; y desde su rincón silencioso le respondió Carmela:
– Sí, me lo contó mi hermana, que estaba en el teatro. Mi hermana, ya lo sabéis, trabaja por las mañanas en la Caja, _y asistió a la función. La novela la va a escribir ese que anda siempre de negro, ese alto, del sombrero ancho, y de la chalina, ese que va a casarse con una tal Elisa que sabe muy bien el inglés y que también está en la Caja.
– ¿Y de qué va a tratar esa novela? -dijo Inés desde la tabla de la plancha; y Dora le contestó:
– Pues de algo de aquí tendrá que ser. Algo de una Cofradía o algo de nosotras mismas. ¡Vaya usted a saber! A mí me gustan los de uniforme: pues con eso que me gusta a mí basta para hacer una novela.
– Pues ya puedes ir contándole a ese de la chalina lo que piensas y lo que esperas -dijo Juanita, que hasta entonces había permanecido muda atenta a lo suyo que era rematar una manga.
– ¡Si no fuera por- su novia…! Yo la conozco. No sabéis qué harpía es.
Inés planchaba cuidadosamente las costuras de la falda.
– Pues cuando se publique esa novela, le pediremos a la maestra que la compre y una de nosotras la leerá mientras las demás trabajan: era lo que se hacía antes, según me han contado, leer una en voz alta mientras las otras cosían. Era una buena costumbre, pero esas novelas ya no hay quien las aguante. No sirven para nada. «Señora, yo os amo»: ya no hay hombres que digan eso; ya no se ama. Lo que ahora quieren los tíos es irse a la cama contigo.
– Y las tías, ¿quieren otra cosa?
– Mujer, hay de todo. No puedes echarnos a todas en el mismo saco. Yo misma, aquí donde me tienes, espero casarme como lo hizo mi madre, como lo hizo mi abuela, como lo hicieron todas las mujeres de mi familia: con cura y todo. Sin esos requisitos, no parece que una esté casada.
El sol, que pegaba sobre la superficie de la mar, movida de menudas olas, entraba por los ojos de buey, abiertos, y moría en el techo de planchas claveteadas, pintadas de blanco. Moría moviéndose, meneándose como las olas menudas. El Teniente de Navío Cortázar, el último ayudante del Capitán General, entró en la camareta pidiendo a voces una copa para un gaznate que se había secado. El Teniente de Navío Menéndez le mandó sentar y encargó la copa al cho que esperaba en un rincón.