EL TEATRO MÁIQUEZ se abría cada quincena para quitarle el polvo a las butacas y como sobraba por todas partes, también a las alfombras y las delanteras de los palcos-plateas, que eran lo más visible. Pero cuando cl teatro se alquilaba para una función benéfica o cosa semejante, la limpieza abarcaba el piso de los segundos palcos. Suponían las mujeres que realizaban aquello que más arriba de este piso a nadie se le ocurriría comprar entrada si la función era benéfica, y, si no lo era, nadie pensaría en trepar por aquellas escaleras de madera desnuda por las que se accedía a general. Sólo en los conciertos, un par de chalados por la música se decidían a trepar hasta el paraíso, porque allí la acústica era perfecta y porque se fardaba mucho en el café, después del concierto: «Yo subí con don Fulano al paraíso. No había nadie más que nosotros. ¡Ah, caballeros, la incultura musical de nuestro pueblo! Mucho usar palabras técnicas hablando del violín, pero el único lugar del teatro donde se perciben los sonidos en toda su pureza es el paraíso, y allí no había más que don Fulano y yo.»
La función que organizaba todos los años la Caja Rural no era propiamente hablando una función benéfica, aunque se repartieran en ella los Premios Anuales a la productividad, ni tampoco un concierto, aunque hubiera una parte musical, a cargo de aquellas señoritas que se distinguían por su buena voz y de las señoritas y caballeros que cultivaban en privado alguna afición musical, como el clarinete del señor Fabián o el bandoneón de la señorita Méndez, los cuales, por no ingresar en la Caja desde hacía mucho tiempo nadie que supiera tocar el piano o el arpa, ocupaciones poco homologables, en un curriculum vitae, con las aptitudes, probadas o probables, para la Contabilidad de las Altas Finanzas; los cuales, decimos, por estas razones, tenían segura la intervención en la segunda parte. No seguidos, que hubiera hecho feo, sino separados por el segundo Interventor, que cantaba canciones napolitanas con voz fuerte e ineducada. Pero su versión excesivamente brava de Santa Lucía venía bien entre la severidad del clarinete y la delicuescencia del bandoneón.
A Pepe Ansúrez lo metieron este año en la segunda parte, un poco antes de los músicos, con la misión de recitar el soneto, con estrambote, dedicado a la hija del Director, mamando. Por cierto que había habido sus más y sus menos con la letra, pues descartada por ordinaria la palabra teta, todavía la de pecho le parecía a la señora del Director demasiado fuerte, y a ella le hubiera gustado un eufemismo en forma de metáfora o en cualquier otra forma. Que el verso resultase con más sílabas no se metía en eso, para resolverlo estaba el poeta. Pero éste se defendió con razones métricas, pues si bien sustituir teta por pecho era fácil, ya que tenían el mismo número de sílabas, no sucedería lo mismo con otra expresión, más poética si cabe, pero necesariamente más larga, lo cual le obligaría a deshacer un soneto que le había salido redondo. Con lo cual Ansúrez ganó la discusión, si bien ayudado por el señor Director, quien compartía la razones de su mujer en contra de la palabra teta, pero no las enunciadas contra pecho, evidentemente de menor entidad. La mujer del Director se batió en retirada diciendo: «Allá tú, al fin y al cabo tuyos son», pero el Director era un hombre moderno.
De todas maneras el soneto no fue la sorpresa de la tarde, como todos habían pensado, sino el anuncio, hecho a continuación por el propio poeta, de que durante algún tiempo abandonaría el cultivo de la poesía, que tantos éxitos le proporcionaba, como se acababa de ver, por el más arduo de la prosa, ya que estaba a punto de comenzar una novela. Fue muy aplaudido, casi tanto como el coro de mecanógrafas y meritorias que cantó con bastante gracia y, desde luego, brío, la historia desdichada de María de la O, mulata infeliz, según la versión del fallecido maestro Lecuona, a quien había conocido en Cuba, allá en sus años, el que dirigía la orquesta y la parte musical del espectáculo, el muy honrado don Ricardo Salas, cajero mayor sin servicio en ventanilla. A Pepe Ansúrez todo le fueron preguntas: de cómo el Director había permitido el recitado de aquel soneto en que se hablaba de los pechos de su señora, y de cuál era el argumento de la novela que sin duda estaba ya escribiendo.
No dejó por eso de tener opositores, y aun enemigos más o menos declarados, más o menos maldicientes: en torno a su compañero de mesa se había formado el corro de los disidentes, y lo mismo se hacían apuestas en el sentido de que Pepe Ansúrez, al verse solo y aplaudido en medio del escenario, se había marcado un farol al afirmar que dejaba la poesía para dedicarse a la prosa narrativa, como en el más arriesgado que afirmaba que Pepe Ansúrez era incapaz de redactar una cuartilla en buena prosa, como no fueran los informes que cada día hacia para la Superioridad en una prosa profesional, hecha de lugares comunes bancarios, sobre los cuales no cabía duda de que Ansúrez tenía un perfecto dominio. «¿Y quién os dice, queridos amigos, que Ansúrez no va a escribir una novela en esa prosa? No hay como las fórmulas que usamos cada día para una buena declaración de amor.» «Le adeudo en su respetable cuenta del corazón las ansias y sudores de cada día, desde que usted, distinguida clienta, aparece por la puerta de empleados de esta su casa.» «Bien pudo usted recordar otras fórmulas más pertinentes al caso, querido amigo, que las hay en abundancia: pero como muestra de lo que puede ser la novela de nuestro admirado Vate, no está mal.» Y así siguieron en este plan de choteo, al prolongarse con unos vinos en El Veloz, que quedaba por allí cerca del teatro, el corro de la maledicencia.
Don Pedro López, llamado también Perico Entre Ellas no se sabía bien por qué, se gastó en vino Cariñena los duros que le había dado su mujer aquella mañana, dinero de bolsillo, por si acaso. Jamás de los jamases gastó don Perico con más gusto aquellos pocos duros, le vinieron casi justos, lo que sobraba lo dejó de propina, sólo por escuchar lo que aquellos cinco o seis del corro decían de Pepe Ansúrez, especialmente la nueva, la Montse, que había llegado de Barcelona para hacerse cargo de la computadora y dar clases de informática a tres o cuatro chicos y chicas que veían en ello su porvenir. Montse se había mostrado especialmente disconforme con la chalina del Vate, cuya moda relegaba a principios de siglo, la época de los sólo de ella conocidos Rusiñol y Casas. Los poetas de ahora, sentenciaba Montse, llevan corbatas corrientes, aunque de buen gusto, pues alguno queda dispuesto a llevar una calavera encima del pecho. A los de la calavera, Montse no los calificaba de modernos, aunque tampoco de antiguos. Para ellos, Montse tenía una sola palabra, anticuados.