ELISA LE SOLTÓ AL PRESIDENTE todos los insultos que venían a cuento, más otros inapropiados que había oído en alguna parte y que ni siquiera figuraban en su repertorio consciente. Don Leónidas la había escuchado quietecito, sentado, desde el gran sillón presidencial. Cuando ella pronunció, o más bien gritó, el último de los exabruptos, él, muy tranquilo, le dijo:
– Ahora que te has desahogado, siéntate ahí y escúchame.
Elisa se sentó y cruzó las piernas: su actitud era desafiante y ofensiva, pero don Leónidas miraba por encima de ella hacia la salida, hacia la puerta, hacia el techo, hacia cualquier parte…
– El otro día no me quisiste escuchar y he pensado mucho en lo que te dije. Hoy puedo hacerte una proposición más concreta: una proposición que, si lo quieres, puede pasar por el notario. Una proposición casi honesta.
– ¿Y por qué no honesta del todo?
– Eso lo dejamos para dentro de unos años, cuando yo sea un viejo caduco y tú una cuarentona atractiva. ¿Te parece que siga?
– Di lo que quieras.
– Yo te pondría un piso en un lugar de las afueras, un piso decente y amplio, escogido por ti. Y te visitaría una vez por semana, como quien dice los fines de semana, y los días restantes podrías hacer lo que te diera la gana, incluso ponerme los cuernos, que yo lo admitiría con tal de que no fuera con ese repugnante Ansúrez que tienes ahora de novio.
– Y que será mi marido dentro de dos o tres días.
– Luego, ¿rechazas mi oferta?
– No le doy a mi padre ese disgusto, ni aunque me ofrezcas el oro y el moro.
– ¿Ni aunque te ofrezca casarme contigo, pongamos dentro de un mes? No creo que los trámites puedan arreglarse antes.
– Si fueras un Capitán de Fragata que me colocase en otro sitio, lo pensaría. Pero casarme contigo, ¿qué me reportaría? Las mañanas sin trabajo, aburridas…
Don Leónidas la interrumpió:
– … y muchas otras cosas. Por ejemplo, un automóvil.
– ¡Para lo que ibas a durarme! Un año o poco más. ¿Y los hijos, quién iba a ser el padre? Tú no eres capaz, desde luego. Y para hacerlos con otro… No quiero que a mis hijos los llamen hijos de puta.
– Todo eso tiene arreglo.
– Son arreglos que no me gustan. A lo que yo aspiro es a un matrimonio con todas las de la ley, correcto y estable. Un solo hombre para una sola mujer, que es lo que no te cabe a ti en la cabeza.
La mirada de don Leónidas dejó de vagar por el vigamen historiado del techo y se clavó en los ojos de Elisa. Ella quedo quieta y hasta dio un respingo.
– Después de esto -dijo él con toda seriedad- no pretenderás seguir en esta Casa.
– Me sobra dónde trabajan. Te consta.
– Es que no te daré informes.
– Ni falta puñetera que me hacen.
– No dudo que encuentres trabajo, pero será abriéndote de piernas, como lo encontraste aquí.
– El cómo es cosa mía.
Se levantó de un salto. Desde la puerta dijo:
– Ya te tendré informado, si lo consideras indispensable.
Don Leónidas no se movió de su asiento. Cuando Elisa cerraba, le dijo;
– ¡Vete a hacer puñetas! Y no te mando más lejos por respeto a mí mismo.
Pero Elisa no le oyó. Cerrada la puerta, atravesó altivamente el antedespacho, sin mirar siquiera al señor Díaz, que ponía en fila una serie de pajaritas de papel, de mayor a menor. Elisa entró en el ascensor. El aire de la puerta, al batirse, conmovió la fila de pajaritas del señor Díaz: algunas de las mayores quedaron a la cola, detrás de las más pequeñas.