JUNTO AL MOSTRADOR DEL BAR, dos clientes discutían en voz alta acerca del partido del domingo sin ponerse de acuerdo en si se trataba del domingo anterior o del siguiente, un recuerdo o una profecía. El tabernero los escuchaba alternativamente, inclinada la cabeza hacia el uno o hacia el otro, pero sin detenerla. El camarero se sumaba al corro todas las veces que podía, que eran pocas. En un rincón, una pareja madura había olvidado sus cervezas y se metía mano. Ansúrez le dijo a Elisa:
– Tú has hecho bien, pero la respuesta definitiva déjala en mis manos.
– Me costará trabajo contenerme, si es que lo veo.
– Tú como si nada. Ya te daré instrucciones.
– Lo único que debes hacer es darle un par de bofetadas. ¿Pues qué se habrá creído?
– No hay que precipitarse. ¡A saber cuáles eran sus intenciones!
– Pues estaban bien claras.
Ansúrez llamó al camarero y le pagó los dos vinos blancos que habían tomado. Luego salieron. En la calle lloviznaba. Elisa abrió el paraguas y cogió a Ansúrez del brazo.
– Te llevaré a tu casa para que no te mojes.
– ¿Vas a ir sola a la tuya?
– Sé el camino y nadie se meterá conmigo. ¡Pues aviados estábamos! Te llevaré a tu casa y luego iré a la mía. Ya tengo hambre.
– Puedes quedarte a comer si quieres.
– No. Si han seguido mis órdenes la comida de casa estará buena. Si quieres…
– No, no. Ya sabes cómo es mi madre…
Ansúrez vivía en la parte alta de una calle pina. En el portal, se dieron un beso. Ansúrez subió rápidamente la escalera. Elisa comenzó a bajar la calle, el paraguas contra la lluvia, que apretaba. Junto a la acera, un hilillo de agua corría por la calle inclinada, y al llegar a la esquina, se detuvo formando un charco con otras aguas igualmente claras, igualmente rápidas. Elisa estiró la pierna para pasar el charco, y la falda se le ciñó a las caderas. Un sujeto que venía detrás de ella, gorra calada y gabardina subida, le dijo una grosería. Elisa no le respondió, atravesó la calle y continuó el descenso. El caballero que se había fijado en sus caderas, gorra calada y gabardina subida, torcía hacia la derecha: el segundo piropo se le quedó en los labios; se detuvo un momento, mientras pudo ver a Elisa.
– Que vas a mojarte, hombre. ¿Qué haces ahí parado?
– Fíjate en aquella tía. Sí, aquella que va por allí abajo. ¡Vaya meneo!
– No sé quién aconseja no fijarse en las mujeres que están fuera de tu alcance.
– Eso no es una mujer, no es más que un culo.
– Aun así…
– ¿La conoces?
– No, pero me suena. Así vista por detrás…
Elisa había llegado a la esquina, y su cuerpo desapareció. Uno de los caballeros le dio al otro una palmada en el hombro.
– Así empezó en el veintiuno, tengo oído.
– Sí, pero en el veintiuno aquí no había ni una sola casa y las aguas podían ensancharse. Ahora, ya ves.
Luego se fueron, cada uno por su lado.