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CAPÍTULO V

AQUELLA MAÑANA Pepe tenía poco trabajo, un tanto que don Perico no había hecho más que teclear en la máquina. Había llegado la hora del café, y todos se disponían a tomarlo. Las chicas abandonaban sus asientos y hasta el propio don Perico dejó de teclear. Pepe tardó en darse cuenta, porque se hallaba absorto en la preparación de la figura de la mujer. Elisa seguía siendo el modelo, pero ¿la Elisa real o aquella que iba idealizando poco a poco? Una Elisa tan perfecta que no faltaba en su vida el episodio dramático de la pérdida de su doncellez; pero él todavía no había imaginado la historia que convertía en dramático semejante episodio. Una bonita historia de amor y abandono o más bien la historia de una mujer que se entrega llevada por la ceguera del primer amor pero que despide a su amante al descubrir en él al hombre inferior que no sospechaba. La primera solución era más patética, pero la segunda revelaba una alta cualidad moral y un carácter decidido y justo. Había que escoger entre una solución y otra tanto por razones morales cuanto por razones estéticas, y estaba a punto de decidirse cuando se le acercó el más feo de los botones a decirle de parte del señor Presidente que si estaba libre y le hacía el honor de tomar café con él, lo cual fue como si un viento fuerte le soplase sobre la superficie del cerebro y eliminase de allí cualquier imagen para ser sustituida inmediatamente por otra y otras en las que aparecía la mesa brillante y vacía del Presidente en combinación no precisamente armónica con su propia figura tomando el ascensor en ocasión de que nadie podía verle porque nadie estaba en su puesto a aquella hora, la del café.

De modo que llamó al ascensor y subió sin testigos de mayor cuantía, pues no podían considerarse de valor y peso los dos meritorios que habían quedado en sus pupitres por no atreverse a tomas café dados los pocos días que llevaban en la Caja y la necesidad en que se hallaban de hacer méritos, pues por algo eran meritorios. Es el caso, pues, que sólo aquellos dos jovencitos con cara de gilipollas y sonrisa aduladora (la misma que dedicaban a todo funcionario fijo o de nómina) fueron testigos de que cogía el ascensor y de que el botones que lo tenía a su cargo le saludaba especialmente con el saludo reservado a los visitantes del señor Presidente.

Pepe Ansúrez sintió aquella falta de testigos cualificados, como hubiera podido ser el Director o el Apoderado, pero arriba le esperaba un café de calidad, no aquella purrela con la que tenían que apencar los funcionarios, y un sillón cómodo al otro lado de la mesa pulida y sin papeles.

Conforme subía el ascensor, Pepe se iba transformando en el que realmente era, pues a cada metro de ascenso le parecía ir dejando todo lo que hacía de él un funcionario para recobrar con rigor y simetría las cualidades que le definían romo poeta y le hacían merecedor de la estima personal del señor Presidente: quien ya se hallaba de pie delante de la ¡tiesa fuera del área reservada a su autoridad, y le esperaba con los brazos abiertos:

– ¡Ansúrez, querido amigo! Se hace usted esperar, y no lo siento por mí, que le espero con mil amores todo el tiempo que haga falta, sino por el café, que ya lo he pedido y puede haberse enfriado.

Señalaba las dos tacitas puestas en una mesa auxiliar, con dos copas de añadidura. Pepe no contaba con el detalle de las copas, sí con el de que la calidad de la porcelana fuera superior al barro grueso de las tazas en que servían abajo a los funcionarios. Sintió que el corazón se le anegaba en ternura y miró con ojos casi llorosos al Presidente. «Este hombre conoce y reconoce el valor de las personas», pensó para sí, y ocupó el sillón que el Presidente le señalaba: un sillón igual al suyo, aunque situado no ante la gran mesa presidencial, sino un poco al lado, junto a la mesita en que esperaban los cafés y las copas.

– Tenemos que hablar de esa novela, querido Ansúrez. Tenemos que preocuparnos de ella. Usted pensará que a mí qué me importa, puesto que el autor será usted, pero no olvide que me he ofrecido como editor, y en el éxito estoy tan interesado como usted por lo menos, y no me atrevo a decir que más, puesto que a nadie le interesa el éxito de una obra como a su propio autor. Pero, aparte de los derechos que me confiere esa futura condición de editor, soy un seguro lector de su obra, y mi opinión puede servirle de mucho.

Dejó de hablar. Tomó con una mano la tacilla del café; dirigió la otra a la copa, pero la retiró en seguida. Sorbió un poco del café.

– Más como futuro lector que como futuro editor quiero hablarle. Y lo que quiero decirle es muy breve: a su novela le falta algo, le falta el malo. ¿No lo comprende? En el Paraíso estaban Adán y Eva, pero por algún lugar se escondía la serpiente. A su Paraíso le falta la serpiente, le falta el malo.

– Quizás tenga usted razón -le respondió Ansúrez con poco convencimiento-. La novela se puede concebir con dos o tres personajes. Yo la había concebido sólo con dos, que no estoy muy metido en el tema, que no lo tengo bien estudiado.

– ¿Y está usted seguro de haber acertado? Porque, al fin y al cabo, el autor es usted, el responsable es usted.

– Sí, eso es cierto, pero también lo es que todavía ando en los primeros tanteos, que no tengo claro en la cabeza por dónde voy a salir… ni siquiera a entrar. La invención de un tercer personaje, de ese malo que usted considera indispensable, aún es posible, ¡ya lo creo!, de ese tercer personaje y de algunos más, si fueran necesarios.

– Yo le hablé a usted como futuro lector.

– El punto de vista del lector no deja de ser importante, aunque, claro…

– Claro, ¿qué?

Ansúrez se vio cogido.

– Claro, quería decir… bueno, quizás que el autor también tiene su punto de vista…

– Que puede estar equivocado. ¡Cuántos autores, si hicieran lo que usted, hablar con los amigos, no cometerían los errores que cometen! Pero me veo obligado a demorar hasta mañana lo que quería decirle. Es la hora en que usted debe volver a su mesa en el despacho, y no quiero que digan de mí que entretengo a los funcionarios, sobre todo a los buenos trabajadores, como usted. Porque usted es un buen funcionario, ¿verdad?

– Eso creo, al menos.

Cuando regresó al despacho, todo el mundo se hallaba va en su puesto. Ansúrez salió del ascensor con la mayor sencillez posible. Pero no pudo evitar un silencio, que duró hasta el momento en que estuvo instalado en su puesto. El Director se acercaba con unos papeles en la mano. Ansúrez esperó para sentarse.

– Siéntese, siéntese, haga el favor. No son más que unos papeles… Cuando pueda, no hace falta que me los lleve. Me los puede mandar por el botones.

Ansúrez, que estaba más cerca, oyó cómo don Periquito murmuraba por lo bajines:

– Pelotillero.

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