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CAPÍTULO VII

– NO ESTÁ MAL VISTO, eso de meter a un oficial de marina en la novela: le daría cierto sabor local. Porque supongo que la novela transcurre en este pueblo. Un oficial de marina, sí. Pero, en cambio, esa idea de cine sea una persona corriente, ni buena ni mala, no me parece tan bien. Una persona corriente, ni buena ni mala, se retira al saber que su amor no es correspondido. En cualquier caso, un personaje de esas características, ni pone en peligro la virtud de la muchacha ni constituye un verdadero tercero en discordia. Los protagonistas, o se mofan de él, o lo consideran con piedad… «¡El pobre…!», tiene que decir ella alguna vez, y no es de eso de lo que se trata. Ese tercero tiene que ser un tipo tal, por su carácter o por su situación, que sólo saber que pretende a la muchacha introduce un elemento de terror. Tiene usted que inventar a alguien de quien dependa el porvenir de la pareja, alguien a quien hay que tener contento porque, si no… va me entiende.

– Sí, entiendo -respondió Pepe Ansúrez con voz ronca-. Alguien de quien dependa el porvenir de los dos… Pero eso lo sitúa aquí, entre nosotros, y en este mismo despacho. Porque nuestro destino está en sus manos, usted lo sabe, y nadie más que usted nos puede poner en la calle, con razón o sin ella. Usted es en realidad el dueño de nuestras vidas, pero no querrá aparecer como el malo de mi novela.

– Y ¿por qué no?

Se miraron en silencio. Pepe Ansúrez comenzó a jugar, nerviosamente, con algo que había encima de la mesa.

– Yo no me atrevería…

– ¿Y si se lo ruego? ¿Y si se lo ordeno?

– En ese caso…

– No hay más que hablar, entonces. Estoy dispuesto a ser ese malo que usted necesita, pero sin disfrazar mi personalidad, sin disfrazar siquiera mi despacho. Aquí mismo donde estamos…

– Aquí mismo, ¿qué?

– Este despacho puede ser el lugar de mis maldades. Pongamos que lo es ya, realmente.

– ¿Va usted a despedirnos? Quiero decir a Elisa y a mí…

– No, no, no. Más bien todavía no. En este despacho se pueden cometer más males que el de despedir injustamente a dos funcionarios intachables. Se puede, por ejemplo, seducir a una mujer, a una mujer casada, pongamos por caso. Incómodo, sí, seducir- a nadie aquí, pero satisfactorio. El verdaderamente malo tiene que saber renunciar al placer de una cama cómoda, puesto que su meta no está en el placer físico, sino en el moral que da la maldad… No olvide usted que se trata de un malo, no de un conquistador- profesional. El malo, tal y como yo la concibo, está por encima del placer, aunque se sirva de él. Fíjese bien que he dicho se sirva, no se someta. Un hombre que pone el placer por encima de todo no puede ser verdaderamente malo.

– Entiende usted más que yo. ¿Por qué no escribe la novela?

– Porque no sé escribir, así de simple. ¡Si supiera…!

Cerró los ojos. Ansúrez imaginó que el Presidente se imaginaba escritor, autor de una novela cuyo personaje fuera la Maldad personificada, algo que estaba más allá de las posibilidades de su mente.

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