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CAPÍTULO XXV

SE CASARON EN SANTA MARÍA. Doña Nicolasa estaba de mal humor por haberla obligado a madrugar aquella mañana: necesitaba bien de una hora para arreglarse y emperifollarse, pero el mal humor lo compensaba con la actuación de madrina, lo que la situaba en un lugar bien visible de la ceremonia. Al otro lado estaba don Rafael, el padre de Elisa, vestido de paisano flamante, aunque tenía derecho al uso de uniforme de Teniente de Caballería, ya que lo había sido de la escala de Reserva Auxiliar. El cura fue corto en la homilía y la ceremonia se despachó en poco más de media hora, pasada la cual los invitados, que eran pocos, se trasladaron a un café de la calle Mayor donde fueron obsequiados con un desayuno por todo lo alto. El cura también asistió al ágape pero no probó bocado porque tenía que decir otra Misa y le gustaba guardar las antiguas formas y costumbres. Los novios, muy comedidos, asistieron también, y sólo al final se marcharon con el pretexto de algunos toques que había que dar al nuevo hogar. Comieron en la misma taberna a la que iban de solteros, y al final del día cogieron el tren de Madrid, que pasaba por la Capital, donde se apearon. Aquella noche cenaron en un reservado del Rincón de Pepe, donde él le tocó el culo a ella por primera vez y la besó sin miramientos. Luego salieron y se perdieron por las callejuelas que rodean la Catedral hasta bien entrada la noche. Entonces se fueron al hotel. Durante el paseo, él había ensayado a besarla repetidas veces y ella se había dejado unas sí y otras no, porque de niña la habían imbuido en la idea de que ciertas cosas no se hacen en público, pues para eso están los rincones de los cafés, los reservados de los restaurantes, y las habitaciones privadas. El día anterior, o dos días antes, Elisa le había convencido de que pasasen juntos por el consultorio de una médico-ginecóloga que con una simple incisión de bisturí le evitase al mismo tiempo el dolor y la hemorragia; de modo que desde el principio las relaciones de aquella noche fueron placenteras, hasta tal punto que de puro gusto que le dio, Elisa perdió el sentido y quedó espatarrada en la cama, desnuda y sin taparse. «Pues no es para tanto», pensó él, pero no lo dijo por si ella le oía o le escuchaba. Trabajó lo que pudo y mientras pudo: ella le respondía con ayes, con suspiros y con algún que otro desmayo breve; fue la primera en dormirse; antes, se había santiguado. Él se acostó al lado de ella, tapó los cuerpos desnudos y se quedó también dormido.

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