DON PERICO LE DIJO A SU MUJER:
– Ese carácter antimilitarista habría que darlo desde la primera frase, de manera que el lector sepa a qué atenerse desde el primer momento. Lo de mantenerlo a lo largo de la narración es mucho más fácil; lo difícil es encontrar esa frase, la primera, la definitiva. Ya te hablé ayer de la importancia de la primera frase, de cómo toda la novela debe estar contenida en ella. Eso no quiere decir que el resto sea inútil, pues es como el desarrollo de un carrete: si tú tiras del hilo de un carrete el contenido no cambia pues la suma de los dos lados es el carrete mismo. Pero uno está desarrollado en forma de hilo y el otro es todavía un carrete. Por este ejemplo puedes colegir lo que es una novela.
– Y esa primera frase, o sea, el carrete, ¿cuándo la escribo?
Don Pedro se levantó y dio una vuelta por el comedor; su mujer le miraba ir y venir, completamente seria, completamente embebida.
– Ahí esta el quid de la cuestión. Cuando tenga toda la novela en la cabeza, podré escribir esa frase que lo encierra todo, que todo lo resume, esa frase de la que no hay más que tirar del hilo para que se desarrolle la narración. Pero esa frase no se me ocurre ahora. Lo que yo veo es un señorito metido en una cachafeira con caliches de escribiente. Ese tío está ahí enfrente, esperando a que salgas, o que te asomes a la ventana o que tengas que coger algo en el balcón. Desde donde él está, se te ven bien las piernas, pero él espera a que salgas, porque además de vértelas quiere tocártelas.
– Nunca me tocó un pelo.
– Eso en la realidad de tu historia, pero en la que yo quiero contar, ¿qué más da un pellizco que otro en una nalga?
– Lo digo por lo que pensarán de mí… y de ti.
– No tienen por qué pensar nada. Una cosa es la novela y otra la vida real. Tampoco el escribiente de la Armada era tan malo como yo lo pintaré. Después de todo, a cualquier hombre le gusta una muchacha con buenas piernas, sin necesidad de pensar de él que sea un demonio.
– Siempre tienes razón, no sé cómo te las compones.
– Es que soy inteligente.
– Eso va lo sé. Por eso sigo a tu lado. ¿Dónde encontraría otro como tú?
Aurita se levantó, dio la vuelta a la mesa, y en el borde de la sombra que proyectaba la lámpara de flecos buscó la cara de su marido. Se la besó. Los labios recibieron la caricia áspera de una mejilla mal afeitada.