EI SEÑOR REMIGIO DÍAZ tenía mesa y asiento en el antedespacho del Presidente, y este puesto de privilegio le obligaba a la atención al menor timbrazo o a cualquier otra señal de que el Presidente estaba necesitado de sus servicios; pero su corazón estaba con los de abajo, y los acompañaba siempre que podía, como ahora, después de enterarse de lo que el Presidente hablaba con Ansúrez: bajó corriendo la escalera, entró en el bar que otros llamaban cafetería donde la gente tomaba las once repartida en grupos y corrillos. El señor Díaz se acercó al mostrador y pidió su copa de aguardiente; en seguida le rodearon y se ofrecieron a invitarle.
– Ese que está ahora con el señor Presidente, el tal Ansúrez, lo va a meter en la novela que va a escribir porque él lo manda.
– Es natural que así sea. ¿Qué va a hacer el tal Ansúrez sino contarnos a nosotros? Es lo único que conoce. La novela de Ansúrez será la novela de la Caja. Eso ya lo decía yo esta mañana no sé a quién, a alguien que estaba cerca.
La mecanógrafa de la sección de impagos, que se llamaba Ricarda y a quien todo el mundo llamaba por el diminutivo de Cardita, se acercó al Director, que revolvía por segunda vez el azúcar de su café.
– Ese tío no meterá lo nuestro en su novela -dijo ella al pasar; y él le respondió sin cambiar de postura:
– No creo que lo sepa. Y si lo sabe…
Cardita se detuvo después de haber pasado pero se volvió un poco para que él la escuchase bien.
– … Pues si lo sabe hay que hacerlo callar. Porque a mí puede sacarme diferente, pero el Director es el Director, y sale por el cargo, no por su cara bonita.
Cardita siguió adelante. Don Periquito barafustaba entre el Apoderado y la catalana que había venido para hacerse cargo del ordenador, y que se llamaba Montse.
– A mí no se atreverá ese tío a meterme en la novela, porque me conoce demasiado bien y no sería capaz de mentir a este respecto. Yo tendría que ser el protagonista, y esto a él no le conviene. Es de suponer que el protagonista querrá ser él, pero a lo mejor le sale la criada respondona.
– ¿Quiere usted decir algo con eso?
– Quiero decir lo que quiero decir, y el misterio dejará de serlo a su debido tiempo.
Don Perico trazó con la mano en el aire un signo misterioso cuya explicación consistió en una sonrisa ofrecida a tres de los cuatro vientos. Don Perico se quedó en el cuarto, flanqueado como estaba por la Montse y el Apoderado. Éste se preguntó si también saldría en la novela, él, de tan escaso relieve en el cotarro, aunque su firma fuera de la mayor importancia.