AQUEL MUEBLE, especie de escritorio doble, venía del antiguo local de la Caja y era lo único que se había conservado. Tenía tapas a dos vertientes, unas tapas de hule verde oscuro enmarcadas en la madera, y lo remataba un tenderete torneado, como para poner en él libros y papeles: libros de cuentas y papeles que se pasaban del uno al otro cada uno de los usuarios, el de arriba y el de abajo, o el del este y el del oeste, según se mirase el artefacto. En el asiento de arriba, o en el del este, según, se sentaba don Pedro López, Perico López de puertas adentro de la Caja, Perico Entre Ellas en la prensa local; y al otro lado, o la otra parte, abajo y en el oeste, don José Ansúrez, Pepe Ansúrez en el interior, el Vate Ansúrez de puertas afuera, en la prensa y en la calle.
Don Perico Entre Ellas era bajo y rechoncho, vestía correctamente, y tenía al menos dos chaquetas y cuatro corbatas. El Vate Ansúrez, en cambio, traía todos los días el mismo traje negro, bastante deslucido, y la misma chalina, algo deshilachada en los bordes.
La tapa del escritorio correspondiente a don Perico mostraba, clavados con chinchetas, siete u ocho epigramas, en verso, concernientes al Vate Ansúrez; la tapa del escritorio de éste mostraba, puestos asimismo con chinchetas, siete u ocho textos en prosa, eminentemente satíricos, concernientes a don Perico. Los versos de don Perico, desconocidos de todo el mundo, salvo del Vate, se referían ante todo a la chalina, y, luego, a las rodilleras del traje del satirizado; las prosas del Vate, conocidas sólo de don Perico, tenían las chaquetas y las corbatas de su oponente como tema.
Todas las mañanas, el que primero llegaba levantaba la tapa del escritorio del otro y echaba un vistazo, a ver qué nuevas muestras de ingenio, en prosa o en verso, habían surgido de la colaboración entre un caletre, una cuartilla de papel y una máquina de escribir. «Está visto que tengo que comprarme otro traje», o bien «No tengo más remedio que buscarme otra corbata». Y luego se sentaba y esperaba la llegada del otro, que ya no podía levantar la tapa, que tenía que sentarse sin saber si el cerebro del uno seguía maquinando, en prosa o en verso, dicterios elegantes contra una chalina deshilachada o contra una chaqueta cuyos codos necesitaban del remedio urgente de unas coderas. Las llevaba todo el mundo, las llevaban incluso ciertos lores ingleses; las chalinas, en cambio, estaban pasadas de moda.
No se saludaban. El último en llegar proclamaba un «¡Buenos días, señores!» dirigido a todo el mundo, y el que quisiera darse por saludado, allá él. Don Perico y el Vate ya habían olvidado las últimas palabras cruzadas entre ellos. Trataban de poesía, eso sí lo recordaban ambos, y también que el Vate se proclamaba seguidor de Zorrilla, de Campoamor y todo lo más, de Rubén Darío y de Vicente Medina, en tanto que don Perico no ocultaba, antes bien, exhibía su secuacidad de la literatura más moderna, empezando por Gómez de la Serna. Pero quién había llamado Jumento al otro era materia de discusión. Cada uno de ellos, cuando se traía a colación el episodio, decía invariablemente: «Fue él, y a mí nadie me llama Jumento impunemente, y menos por una cosa así.» Antes del episodio, se saludaban y hasta se daban la mano, todos los días, por encima del tenderete del escritorio, pero, a partir de entonces, no volvieron a saludarse. Si don Perico hacía en verso sus epigramas era porque el Vate le negaba todo talento para la versificación; pero el Vate hacía los suyos en prosa por una razón equivalente: en la ciudad, se consideraba a don Perico como el único, como el insuperable prosista y, el resto, nada.
De modo que a Pepe Ansúrez no le cupo la menor duda de que aquel caballero, un poco calvo va, que se sentaba al otro lado de la mesa, y que esta mañana, como de miércoles, llevaba la corbata colorada moteada de violeta, era el autor de la crónica anticipada de la gran función preparada por la Caja en la que, entre otras glorias de distinta naturaleza, resaltaría la gloria poética del Vate, quien todavía dudaba entre la recitación del soneto a la señora del Director dando de mamar a su niña y el romance a la Llegada, una a una, de todas las bellezas que gastaban su juventud ante máquinas de escribir y computadoras, y todo porque a la señora del Director no le gustaba la palabra mamar, tan ordinaria, y ponía ciertos reparos al uso de pechos, por mucho que rimase con hechos y con helechos.
La crónica, que El Progreso debía publicar anticipada, decía también que el Capitán General no había querido asistir, y que había enviado en su lugar al ayudante de menor graduación, lo cual era sin duda una muestra de desprecio al talento poético del Vate Ansúrez, quien, después de todo, era hijo de un flautista de la Banda de Infantería de Marina graduado de suboficial.
El Vate no dijo nada en toda la mañana, ni siquiera cambió de humor, como si no se hubiera enterado, o como si no le importase, como creían los que le habían ido con el cuento; pero cuando sonaron los timbres y todo el mundo salió, él se emparejó, según su costumbre, con Elisa Pérez, con la cual iba a casarse, y estaban va amonestados. Se emparejó con ella, la besó en la mejilla delante de todo el mundo y del bracete, se fueron a la cafetería donde todos los mediodías tomaban el vaso y unos pinchos antes de comer, y fue allí donde él se explayó en quejas y en temores, pero ella le respondió: «Deja eso de mi cuenta y no se hable más», y el resto del tiempo lo consumieron ella explicando y él maravillándose del juego de cama de matrimonio que le estaban bordando las monjas y que era una preciosidad.
Elisa Pérez estuvo a la puerta de El Progreso a las cuatro menos cinco; a las cuatro en punto llegó Rey Martínez fumándose un farias. Entraron juntos, y ella le dijo que venía a pedirle que no publicase anticipadamente la crónica de marras; él le respondió que tales favores no los hacía gratis, y Elisa retrucó que eso ya lo sabía, que contaba con ello y que venía preparada, de modo que fue ella misma la que echó la llave del despacho y la que se fue a un rincón, mientras él miraba unos papeles y apartaba los urgentes. «Aquí está la crónica esa, lo que tú quieres…» Lo que ella quería estaba claro: Rey Martínez acudió al rincón, donde ella le esperaba con las faldas remangadas. Continuaron, aunque no quietos: ella, silenciosa; él, de rodillas, bufando como una locomotora, y cuando él, derrengado, se sentó en la mesa de su despacho y dejó caer la cabeza sobre los brazos, la cana oculta, ella dio de pataditas a las bragas azules hasta dejarlas debajo de una butaca; luego cogió las cuartillas y las guardó en el bolso. «Adiós, precioso», dijo con sorna; abrió la puerta y salió. Rey Martínez levantó la cabeza y una mano temblorosa buscó, encima de la mesa, las cuartillas… «¡Esa zorrupia…!»
Elisa caminaba hacia el café donde la esperaba el Vate. «¡Ahí tienes!» Se sentó a su lado y juntos leyeron las insidias vertidas en aquellas páginas, cuya letra se correspondía a una máquina que el Vate conocía muy bien: que si había acudido al teatro todo el personal de la Caja, que si las señoritas que habían cantado a coro María de la O lo habían hecho muy bien, aunque alguna de ellas, una o dos nada más, resultaban un poco culonas, que no se lo disimulaba ni el traje de mulatas cubanas que habían elegido: todas muy ceñidas y con un gran lazo en la cabeza. «¡María de la O, hora es de llorar…!» La canción la había elegido don Ricardo Salas, que había estado en La Habana y había sido amigo -decía él, ¡vaya usted a saber!- del maestro Lecuona, y por eso… «Pues hasta ahora, todo va bien.» Sí, pero las insidias venían después: que si a las mujeres no les había hecho gracia la mención de las tetas, aunque fuesen las de la señora del Director, que eran unas tetas purificadas por un santo matrimonio público y solemne, con garantías de la virginidad de la contrayente -vox pópuli- y con exaltación de su pureza en los tiempos que vivimos, porque aquel ángel había seguido el ejemplo de su Modelo, aunque su pureza tuviese un destino tan terreno. Y a las de una mujer así no se le podían llamar tetas, ni siquiera pechos, sino mamas, palabra que designaba un objeto destinado a una función sublime, como reconocía el poeta, aunque no con las palabras apropiadas. «¡Pues el cabrito ese está algo enterado de lo que pasa! Discutimos, el Director y yo, lo de tetas y lo de pechos, pero de mamas no se habló nada, y ahí se cuela el autor del mamotreto, que, por cierto, está bastante mal escrito», dijo Ansúrez, y Elisa le respondió que bueno, que sería lo que fuese, pero que _ya no se publicaría, a no ser que… «¿A no ser que, qué?» «A no ser que lo corrijamos. La noticia en su conjunto no está mal.» «¿Y eso de los culos?» «Pues, se quita.» «Hay muchas más cosas que quitar y que añadir. Ahí no dice nada de que me entregarán una medalla.» «Pues lo ponemos.» Pero Ansúrez no sabía aún si la medalla sería de plata o de bronce… no digamos ya de oro, que salía muy caro. De plata o de bronce, que era lo `que había dicho el Director, aún sin determinar, o determinado ya, pero secreto, como última sorpresa.
Quedaron, pues, en que el mamotreto serviría de base a la noticia que publicaría La Verdad , firmada por Rincón, al día siguiente del acto, y no en El Progreso , el día anterior y sin firma. Después, Ansúrez acompañó a Elisa hasta su casa, y en el portal, sin hurtarse a nadie, le dio un casto beso en la mejilla, y ella subió las escaleras mientras él bajaba la calle; se metió en su despacho y se puso a escribir unas décimas sobre la limpieza urbana, que le había prometido al alcalde, y después fue a cenar el par de huevos fritos con patatas que le preparaba Aurora y que comía mientras su madre se tomaba el plato de verduras hervidas y aliñadas por la misma mano, y cuando hubieron terminado, y rezado su madre las preces nocturnas, él se retiró a su cuarto.
Lejos, se oía ajetrear a Aurora en la cocina. Ansúrez se puso el pijama y, ya en la cama, empezó a leer un texto narrativo de Pereda; no lo había terminado aún cuando entró Aurora, con el abrigo por encima del camisón, se quitó el abrigo y se metió en la cama. No se dijeron nada, pero trabajaron mucho, y a Aurora se le notaba más, por los suspiros que daba.
La conversación vino después: Aurora se quejaba, como siempre, de la madre de Ansúrez, que no había dios que la aguantase, de pesada que era, y de roñosa. «Como que no sé si ponerme al habla con esa que se va a casar contigo y prevenirla. Aunque, claro, como una es criada, y ella es señorita… ¡Me río yo de la señorita! Más pasada por las armas que una, y de puro vicio, que una lo hace por necesidad y por aquello del gusto, y no por nada malo, como sería el que quisiera casarme contigo, que bien pudiera hacerlo, y lo haría, si no fuese por la harpía de tu madre, que es eso, una verdadera harpía, aunque yo no sepa lo que es una harpía, pero que debe de ser una cosa muy mala… Y que una viene a esta cama por lo del gusto, y nada más. Y que puedes casarte con esa socia sin miedo, que yo no voy a armar el escándalo en la boda, porque a mí me sobra quien me dé gusto, sin ir más allá, hoy me tiró los tejos el dependiente de la tienda y a lo mejor se casa conmigo y la saca a una de esta esclavitud de servir, que hay que aguantar cada tía… y no lo digo esta vez por la señora, que todas son iguales…»