Abrió la puerta y salió al vestíbulo, donde don Remigio Díaz dormitaba sobre su mesa. No lo despertó.
Bajó en el ascensor. Batió con mucho ruido la puerta que daba al vestíbulo. Todas las cabezas se volvieron hacia él, y de una manera muy especial la de don Perico, que hubiera dado su nombre y su apellido por saber a qué venía aquella evidente falta de respeto. Ansúrez, antes de pasar por su mesa de trabajo, recogió el sombrero que colgaba con otros de la percha común; después, del interior de su mesa, recogió los libros que guardaba en un rincón y que le habían servido de entretenimiento en sus ocios inesperados: Poesías Completas , de Zorrilla. Las Doloras , de Campoamor, las Poesías , de Gaspar Núñez de Arce, y las de Vicente Medina… Con los libros en la mano, devolvió la mirada a don Perico, que le contemplaba atónito.
– Sí, me voy. Lo siento por usted. Tendrá que mandarme sus epigramas por correo.
– Lo mismo digo.
– Ya llegaremos a un acuerdo. El que le lleve los míos podrá traerme los suyos.
Se acercaba, ante la expectación general, Elisa: los funcionarios de las ventanillas volvieron las cabezas.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Elisa con su voz más seductora; y don Perico pensó en lo que daría porque una mujer cualquiera, pero bonita y bien formada como Elisa, le hablase con aquella voz.
– He mandado al carajo al tío ese de arriba.
– ¿Así, como suena?
– Así como suena.
– ¿Y no le has llamado también hijo de puta?
– Pues mira, no se me ocurrió, y ahora ya es tarde para hacerlo: no creo que me reciba otra vez.
Don Perico los escuchaba alternativamente, moviendo la cabeza hacia el que hablaba.
– Pues tendré que hacerlo yo -dijo Elisa, resuelta.
– Si lo haces, quedarás despedida.
– Si tú lo estás ya, como supongo, ¿piensas que yo iba a seguir aquí? Me daré el gustazo de insultar al tío ese, y luego me iré a la competencia.
Hablaban por encima de don Perico. Éste sentía, en lo íntimo, dolor por no hacer otro tanto. Pero estaba casado y el día primero había que llevar a casa unos miles de pesetas.