Dominó la crueldad que en ocasiones le provocaba Harry. Frida había muerto amputada y enferma pero pintando hasta el último momento desde su lecho agónico. Harry agonizaba en un valle tropical sin el valor de tomar pluma y papel. Laura tomó la foto del cadáver de Frida, más que nada, para enseñársela a Harry y decirle, «No dejó de crear ni el día de su muerte».
Pero Harry también estaba muerto. Lo estaba Carmen Cortina y la crueldad que Laura sentía hacia Harry, así como el ridículo que sentía al ver el cuerpo embalsamado de Carmen con minúscula cortina, se transformaron ahora, mirando la foto de Frida muerta, en algo más que amor y admiración.
Tendida en su féretro, Frida Kahlo lucía su cabellera negra trenzada con listones de colores. Sus manos llenas de anillos y brazaletes reposaban sobre un pecho dormido pero engalanado, para el último viaje, por collares suntuosos de oro delgado y plata morelia-na. Las arracadas de turquesa verde ya no colgaban de sus lóbulos, ahora reposaban como ella, reteniendo misteriosamente el calor final de la mujer muerta.
La cara de Frida Kahlo no había cambiado con la muerte. Los ojos cerrados se mantenían, sin embargo, alertas gracias a la vivacidad inquisitiva de las espesas cejas sin cesura, ese azotador peligroso y fascinante encima de los ojos, que fue santo y seña de la mujer. La espesura de las cejas pretendía, pero no lograba, disimular el bigote de Frida, el bozo notorio y notable que cubría su labio superior y hacía pensar que entre sus piernas un pene gemelo del de Diego pugnaba por brotar hasta completar en Frida la probabili-
dad, más que la ilusión, del ser hermafrodita, y, más aún, parteno-genético, capaz de fecundarse a sí misma y generar, con su propio semen, el nuevo ser que ella misma, su parte femenina, pariría gracias al vigor de su parte masculina.
Así la fotografió Laura Díaz para Laura Díaz, creyendo que retrataba un cuerpo inerte, sin darse cuenta de que Frida Kahlo había emprendido ya el viaje a Mictlan, el averno indígena a donde sólo se llega guiada por trescientos perros ixcuintles, los perros pelones que Frida coleccionaba y que ahora aullaban desconsolados en los patios, las azoteas y las cocinas de la casa fúnebre, huérfanos de madre.
La posición yacente de Frida Kahlo era un engaño. Ella ya caminaba rumbo a un infierno indígena que parecía una pintura de Frida Kahlo, pero sin la sangre, sin las espinas, sin el martirio, sin los quirófanos, sin los bisturís, sin los corsets de fierro, sin las amputaciones, sin los fetos, un infierno de flores solamente, de lluvias cálidas y perros pelones, un infierno colmado de pinas, fresas, naranjas, mangos, guanábanas, mameyes, limones, papayas, zapotes, a donde ella llegaría de pie, humilde y altiva a la vez, completa, curada, anterior a los hospitales, virgen de todo accidente, saludando a El Señor Xólotl, Embajador de la República Universal de Mictlan, Canciller y Ministro Plenipotenciario de la Muerte, es decir, de AQUÍ. How do you do, Mr Xótotl?, estaría diciendo Frida al entrar al Infierno.
Entró al Infierno. De su casa de Coyoacán la llevaron muerta al Palacio de Bellas Artes y la cubrieron con la bandera comunista, provocando la destitución del director del Instituto. Luego la llevaron al horno crematorio, la introdujeron como era ella, engalanada, vestida, enjoyada, peluda para arder mejor. Y al prenderse las llamas, el cadáver de Frida Kahlo se incorporó, se sentó como si fuese a platicar con sus más viejos amigos, el grupo de Los Cachuchas cuyas bromas escandalizaban a la Escuela Preparatoria en los años veinte; como si se dispusiese a conversar otra vez con Diego; así se incorporó el cadáver de Frida, animado por las llamas del horno crematorio. La cabellera se le incendió como una aureola. Le sonrió por última vez a sus amigos y se disolvió.
A Laura Díaz sólo le quedaba la foto tomada por Laura Díaz del cadáver de Frida Kahlo. En ella, la muerte para Kahlo era una manera de apartarse de todo lo feo de este mundo sólo para verlo mejor, no para evitarlo; para descubrir la afinidad de Frida la mujer y la artista, no con la belleza, sino con la verdad.
Estaba muerta pero por sus ojos cerrados pasaba todo el dolor de sus cuadros, el horror más que el dolor, según algunos observadores. No, en la foto de Laura Díaz, Frida Kahlo era el conducto del dolor y la fealdad del mundo de los hospitales, los abortos, la gangrena, la amputación, las drogas, las pesadillas inmóviles, la compañía del diablo, el pasaje herido a una verdad que se vuelve hermosa porque identifica nuestro ser con nuestras cualidades, no con nuestras apariencias.
Frida le da forma al cuerpo: Laura lo fotografió.
Frida reúne lo disperso: Laura fotografió esa integridad.
Frida, como un Fénix demasiado infrecuente, se incorporó al ser tocada por el fuego.
Renació para irse con sus perros sin pelo al otro barrio, a la patria de la pelona, la mera dientona, la tostada, la catrina, la tía de las muchachas.
Se fue vestida para una pachanga en el Paraíso.
Con la foto de Frida muerta en una mano y la cámara que le obsequió Harry en la otra, Laura se miró al espejo en su nuevo apartamento de la Plaza Río de Janeiro, donde se instaló después de que el terremoto volvió irreparable la vieja casa de la Avenida Sonora y Dantón, que era dueño del predio, decidió derruirla y construir, en el lugar, un condominio de doce pisos.
– Creí que tu padre y yo éramos los dueños de nuestro hogar -dijo Laura con asombro pero sin desengaño el día en que la visitó Dantón para explicarle el nuevo orden de las cosas.
– Hace tiempo que la propiedad es mía -contestó el hijo menor de Laura.
El asombro de la madre era fingido; la verdadera sorpresa era el cambio físico en el hombre de treinta y seis años al cual no veía desde que enterraron a Juan Francisco y Laura fue condenada al ostracismo por su familia política.
No eran las escasas canas en las sienes ni el vientre un poco más abultado lo que cambiaba a Dantón, sino un desplante, un alarde de poder que no podía ocultar ni siquiera frente a su madre aunque, acaso, precisamente, lo exageraba ante ella. Todo, desde el corte de pelo a lo Marión Brando en Julio César hasta el traje char-
coal-grey y la estrecha corbata de regimiento inglés hasta los mocasines negros de Gucci, afirmaban poder, seguridad en sí mismo, costumbre de ser obedecido.
Con nervioso aplomo, Dantón alargaba los brazos para mostrar sus mancuernas color rubí.
– Te tengo visto un lindo apartamento en Polanco, madre.
No, insistió ella, quiero quedarme en la Colonia Roma.
– Se está contaminando muy rápido. La congestión del tráfico va a ser terrible. Además, no está de moda. Y es donde suelen pegar más duro los temblores.
Por todo eso, repitió ella, por eso mismo.
– ¿Sabes lo que es un condominio? El que estoy construyendo es el primero en México. Se van a poner de moda. La propiedad horizontal es el futuro de esta ciudad, te lo aseguro. Éntrale a tiempo. Además, esos apartamentos que te gustan en la plaza no están a la venta. Se alquilan.
Precisamente, ella quería pagar de ahora en adelante su propia renta, sin ayuda de él.
– ¿De qué vas a vivir?
– ¿Tan vieja me ves?
– No seas terca, madre.
– Creí que mi casa era mía. ¿Lo tienes que comprar todo para ser feliz? Déjame serlo a mi manera.
– ¿Muerta de hambre?
– Independiente.
– Llámame si me necesitas, pues.
– Igual aquí.
Con la Leica en las manos, Laura Díaz reaccionó a las muertes disímbolas de Frida Kahlo y Carmen Cortina en el año del terremoto con una voluntad única. Orlando la hizo recordar la ciudad invisible, perdida, de una miseria y degradación asfixiantes, que la llevó a conocer, una noche del año treinta y tantos, después de una fiesta en el penthouse del Paseo de la Reforma. Ahora, cámara en mano, Laura caminó por las calles del centro y lo descubrió, a un tiempo, populoso y abandonado. No sólo no acertó a ubicar aquella ciudad perdida, verdadera corte de los milagros, a donde la condujo Orlando para convencerla de que no había remedio, sino que la ciudad visible de los años treinta era, ahora, la verdadera ciudad invisible, o por lo menos, abandonada, dejada atrás por la expansión incesante de las zonas urbanas. El primer cuadro en torno al
Zócalo, gran centro de las efemérides citadinas desde tiempos de los aztecas, no se quedó vacío, porque no había huecos en la ciudad de México, pero dejó de ser su centro, se convirtió en un barrio más, el más antiguo y en cierto modo el más prestigioso por su historia y su arquitectura; ahora se gestaba un nuevo centro en torno al caído Ángel de la Independencia, en las dos riberas de la Reforma, las de nombres de ríos y la de nombres de ciudades extranjeras. Urbana Colonia Juárez y fluvial Colonia Cuauhtémoc.
A la ciudad de México entraban diariamente dos mil personas, sesenta mil habitantes por mes, huyendo del hambre, la tierra seca, la injusticia, el crimen impune, los cacicazgos brutales, la indiferencia y, también, el atractivo de la ciudad que se anunciaba llena de promesas de bienestar y hasta belleza. ¿No prometían los carteles de cerveza a rubias de categoría, y no eran todos los personajes de las cada vez más populares telenovelas, güeritos, criollos ricos y bien vestidos?
Para Laura nada de esto desvanecía las preguntas del imparable flujo migratorio, ¿de dónde venían?, ¿adónde llegaban?, ¿cómo vivían?, ¿quiénes eran?
Ése fue el primer gran reportaje gráfico de Laura Díaz; resumió toda su experiencia vital, su origen provinciano, su vida de joven casada, su doble maternidad, sus amores y lo que sus amores trajeron -el mundo español de Maura, la terrible memoria del martirio de Raquel en Buchenwald, el fusilamiento sin misericordia de Pilar frente a los muros de Santa Fe de Palencia, la persecución macartista contra Harry, la muerte doble de Frida Kahlo, muerte inmóvil primero y resucitada por el fuego después-, todo ello lo reunió Laura en una sola imagen tomada en una de las ciudades sin nombre que iban surgiendo como hilachas y remiendos del gran sayal bordado de la ciudad de México.
Ciudades perdidas, ciudades anónimas levantadas en los eriales del valle seco, entre pedregales y mesquites, con casas claveteadas de cualquier manera, cuevas de cartón y lámina, pisos de tierra, aguas envenenadas y velas moribundas hasta que el ingenio popular descubrió la manera de robarle electricidad a los postes del alumbrado público y a las torres de la fuerza motriz.
Por ello la primera foto que tomó Laura Díaz, después del cadáver de Frida Kahlo, fue la del Ángel caído, la estatua hecha pedazos al pie de la esbelta columna, las alas sin cuerpo y el rostro partido y ciego de la modelo para la estatua, la señorita Antonieta