Laura Díaz tuvo que ir al Ciros porque Diego Rivera estaba pintando una serie de desnudos femeninos para decorar el lugar,
inspirados en el propio amor estelar de Rivera, la actriz Paulette Go-dard, una mujer inteligente y ambiciosa que sólo le habló a Laura para no hacerle caso a Diego y picarlo mientras Laura, a su vez, miraba con una ironía tan dulce como la calle donde vivía El Indio, a la concurrencia de gente que no había vuelto a ver en quince años, el grupo de Carmen Cortina y los satélites que iban y venían por su mesa, el pintor tapatío Tízoc Ambriz empeñado en vestirse de riele-ro a pesar de sus cincuenta años, la huella imborrable del tiempo impresa en cada rostro invulnerable en su pretensión, comido en su realidad como un panteón de figuras de cera, la «Berrenda» Andrea muy gorda, el otrora gordo y chapeteado gachupín Onomástico Galán desinflado y arrugado como un condón usado, el pintor británico James Saxon cada vez más parecido a la Casa de Windsor en su conjunto, y su vieja compañera de Xalapa, Elizabeth Dupont ex-de-Caraza, flaca como una momia, con un temblorín en una mano y la otra apretada a la de un hombre joven, moreno, bigotón, e imperturbable padrote.
Una mano tocó el hombro de Laura Díaz. Reconoció a Laura Riviére, la amante de Artemio Cruz, vencedora de los quince años pasados gracias a una belleza elegante, perlada, concentrada en el cariño melancólico de una mirada que no se hacía vieja.
– Búscame cuando quieras. ¿Por qué no me has buscado?
Y entró, con sombrero homburg en mano, Orlando, Orlando Ximénez, y Laura no pudo darle medida al tiempo, sólo pudo regalarle a Orlando la misma cara juvenil de los bailes en la Hacienda de San Cayetano, hacía ya treinta años. La mareó la imagen de aquel muchacho que la enamoró en las terrazas olorosas a naranjo nocturno y cafetales dormidos, pidió permiso y se fue.
Gravitar no es caer, es acercar, acercarse, le dijo Laura a su hijo Dantón, quien desde el día que pasó con su padre entre la CTM y la Cámara de Diputados, pensó esto no es para mí, pero mi papá tiene razón, ¿qué es lo mío? Él también miraba desde el balcón con vista al Bosque de Chapultepec y sabía que detrás del parque estaban Las Lomas de Chapultepec y allí vivían los ricos, nuevos o viejos, no le importaba, pero allí se estaban construyendo las nuevas mansiones con piscinas y pelusas para garden parties y «sonadas bodas», garajes para tres coches, decorados encargados a Pani y Paco el de La Granja, vestuarios de Valdés Peza y sombreri-tos de Henri de Chatillon, flores encargadas a Matsumoto y banquetes a Mayita.
¿Cómo iba a entrar a esos lugares un simple pobre, ni viejo ni nuevo, como él? Porque eso se propuso Dantón López Díaz, dado a escoger entre las proposiciones modestas de su padre, ¿ser político, empresario, periodista, militar? Dantón se propuso ser el artífice de su propio destino, es decir, de su propia fortuna, y puesto que en México era difícil adquirir clase sin lana, el joven estudiante de Derecho discurrió que no le quedaba otra que adquirir lana con clase. Le bastaba hojear las revistas de sociedad para darse cuenta de la diferencia. Había la nueva sociedad revolucionaria, la rica, la que vivía en Las Lomas, insegura pero audaz, morena, pero polveada, lucidora impertinente de sus bienes mal o bien, pero recién adquiridos: hombres oscuros -militares, políticos, empresarios- casados con mujeres claras -criollas, necesitadas, sufridas-; los revolucionarios, en su descenso armado desde el Norte, habían ido recogiendo los más lindos capullos virginales de Hermosillo y Culiacán, de Torreón y San Luis, de Zacatecas y El Bajío. Las madres de sus hijos. Las vestales de sus hogares. Las resignadas a los amoríos de sus poderosos sultanes.
Y había la vieja sociedad aristocrática, la pobre, la que vivía en las calles con nombres de ciudades europeas entre Insurgentes y Reforma. Habitaban casas pequeñas pero elegantes construidas hacia 1918 o 1920, casas de dos pisos y fachadas de piedra, balcón y cochera, planta noble con vista a la calle, desde donde se podían atis-bar mementos del pasado, cuadros y retratos, medallas enmarcadas sobre fondo de terciopelo, bibelots y espejos patinados y, detrás de la recepción, el misterio de las recámaras, la incógnita sobre la vida cotidiana de antiguos dueños de haciendas tan grandes como Bélgica, despojados por Zapata, Villa y Cárdenas; ¿dónde se bañaban, cómo cocinaban, cómo sobrevivían a la catástrofe de su mundo…?
Cómo oraban. Eso era visible. Todos los domingos, poco antes de la una, los muchachos y muchachas de la buena sociedad se juntaban para la misa de la iglesia de La Votiva en la esquina de Genova y Reforma. Después de la ceremonia, los jóvenes permanecían en el tramo arbolado del Paseo, conversando, coqueteando, haciendo planes para ir a comer, ¿adonde?, ¿al Parador de José Luis aquí a la vuelta en Niza?, ¿al 1-2-3 de Luisito Muñoz en la calle de Liverpool?, o ¿al Jockey Club del Hipódromo de las Américas? ¿A casa de uno de esos personajes con nombres pintorescamente íntimos, el Regalito, la Bebesa, la Bola, la Nena, la Rana, el Palillo, el Chapetes, el Buzo, el Gato? En México, sólo los aristócratas y los
hampones eran conocidos por sus apodos, ¿cómo se llamaba el asaltante que le cortó los dedos de un machetazo a la bisabuela de Dan-tón? ¿El Guapo de dónde?
Dantón exploró, calculó, y decidió empezar por allí: la misa de una en La Votiva blanca y azul, morisca como una mezquita arrepentida.
La primera vez, nadie volteó a verlo. La segunda, lo miraron con extrañeza. La tercera, un joven alto, rubio y espigado se acercó a preguntarle quién era.
– Soy López.
– ¿López?
– Sí, López, el nombre más conocido del directorio telefónico.
Esto provocó la risa del muchacho alto que arrojó hacia atrás la cabeza ondulada y el largo cuello, haciendo bailar agitada-mente su nuez de Adán.
– ¡López! ¡López! ¿López qué?
– Díaz.
– ¿Y, y?
– Y Greene. Y Kelsen.
– Oigan, muchachos, un tipo con más apellidos que todos nosotros juntos. Vente a comer al Jockey. Me pareces pintoresco.
– No, gracias, ya tengo cita. El domingo entrante, quizás.
– ¿Quizás, quizás, quizás? Hablas como bolero. Jajá. No quiero decir limpiabotas, sino Agustín Lara, jajá. O quién sabe, tú. ¡País del bolero!
– ¿Y tú? ¿Cómo te llamas, güero?
– ¡Güero! ¡Me dice güero! N'hombre, todos me llaman el Cura.
– ¿Por qué?
– No sé. Será porque mi papá es doctor. Mi segundo nombre es Landa, desciendo del último gobernador de esta ciudad durante el ancien régime. Es el nombre de mi'amá.
– ¿Y el de tu apa?
– Jajá, no te rías.
– No, si el que se ríe eres tú, güey.
– ¡Güey! ¡Me llamó güey! Jajajá, no, me llaman el Cura, mi padre se llama López también, como el tuyo. ¡Qué divertido, qué requete divertido! ¡Somos tocayos por detrás! ¡Jajá, no es albur, tú! Anastasio López Landa. No faltes el domingo. Me caes
bien. Cómprate una corbata de mejor gusto. Esa que traes parece bandera.
¿Qué era una corbata de buen gusto? ¿A quién le iba a preguntar? El domingo siguiente se presentó a la iglesia con atuendo de montar, pantalones ecuestres y botas, un saco café y camisa abierta. Y un fuete en la mano.
– ¿Dónde montas, este… cómo te llamas?
– López como tú. Dantón.
– ¡La guillotina, jajajá! ¡Qué papas más originales debes tener!
– Sí, son el chiste en persona. El Circo Atayde los contrata cuando bajan las entradas.
– ¡Jajajajá, Dantón! You're a real scream, you know.
– Yeah, I'm the cat's pijamas – repitió Dantón de una comedia de cine americano.
– Oigan, muchachos, éste se las sabe todas. He's the bees knees! ¡Es la mamá de Tarzán!
– Cómo no, yo Colón.
– Y mis hijos Cristobalitos, jajajá. Vivo aquí a la vuelta en Amberes. Pasa y te presto una corbata, oíd sport.
Convirtió La Votiva y el Jockey en sus deberes dominicales, más sagrados que recibir, para quedar bien con sus nuevos conocidos, la comunión sin beneficio de confesionario.
Primero causó extrañeza. Estudiaba intensamente la manera de vestir de los muchachos. No se dejaba impresionar por las maneras distantes de las muchachas, aunque nunca había visto, él que venía de los lutos eternos y de los trajes de seda floreados de la provincia, a tanta jovencita de traje sastre, o de falda escocesa con suéter, cardigan encima del suéter y collar de perlas encima de todo. Una chica española, María Luisa Elío, llamaba la atención por su belleza y elegancia; era rubia ceniza, espigada como un torerito, usaba beret negro como Michéle Morgan en las películas francesas que todos iban a ver al Trans Lux Prado, saco de cuadritos, falda plisada y se apoyaba sobre un paraguas.
Dantón confiaba en su potencia, su virilidad, su extrañeza misma. Era moreno agitanado y sus pestañas de niño no las había perdido, sombreaban más que nunca sus ojos verdes, sus mejillas olivas, su nariz corta y sus labios llenos, femeninos. Medía uno setenta y tendía a ser cuadrado, deportivo pero con manos -le habían dicho- de pianista, como la tía Virginia que tocaba Chopin en
Catemaco. Dantón se decía con vulgaridad, «estas yeguas finas lo que necesitan es quien les arrime el fierro a las ancas» y le pedía dinero a Juan Francisco, no podía ir de gorrón cada domingo, a él también le correspondía disparar, tengo nuevos amigos, papá, gente de mucha clase, ¿no quieres que los haga quedar mal a ti, a toda la familia?, ya ves que cumplo toda la semana, nunca falto a clase de ocho, presento exámenes a título, pero con puros nueves y dieces, tengo buena cabeza para las leyes, te lo juro padre, lo que me prestes te lo devuelvo con interés compuesto, te lo juro por ésta… ¿cuándo te he fallado?
Los primeros palcos del Hipódromo los ocupaban generales nostálgicos de sus propias, ahora valetudinarias, cabalgatas, luego seguían algunos empresarios de cuño aún más reciente que el de los militares, enriquecidos, paradójicamente, con las reformas radicales del presidente Lázaro Cárdenas gracias a las cuales el peón encasillado salió de las haciendas y se mudó a trabajar barato en las nuevas fábricas de Monterrey, Guadalajara y la ciudad de México. Menos paradójicamente, las fortunas nuevas se hicieron con la demanda de guerra, el acaparamiento, las exportaciones de materiales estratégicos, el encarecimiento de alimentos…
Entre todos los grupos se desplazaba un italiano pequeñi-to, sonriente y atildado, Bruno Pagliai, gerente del Hipódromo y dueño de una irresistible furbería que dominaba, desplazaba y ruborizaba la malicia rústica del más colmilludo general o millonario mexicano. Había, de todos modos, una discriminación evidente. El mundo de La Votiva, del «Cura» López Landa y sus amigos, acaparaba la barra, los sillones, la pista de baile del Club, dejando a los ricos a la sana intemperie del Hipódromo. Los hijos de los generales y empresarios se quedaban también al margen, no eran bien vistos, eran -decía la niña Chatis Larrazábal- «pelusa». Pero entre la «pelusa», Dantón descubrió un día a la muchacha más linda que sus ojos habían visto jamás, un sueño.