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Laura se guardó su duda. Dantón iba a necesitar toda la ayuda del mundo, y como el mundo no ayuda gratuitamente a nadie, iba a tener que pagar. La anegó un sentimiento de repulsión profunda hacia su hijo menor, se hizo las preguntas inútiles, ¿de donde salió así?, ¿qué hay en la sangre de Juan Francisco?, porque en la mía…

Santiago entró a una etapa febril de su vida. Descuidó el trabajo con Rivera en el Palacio, convirtió la recámara de la Avenida Sonora en un estudio de agresivos olores de óleo y trementina; entrar a ese espacio era como internarse en un bosque bárbaro de abetos, pinos, alerces y terebintos. Las paredes estaban embadurnadas como una extensión cóncava del lienzo, la cama estaba cubierta por una sábana que ocultase el cuerpo yacente de otro Santiago, el que dormía mientras su gemelo el artista pintaba. La ventana estaba oscurecida por un vuelo de pájaros atraídos a una cita tan irresistible como el llamado del Sur durante un equinoccio de otoño, y Santiago recitaba en voz alta mientras pintaba, atraído él mismo por una manera de gravedad austral,

una rama nació como una isla, una hoja fue forma de la espada, un racimo redondeó su resumen una raíz descendió a las tinieblas… Era el crepúsculo de la iguana…

Luego decía cosas inconexas mientras pintaba, «todo artista es un animal domado, yo soy un animal salvaje» y era cierto, era un hombre, con una melena larga y una barba pueril pero dispersa y una frente alta, clara, afiebrada y los ojos llenos de un amor tan intenso que asustaron a Laura, encontrando en su hijo a un ser perfectamente nuevo, en él «las iniciales de la tierra estaban escritas» porque Santiago su hijo era el «joven guerrero de tiniebla y cobre» del Canto general que acababa de publicar en México el poeta más grande de América, Pablo Neruda, madre e hijo lo leían juntos y ella recordaba las noches de fuego en Madrid evocadas por Jorge Maura, Neruda en un techo en llamas bajo las bombas de la aviación fascista, en un mundo europeo regresado a la oda elemental de nuestra América en perpetua destrucción y recreación, «mil años de aire, meses, semanas de aire», «el alto sitio de la aurora humana: la más alta vasija que contuvo el silencio de una vida de piedra después de tantas vidas». Esas palabras alimentaban la vida y la obra de su hijo.

Quiso ser justa. Sus dos hijos la habían desbordado por los extremos, tanto Santiago como Dantón se formaban en los lugares de la aurora y eran ambos «altas vasijas» para el prometedor silencio de dos vidas nacientes. Hasta entonces ella había creído en las personas, mayores que ella o contemporáneas a ella, como seres inteligibles. Sus hijos eran, prodigiosa, aventuradamente, un misterio. Se preguntó si ella misma, en algún momento de los años con Laura Díaz, había resultado tan indescifrable para sus parientes como ahora sus hijos le resultaban a ella. Buscaba en vano una explicación de quienes podían entenderla, María de la O, que sí había vivido en un extremo de la vida, la frontera sin noche o día del abandono, o su propio marido Juan Francisco, de quien sólo conocía, primero, una leyenda, luego un mito desvirtuado y al cabo, un rencor antiguo conviviendo con una resignación razonada.

Las alianzas entre padres y hijos se fortalecieron, a pesar de todo, de manera natural; en cada hogar hay gravitaciones tan incontenibles como las de los astros que no caen, le explicó Maura un día, precisamente porque gravitan los unos hacia los otros, se apoyan, se mantienen íntegros a pesar de la fuerza tenaz, incontenible, de un universo en expansión permanente, desde su inicio (si es que lo hubo) hasta su final (si es que lo tendrá).

– Gravedad no es caída, como se cree vulgarmente, Laura. Es atracción. La atracción que no sólo nos une. Nos engrandece.

Laura y Santiago se apoyaban mutuamente: el proyecto artístico del hijo encontraba una resonancia en la franqueza moral de la madre, y el regreso de Laura a un matrimonio frustrado se justificaba plenamente gracias a la unión creadora con el hijo; Santiago veía en su madre una decisión de ser libre que se correspondía con el propio impulso del hijo, pintar. El acercamiento entre Juan Francisco y Dantón, en cambio, se apoyaba primero en cierto orgullo masculino del padre, éste era el hijo parrandero, libre, bravucón, enamorado, como en las películas muy populares de Jorge Negrete que los dos iban a ver juntos a cines del centro, como el recién estrenado Palacio Chino en la calle de Iturbide, un mausoleo de pagodas de papier-maché, Budas sonrientes y cielos estrellados -sine qua non- para una «catedral fílmica» de la época, el Alameda y el Colonial con sus remembranzas virreinales churriguerescas, el Lin-davista y el Lido con su pretensión hollywoodesca, «streamlined» como decían las señoras de sociedad de sus ajuares, sus coches y sus cocinas. Le gustaba al padre invitar al hijo a darse una empapada de desafíos al honor, proezas a caballo, pleitos de cantina y serenatas a la noviecita santa -los dos se derretían con la mirada de noche líquida de Gloria Marín- quien antes le había rezado a la Virgencita para que el macho «cayera». Porque un charro de Jalisco, aunque creyera que él hacía rendirse a la mujer, era siempre, gracias a las artes de la mujer, el que se rendía, pasando por las horcas de la virginidad devoradora de una legión de señoritas tapatías llamadas Esther Fernández, María Luisa Zea o Consuelito Frank.

Dantón sabía que su padre iba a gozar las historias de cantinas, desafíos y serenatas que, a nivel suburbano, repetían las hazañas del Charro Cantor. En la Prepa, lo castigaban por estas escapadas. Juan Francisco, en cambio, se las celebraba y el hijo se hacía cruces imaginando si su padre añoraba aventuras de su propia juventud o si, gracias al hijo, por primera vez, tenía la juventud que le faltó. De su pasado más íntimo, Juan Francisco nunca hablaba. Si Laura apostaba a que con su hijo menor el marido revelara el secreto de un origen, nunca fue así, había una zona reservada de la jornada vital de López Greene, y era el despertar mismo de su personalidad: ¿había sido siempre el líder atractivo, elocuente y bravo que ella conoció en el Casino de Xalapa cuando era una muchacha de diecisiete años, o había algo antes y detrás de la gloria, una censura que explicase al hombre parco, indiferente y miedoso que ahora vivía con ella?

Al hijo mimado lo instruía Juan Francisco en la historia gloriosa del movimiento obrero contra la dictadura de Porfirio Díaz. Desde 1867, cuando cayó el imperio de Maximiliano -mira no-más, hace apenitas más de medio siglo-, Juárez se encontró en la capital con grupos bien organizados de anarquistas entrados subrepticiamente con las tropas húngaras, austríacas, checas y francesas que apoyaban al archiduque Habsburgo. Se quedaron aquí cuando los franceses se fueron y Juárez mandó fusilar a Maximiliano. Se habían reunido en «Sociedades de Resistencia», formadas por artesanos. Desde 1870 se constituyó el Gran Círculo de Obreros de México, luego el grupo secreto bakunista La Social celebró, en 1876, el primer congreso general obrero de la República Mexicana.

– Ya ves, hijo, que el obrerismo mexicano no nació apenas ayer, aunque tuvo que luchar contra añejos prejuicios coloniales. Había una delegada anarquista, Soledad Soria. Quisieron vetarla porque la presencia de una mujer violaba los antecedentes, dijeron. El Congreso llegó a tener ochenta mil miembros, te das cuenta. De qué enorgullecerse. Con razón Díaz empezó a reprimir, culminando con la terrible represión contra los miembros de Cananea. Don Porfirio comenzó a reprimir allí porque los grupos americanos que dominaban a la compañía de cobre enviaron desde Arizona casi cien hombres armados, los rangers, a proteger la vida y la propiedad americana. Es la cantinela de siempre de los gringos. Invaden un país para proteger la vida y la propiedad. Los mineros también querían lo de siempre, jornada de ocho horas, salarios, techo, escuelas. Ellos también querían tener vida y propiedad. Los masacraron. Pero la dictadura se cuarteó allí mismo para siempre. No calcularon que una sola cuarteadura puede derrumbar todo un edificio*.

A Juan Francisco le encantaba tener un escucha atento, su propio hijo, para rememorar estas historias heroicas del obrerismo mexicano, culminando con la huelga textil de Río Blanco en 1907, donde el ministro de Hacienda de Díaz, Yves Limantour, apoyó a los patrones franceses a fin de prohibir libros no censurados y requerir pasaportes de entrada y salida de la fábrica, como si fuera otro país, consignando en ellos la historia rebelde de cada obrero.

– Otra vez fue una mujer, de nombre Margarita Romero, la que encabezó la marcha a la tienda de raya y le prendió fuego. El ejército entró y asesinó a doscientos trabajadores. La tropa se concentró en Veracruz y es entonces cuando yo llegué a organizar la resistencia…

– ¿Y antes, papá?

– Yo creo que mi historia empieza con la Revolución. Antes no tengo biografía, hijo.

Llevó a Dantón a las oficinas de la CTM, un cubículo donde Juan Francisco recibía llamadas que terminaban siempre con un «sí señor», «como usted diga», «usted manda, señor», antes de que Juan Francisco se marchase al Congreso para pasarle las consignas de la Presidencia y las Secretarías de Estado a los diputados obreristas.

En esto se le iba el día. Pero en el trayecto de las oficinas de la central obrera a la Cámara y de vuelta a la oficina, Dantón vio un mundo que no le gustaba. Todo parecía una gran feria de complicidades, una pavana de acuerdos dictados desde arriba por los verdaderos poderes y repetida acá abajo, en el Congreso y los sindicatos, de manera mecánica, sin discutir o dudar, sino en un círculo interminable de abrazos, palmadas en los hombros, secretos al oído, sobres lacrados, risotadas ocasionales, leperadas que tenían la obvia intención de rescatar la hombría maltrecha de los líderes y diputados, citas constantes para grandes comilonas que podían culminar a la medianoche en casa de La Bandida, guiños de tú-me-entiendes para cuestiones de sexo y de lana, y Juan Francisco circulando a su vez entre todos.

– Son instrucciones…

– Es lo más conveniente…

– Claro que son tierras comunales, pero los hoteles en la playa le van a dar chamba a toda la comunidad…

– El hospital, la escuela, la carretera, todo integra mejor su región, señor diputado, sobre todo la carretera que va a pasar junto a su propiedad…

– Bueno, ya sé que es un capricho de la señora, vamos dándole gusto, ¿qué perdemos?, el señor secretario nos lo va a agradecer de por vida…

– No, hay interés superior en detener esta huelga. Eso se acabó, ¿me entiende usted? Todo se puede obtener mediante las leyes y la conciliación, sin pleitos. Dése cuenta, señor diputado, que la razón de ser del gobierno es que en México haya estabilidad y paz social. Eso es lo revolucionario hoy.

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