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Los embajadores de Francia e Inglaterra, incomodados por las victorias federales en tierra yagua, dirigen una intimación al Gobierno el 15 de noviembre de 1842, para que cese la guerra. Este pedido es reiterado al día siguiente en otra nota. Poco después se agrava la situación de los unitarios: el general Oribe (aliado de Rosas) vence a Rivera e invade el Uruguay con su ejército, investido con el título de Presidente legal de la República. Brown se presenta ante Montevideo y opera contra embarcaciones y posiciones costeras. Respondiendo a esta ofensiva en tenaza de los federales, se forman en el Uruguay legiones de extranjeros armados, entre las que se destacan los vascos, catalanes, franceses y unitarios argentinos. El bloqueo de Brown es molestado y violado por los jefes de la escuadra anglofrancesa. La guerra es cada vez más confusa, hipócrita y sangrienta.

Pero el almirante no extravía sus principios: ha afirmado que "a Lucifer mismo debemos servir con sinceridad, si hemos comprometido la palabra". Se entera de que ha fallecido en Montevideo el general Martín Rodríguez, considerado "salvaje unitario" aunque la patria le debe grandes servicios. Entonces ordena poner a media asta las banderas de todos los mástiles. Un oficial le pregunta si no teme las consecuencias que originará el inoportuno homenaje. Brown lo mira a los ojos.

– En este momento ignoro si el muerto era amigo o enemigo de Rosas. Sólo sé que fue un gran patriota, un gran corazón y un ciudadano insigne, y ése es al que honro.

En enero de 1845 escribe al Restaurador "para hacerle presente el estado de desnudez en que se hallan los oficiales, tripulaciones y guarniciones de los buques a mi mando".

Los roces con la escuadra anglofrancesa, especialmente con el almirante británico Purvis, se toman peligrosos. Purvis le advierte que un conflicto entre sus respectivas flotas puede colocarlo bajo la ley que declara piratas a súbditos británicos que atacan la bandera de su propio país… Este golpe ruin afecta la sensibilidad del viejo marino. ¡Ahora le recuerdan su carácter de súbdito británico, cuando han hecho todo lo posible para despedazarlo en cuerpo y alma! ¿No lo vienen persiguiendo desde chico? ¿No arruinaron su pueblo, su familia, la vida de sus parientes? ¿No lo convirtieron en botín, robaron su heroica Hércules y casi dejaron morir de fiebre y de sed en las Antillas? ¿Le llaman súbdito británico después de haberle infligido cien heridas y humillaciones?

– ¡Malditos, canallas!

Retornan los espíritus malignos. Es la locura que asusta a Elizabeth. Brown está hosco y a menudo delira. Cuando le sirven de comer, devuelve los platos temiendo que los hayan envenenado y pide a uno de sus muchachos que le dé su modesta carne asada y una simple jarra de vino. Los espíritus redoblan su tormento por las noches. Brown suda, se levanta desorbitado: si quieren matarme, entonces ¡peleen!, pero no así, ¡asesinos perversos!, ¡cobardes! Apoya el oído en la pared, mira con la vista excitada. Los gigantes transparentes le susurran: ¡renegado!, ¡vendido! Brown los corre por el camarote a puñetazos. Sale al aire rielado por la luna con el rostro transido de dolor. Lleva la gorra ladeada; sus hombres comprenden que se desarrolla un combate en su cabeza y, respetuosamente, se apartan de su camino, desvían los ojos.

Se aproxima el término de sus servicios.

El ministro Felipe Arana, en nombre de Juan Manuel de Rosas, le ordena regresar a su fondeadero para evitar un choque armado con los insolentes de ultramar, que reportarían grandes y estériles sacrificios. Pese a ello se producen varios incidentes. Un tiro de cañón perfora el buque General San Martín . La escuadra argentina es apresada por la abrumadora fuerza extranjera: sus tripulantes son obligados a dejar las naves y son remitidos en lanchones a Buenos Aires. Es una derrota categórica, una derrota que produce vergüenza. Una derrota que parece la bofetada de un adulto a un jovenzuelo díscolo.

Guillermo Brown trepida de horror e impotencia. Abatido por el bochorno, permanece veinticuatro horas en el Fulton , que lo devuelve a Buenos Aires. En el minucioso informe que eleva sobre esta desgracia naval, afirma que "tal agravio demanda imperiosamente el sacrificio de la vida con honor". Está enojado por haber obedecido: sólo la subordinación a las órdenes superiores "para evitar la aglomeración de incidentes que complicasen las circunstancias, pudo resolverme a. arriar un pabellón que por treinta y tres años de continuos triunfos, he sostenido con toda dignidad en las aguas del Plata".

A pesar de que "le robaron la escuadra" -como repite enfurecido- lo reciben en Buenos Aires con una salva de diecisiete cañonazos. Una multitud lo vitorea para manifestarle solidaridad en esta luctuosa ocasión.

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