Guillermo Brown considera que no hay tiempo para ejercicios. Despliega su insignia en la fragata Hércules y parte hacia un encuentro audaz con la indominable escuadra realista comandada nada menos que por el bravo capitán de navío Jacinto de Romarate. Romarate había luchado a las órdenes de Liniers contra las invasiones inglesas y realizó una heroica y tenaz defensa de Buenos Aires. No entendió la Revolución de Mayo, a la que consideraba una enojosa sublevación. El fue quien destruyó la primera flotilla patriota y envió a prisión al enloquecido Azopardo. Su acendrada lealtad a Fernando VII no le permitiría ceder el control de las aguas.
El combate empieza el 10 de marzo y se prolonga hasta la mañana siguiente. Brown pretende apoderarse de la isla Martín García, pórtico de los ríos interiores. Las baterías escupen sus descargas y una densa humareda va cubriendo el campo de acción. La Hércules , empujada por los disparos enemigos, encalla en un banco de arena. Enseguida se convierte en el blanco principal de los españoles. Durante horas soporta una metralla inacabable. Sobre cubierta cae ensangrentada una cuarta parte de sus hombres. Los marinos españoles, formados en la Real Armada, corroboran su franca superioridad sobre las sucias y torpes fuerzas de las Provincias Unidas.
Mientras la Hércules se afana por liberarse del banco, el resto de la escuadra patriota se empeña en hostilizar a Romarate para sacarlo del lugar. Benjamín Seaver y otros oficiales son barridos por las balas. Comienza la lista de nuestros mártires navales. El cirujano Bernardo Campbell no alcanza a socorrer a tantos heridos, ni posee los elementos necesarios para desinfectar heridas o entablillar fracturas. Con los ojos fuera de órbitas, hinchado de rabia, denuncia que "varios de nuestros hombres más valientes estarían aun vivos quizá, si hubiesen existido a bordo los medios con qué socorrerlos. No los había, y nuestro botiquín era más apropiado para alguna vieja o para enfermos de consunción, que para marineros (…) que sólo necesitan aquellos remedios indispensables para curar heridas, accidentes, de los cuales no se nos ha provisto; pudiendo afirmar con seguridad que una onza de tela emplástica con un poco de seda para ligaduras, habría sido de mayor utilidad a este buque, que el botiquín entero".
Al caer la noche cesan los disparos. Sobre la cubierta del Hércules yacen decenas de hombres muertos o heridos. Brown camina entre los moribundos, distribuye agua y ron, pronuncia palabras de aliento. Teme haber empezado mal su carrera. Pero no está dispuesto a retirarse: logrará la victoria: Le aconsejan volver a puerto para reparar las averías.
– No. Que prosigan los esfuerzos para reflotar la nave; que se pidan tropas frescas a Colonia.
No pega los párpados en toda la noche. Hace un balance de las pérdidas, reflexiona sobre el poderío del adversario que seguramente aumentará en las horas que faltan hasta el amanecer. Sus hombres son, en su mayoría, hombres de tierra. Se adaptará a la realidad. Confecciona un plan y lo comunica a sus oficiales. A las cuatro de la madrugada se desprenden numerosos botes que se desplazan en silencio hacia la costa. Es un desembarco temerario bajo la protección de los negros tules que aún flotan sobre el río. Pero la pupila alerta de los vigías españoles descubre la maniobra y abren fuego. Los tules negros son destruidos por el resplandor de los fogonazos. Los patriotas huyen del ventarrón de proyectiles. Caen en la playa, algunos trepando la colina. Al desastre naval de la víspera se añadiría el terrestre. El avance queda bloqueado.
Brown no duda ya. Corre hacia el tambor y el pífano y ordena que toquen el Saint Patrick' s Day in the morning . La tropa se estremece y a viva fuerza, con impulso arrollador, consigue tomar la plaza de Martín García.
Romarate, que ya había gastado casi todas sus municiones, prefiere alejarse hacia Montevideo. Los argentinos prorrumpen en una gritería ensordecedora. Agitan pañuelos, vendas, manos, banderas, se abrazan, cantan, aúllan. La Hércules puede ser reflotada y, ebria de gozo, se dirige a Colonia para su reparación. Los sobrevivientes están aturdidos. Ganaron a costa de mucha sangre. Se inmolaron ciento diez vidas y se perdieron cuatro jefes: Benjamín Seaver, comandante de la Julieta y candidato rival de Brown; Elías Smith, comandante del buque insignia; Martín Jaumé, jefe de las fuerzas de desembarco y Roberto Stacy, ayudante de Brown. Victoria arrancada con el propio despedazamiento. De las ciento diez víctimas, la mitad era criolla y la mitad extranjera.
Buenos Aires festeja el triunfo de Martín Carda y pide a Brown que dé caza al temido Romarate. Brown responde que no se dispersará en acciones inútiles: su objetivo es la liberación de Montevideo, no Romarate. Sin esa fortaleza Romarate estará perdido. Insiste en su punto de vista ante Larrea y el Consejo de Estado. Trata de persuadir a Posadas. No es fácil: son tan lábiles ante el éxito -que tanto necesitaban- que pierden de vista la meta fundamental.
El casco cribado de la fragata Hércules se repara con cueros negros de vacuno; su curioso aspecto le vale un nuevo nombre: "la fragata negra". Brown obtiene más embarcaciones. Ha inyectado optimismo en Buenos Aires. Cuatro años atrás, exactamente, se habían proferido los primeros gritos de libertad en un clima de euforia, que pronto se reinstalará. Pero antes, la Revolución demandará otro holocausto.
Jacinto de Romarate, tenaz y astuto, había fondeado en Arroyo de la China, donde reorganizó y reaprovisionó sus buques. Una pequeña fuerza patriota le da alcance, engañada sobre su capacidad de resistencia. El bravo español apostó cañones en la costa y aguarda como un tigre agazapado. Dos naves perseguidoras encallan y se convierten en el blanco de un ataque devastador. Muere el comandante patriota. Muere el que lo reemplaza. Muere el que reemplaza al reemplazante. El cuarto cae herido. El que manda la goleta Carmen vuela con las astillas de su buque.
El revés no perturba demasiado el ánimo de Brown. Aspira al encuentro definitorio. La escuadra enemiga lo obsesiona. Es superior en pertrechos y entrenamiento. No importa. Irá a desafiarla. Pero con un plan: atraerla hacia las aguas profundas, luego interponerse entre ella y la costa, bloqueándole la retirada.
– Y accionaré todos los cañones.
Los habitantes de Buenos Aires fluctúan de humor. Al alborozo de Martín García sigue la congoja por Arroyo de la China. El abatimiento se transforma en alacridad y el regocijo en tribulación. El temple de Brown y su empeño en derrumbar la fortaleza de Montevideo reflota el entusiasmo. Lo reflota un poco. Es más fuerte el deseo de victoria que la esperanza. Una multitud se derrama por la Alameda para despedir a los valientes. El atardecer espolvorea con rosas las azoteas y los campanarios desde donde se estiran brazos y cabezas. Vitorean al héroe de Martín García que, enhiesto en popa, contempla al pueblo exaltado; viste su uniforme de gala, como si navegase a una recepción y no al fiero combate. Empiezan a cantar el Himno. Retumba el cañón. El Gobierno ruega por el éxito, pero duda del éxito. Las cinco naves con las velas desplegadas como redondas alas blancas, marchan hacia el horizonte que se tiñe de rojo, preludiando la carnicería.
Días después emerge ante Montevideo, en línea de combate, la insolente flotilla patriota comandada por Brown. La ciudad ya se habituó al bloqueo terrestre. No era grave porque a través del agua llegaban víveres y hombres. Pero el desafío de este pentagrama náutico llegado desde Buenos Aires cambia la situación. A partir de ahora el sitio de Montevideo es total. Se interrumpe el aprovisionamiento y quedan cortadas las comunicaciones. La pretensión de las Provincias Unidas no se conforma sino con la rendición de la plaza. Y el jefe realista no está dispuesto a entregarse hasta que ardan los cimientos donde pisa: que se convierta en otra Troya, primero bloqueada, y después arrasada.
El cerco se torna asfixiante. Ni siquiera los pescadores se animan a internarse en el río para no ser baleados por las naves criollas. En Montevideo comienza a faltar comida. Aparece un foco epidémico que se irradia peligrosamente. Se multiplican los menesterosos que apenas pueden atender, el Cabildo, la hermandad de Caridad y el abnegado fray Ascalza, llamado "ángel protector de la indigencia". Los adictos fanáticos a Fernando VII se inquietan; es imperioso romper el sitio cuanto antes. ¿Se puede tolerar que cinco naves tripuladas por gauchos y delincuentes inhiban a la mejor escuadra española del Atlántico sur? ¿Qué esperan para salir a su encuentro y despedazarlos?
Los buques realistas por fin despliegan los paños y se lanzan bravíamente al ataque. Romperán el collar en su eslabón débil, que ya han podido detectar. Pero, ¿qué hacen los sitiadores? En lugar de ofrecer batalla giran para huir. ¿Es verosímil? ¿Para esto vinieron a Montevideo? Claro: fue una baladronada. ¡Fanfarrones! Una súbita algazara estremece a los buques españoles: les daremos un escarmiento. Inician la persecución.
La escuadra patriota fuga mar adentro, seguida por la realista. Pero no efectúa una huida recta: Brown traza una amplia semicircunferencia para alejar a sus enemigos de la costa. Cuando gana el barlovento vira con rapidez, les corta el avance y enfrenta con los cañones. Antes que descubran su táctica vomita un alud de proyectiles. Ruedan cuerpos, se parten mástiles, se abren boquetes en los flancos, las velas se desgarran y una densa humareda se extiende en varias millas a la redonda. La lucha, con altibajos, se prolonga varios días. Los impactos llegan a ser brutales. Hay poco viento, lo cual impide la adecuada movilización de las naves. El enfrentamiento, cruel y agotador, no se define. Aunque ya es gratificante para Brown que su desarrapada tropa pueda contener a las fuerzas realistas. Pero no basta: se muda a la sumaca Itatí , cuyo escaso calado le brinda más agilidad. Romperá la peligrosa indecisión del combate: se acerca a un bergantín, abre fuego y produce numerosas bajas. Se movilizan las posiciones. Es necesario modificar los flancos. La sumaca sufre importantes averías. El retroceso de un cañón le quiebra una pierna. Y Brown cae junto a la cureña.
¡Han herido al comandante! Sus subordinados quieren dar la alarma. Brown, con una mueca, les ordena callar. Que le apliquen un vendaje provisorio. Aún puede seguir, que no detengan el fuego. Sus oficiales creen que delira y lo llevan de regreso a la fragata Hércules , donde lo asiste el doctor Campbell.
– No, no delira -dice el médico empapado en sangre y sudor.