Cuando, ya cerca de la capital del Perú, se reúne otra vez la magra escuadrilla, Brown explica su plam. Es muy osado. Su éxito justificará todo el crucero.
En la ruta habían apresado un bergantín, al que quitaron los palos y transformaron en pontón y hospital. A demás lograron hundir varias naves. Su irrupción inesperada en una jurisdicción que hasta entonces gozaba del control realista, ha expandido una onda de perplejidad. Pero mayor es la perplejidad cuando se comprende que el propósito de los corsarios es atacar el mismo corazón del poder español: la fortaleza del Callao. "A primera vista -dice Amunátegui- parece que sólo a un loco se le ocurriría acometer con cinco buques estropeados y faltos de tripulación, al más importante de los establecimientos españoles en la América del Sur: el Callao, defendido por esos célebres castillos cuyos poderosos medios de resistencia pueden calcularse por su excesivo costo, que hacía preguntar a Carlos III si estaban construidos de piedra o de plata; el Callao, defendido por 150 cañones colocados en tan fuertes baterías que de sus bocas partió el último tiro en favor de la Metrópoli: el Callao, en fin, defendido más que por todo esto, por su fama de inexpugnable". Las bocas de fuego eran de diverso calibre y estaban emplazadas en la bahía de tal forma que podían cruzarse y hacer blanco en un mismo punto desde distintos ángulos.
Brown espera la noche. Cena con su cuñado Walter; la inminencia del ataque no altera sus nervios de bronce. Pide que no enciendan las bujías y, cubierto por la oscuridad, hace vela hacia la costa. Las naves se detienen a prudencial distancia. Próximas unas de otras, parecen animales negros durmiendo sobre el acunamiento del mar.
Con sigilo descienden los botes sobre las recias oleadas. Al frente, un racimo de luces denuncia las fortificaciones del Callao; los castillos San Miguel, Real Felipe y San Rafael se yerguen imponentes. Los remos golpean sobre los lomos espumosos mientras los hombres, apretados, acarician sus armas. A medida que se acercan, el racimo de luces asciende. En lo alto de las murallas caminan los centinelas. Las oscuras manchas atestadas de patriotas ya estarían al alcance de los disparos realistas. Pero no han sido vistos, felizmente. Desembarcan a un costado del puerto. Aún reina la tranquilidad. Guillermo Brown en persona encabeza la expedición. Ordena avanzar a la carrera y con la bandera desplegada.
Súbitamente un fuego mortífero se desparrama sobre la ciudad y los buques amarrados en el puerto. La sorpresa paraliza a los realistas. Se produce la confusión de la defensa, que no atina a establecer el origen de los disparos. No sospechan que los enemigos están en tierra, junto a ellos. Desde lo alto buscan en lontananza, sobre las aguas. Los españoles se balean entre sí: desde los fuertes contra las naves que a su turno responden a la agresión de los cañones en tierra. Tapias, carretas, pilas de leña y cajones sirven de parapeto a los argentinos que ya han logrado provocar el espanto. Pero la oscuridad es también desfavorable a los invasores, provocando el extravío de algunas columnas. Brown advierte que no puede realizar el asalto apetecido y ordena la retirada. Los cinco animales negros aguardan en el mismo lugar.
En cubierta se hace el recuento y celebran con regocijo la acción no ha provocado bajas.
Antes del amanecer toda la población del Callao y Lima ha entrado en efervescencia. Abundan heridos, boquetes en varias naves, graneros carbonizados. Desde muchos puntos se levanta la humareda y a poca distancia, en línea de combate, los buques corsarios con la bandera de las Provincias Unidas en el tope de los mástiles.
Accionan las baterías para expulsarlos. Se entabla un nutrido cañoneo. La arboladura de una fragata realista comienza a tambalearse y luego a hundirse. Los intrusos consiguen realizar tremendos impactos sobre edificios y otras embarcaciones adicionales. La consternación aumenta provocando indisciplina y deserciones. Nunca se había producido una situación tan crítica en el Callao. La imponente fortificación, aún alterada por la sorpresa, no consigue organizar una respuesta adecuada. Los oficiales corren de uno a otro puesto frenando el caos, impartiendo órdenes. Mientras, los corsario s avistan la fragata Consecuencia procedente de Cádiz y, antes que pueda virar para darse a la fuga, la abordan y capturan con su valioso cargamento intacto. Brown hace prisioneros a numerosos oficiales y también a personalidades que iban a encargarse del gobierno de la provincia de Guayaquil.
Sus naves tienen instrucciones de no brindar descanso a las confundidas líneas terrestres. Al caer la noche Brown desembarca en la isla de San Lorenzo con, varias cajas llenas de faroles y tinajas de combustible. Enciende luces a un costado del muelle. No es suficiente, opina: que se utilicen todos los faroles. La isla se llena de luminarias. En lugar de cinco, parece como si hubieran arribado cincuenta naves. Mientras los oficiales realistas contemplan atónitos el crecimiento de ojos resplandecientes, varios botes atestados de guerreros se introducen entre los buques anclados en el Callao. Un centinela descubre un par de embarcaciones, apenas visible a través de la densa penumbra.
– ¡Quién vive!
Una voz lo tranquiliza:
– ¡Ronda!
El centinela se inclina para ver mejor. No son dos, sino cuatro, seis, ocho botes. Da la alarma y empieza el tiroteo. El capitán Walter Chitty lanza los ganchos hacia una cañonera para el abordaje. Sus hombres trepan como cucarachas por los costados. La cañonera es defendida por medio centenar de soldados que apuñalan a los invasores antes que puedan saltar sobre cubierta. Pero Walter Chitty ya está adentro. Se traba un combate cuerpo a cuerpo y consiguen acorralar a los españoles, muchos de los cuales se arrojan al agua. Chitty es herido; pero la cañonera está ganada.
– ¡A sacarla fuera del puerto! ¡Pronto, pronto!
La cañonera no se mueve, qué diablos ocurre. Los bravos marinos insisten. Desde un buque de alto porte que está junto a ellos como una muralla negra abren fuego. Chitty se oprime la herida para detener la hemorragia: qué ocurre, maldición. La metralla barre con algunos de sus hombres. La cañonera parece clavada. Un oficial salta a su lado: es imposible, está encadenada a la popa de este buque; no la podemos zafar.
– ¡A retirarse, entonces!
La pasividad del personal marinero realista induce al Jefe de la plaza a ofrecer cien pesos a cada hombre que monte unos lanchones planos para ir al encuentro de la flotilla corsaria. Inútil. El terror y el asombro han inhibido el formidable bastión de la Metrópoli. No alcanzan tentaciones ni amenazas para desplegar un contraataque suficientemente enérgico.
Y ocurre lo impensable. Durante veintitrés días tremola el pabellón de las Provincias Unidas del Río de la Plata ante la humillada fortaleza. Por la costa y los campos, hasta Lima y más lejos aún, se expande la noticia de que los revolucionarios venidos de las pampas sureñas cuestionan la inexpugnabilidad de las bases realistas. Un renovado impulso de liberación vuelve a encenderse entre los habitantes del Perú.
Bajo las narices de los torreones españoles Brown apresa la fragata Candelaria que trae sus bodegas henchidas de granos. Podría lograr otros éxitos menores, pero su objetivo era conquistar el Callao, objetivo aún imposible, pese a las hondas lastimaduras infligidas. Si hubiese podido hablar con su tío, a quien tanto le gustaban los ejemplos de la Biblia para estimular el sentimiento emancipador de los irlandeses, hubiera recibido este consuelo: tú eres como el Bautista, que anuncia y prepara el camino del Libertador, que ya viene detrás de ti.
Decide levantar el bloqueo y enfilar hacia Guayaquil. Para engañar a los realistas, pone proa hacia el sur. Durante la noche, y a buena distancia de los catalejos, vira en redondo hacia el norte. La escuadra española, recompuesta y furiosa; emprende la búsqueda de Brown en el sentido equivocado.