En su cámara revisa los informes sobre los movimientos de la escuadra enemiga. La magnífica fragata imperial Nictheroy flota en la rada de Montevideo. Brown urde un golpe psicológico que lo reponga del descalabro. Escribe, tacha, dibuja, suma, resta, y por fin decide acometer el abordaje de la fragata. Elige los hombres, transmite sus instrucciones y hace distribuir los elementos: machetes, arpones, hachuelas, granadas de mano y camisetas blancas que los marineros deberán ponerse sobre los uniformes para evitar la confusión en la oscuridad. También lleva herreros para cortar las cadenas que tengan amarrado al buque y timoneles baquianos.
Sale de Buenos Aires con sigilo. Otea en derredor y cree no haber sido descubierto. Evita los catalejos enemigos y navega hacia su meta por los recodos secretos que le ha confiado el río ancho y misterioso. Aprovecha una noche fuliginosa para deslizarse hacia el fondeadero. Los faroles débiles como trémulas flores amarillas denuncian a las embarcaciones del Brasil. Pasa en silencio junto a siete naves de guerra cuyos contornos apenas se traslucen en la penumbra. Llega a la popa de una gran fragata, que se bambolea suavemente. Duda. ¿Será la Nitcheroy ? Está rodeado de enemigos flotantes, que por ahora duermen. Para no suscitar sospechas, hace bocina con la mano y pregunta en inglés:
– What vessel is that ? [2]
Una voz metálica le contesta al cabo de tres segundos: -That is nothing to you [3] .
¿Será entonces la fragata Doris , inglesa? Camina hasta donde lo espera el capitán de su buque.
– ¿Será ésta la fragata inglesa o la enemiga que estamos buscando?
Su capitán se rasca el mentón, dudando también.
– Este es el fondeadero de la Doris , si no me engaño, y también de la corbeta americana Cyano , según notamos el otro día… Es raro que no haya pronunciado el ¡quién vive!
– Es verdad, muy raro.
El secretario de Brown se permite gastarle una broma: -Señor, a juzgar por la altanería de la respuesta que le han dado, este buque tiene que ser inglés.
Brown inclina su busto sobre la borda para perforar las tinieblas. Este inconveniente altera sus cálculos. ¡Qué absurdo abordar ahora una nave de Gran Bretaña! Le armarían un escándalo político y sería una vergüenza militar.
Sólo oye el batir de las olas contra los flancos; no hay voces ni movimiento de la gente. Tanto silencio también es sospechoso. Mira su reloj: medianoche. La pesada quietud es destruida por el canto de un gallo, al que siguen los ladridos de un perro. Tomás Espora, con los maxilares contraídos, se acerca a Brown.
– Juro que esta fragata es brasileña, porque ningún buque inglés consiente perros ni gallos a su bordo, ni que sus centinelas omitan dar el grito de alarma al que se acerque.
Brown es sacudido por la observación de Tomás Espora y pregunta de nuevo.
– What vessel is that?
Pero ya nadie contesta. El único farol de la misteriosa fragata alumbra tenuemente el velamen recogido y porciones de cubierta, completamente vacías. La luna en cuarto menguante se tapa con un velo morado, negándose a mirar el estallido que se avecina. Los marinos tienen puesta la camiseta blanca sobre el uniforme y aferran en sus manos los instrumentos de abordaje. Esperan la orden. Brown se instala en su puesto, la 25 de Mayo rebasa al buque desconocido, vira a estribor y dispara resueltamente fuego de mosquetería. El buque fantasma adquiere súbita vida y responde con furiosas andanadas. El resplandor de los disparos denuncia su identidad: es la fragata brasileña Emperatriz .
Brown ordena al timonel hundirle el bauprés para tener ventajas en el abordaje, pero el bergantín argentino Independencia, ignorando sus propósitos -¡otra vez las fallas de la coordinación!- se interpone para intentar un abordaje directo; el oficial Murguiondo, ebrio de entusiasmo, tira su gorra a la cubierta de la Emperatriz como un guante de desafío. Pero frustrada la embestida de Brown y puesto en alarma el resto de la escuadra imperial, ni uno ni otro pueden fijar los ganchos y saltar a la codiciada fragata.
Mientras, en el puerto de Montevideo suena la generala, se encienden las luces y desde las fortificaciones empiezan los disparos. El comandante de la Emperatriz , Luis Barroso Pereira, cae perforado por la metralla: es el marino brasileño de mayor graduación que perecerá en esta guerra. Convertida la Emperatriz en un inmenso tizón y habiendo provocado el pánico en la ciudad, Brown ordena el regreso.
No consiguió sU objetivo inicial; aún le es retaceada la victoria. Pero tiene la certeza -y la, pétrea voluntad- de alcanzada. Por lo menos ha convencido al Brasil de que no le resultará apacible el dominio de la Banda Oriental ni perfecto el bloqueo de Buenos Aires.