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– Pronto le enviaré mis Memorias -dice el anciano-; quiero terminadas antes de emprender el gran viaje hacia los mares de la muerte.

Mitre está deslumbrado por su "sublime majestad", por esa "noble figura que se levantaba plácida después de tantas borrascas… aquella serenidad de alma, sin ostentación, sin amargura ni pretensiones (…) Tenía ante mí algo más que un héroe".

Las Memorias lucen un estilo descarnado. No es su autobiografía, sino la crónica de los grandes acontecimientos que protagonizó. Su imbatible modestia no le permite escribir en primera persona. En las Memorias Guillermo Brown es un personaje, un personaje más, con dificultades, pasiones y angustias, que encabeza rumbos de libertad. El relato empieza en 1813 y termina en 1828. Ni cuenta sus orígenes ni cuenta la guerra civil. Calla sus orígenes porque es un pasado personal, calla la guerra civil porque es un pasado de horror. De su mente ya se han borrado los espíritus malignos, el miedo al envenenamiento, las voces abominables. Está provisto de la sabiduría heredada y la sabiduría ganada. Su letra es comprensible y uniforme; su ortografía impecable; su pensamiento agudo. Evita la apología y la retórica. Pero dedica palabras de afecto a los valientes, entre ellos Espora, Rosales, Seguí, Drummond.

Su hijo Eduardo muere en la quinta de. Barracas el 31 de diciembre de 1856. Por primera vez su cuerpo de lanza se dobla para siempre. Es un impacto desolador. Aumenta su fatiga. El médico le prescribe mucho reposo. Los oficiales que sirvieron a sus órdenes lo visitan con frecuencia. El gobernador Obligado se interesa semanalmente por su salud. Brown merodea los ochenta años.

El capitán Murature le conversa junto al lecho. Cuando se levanta, el almirante lo aferra por la manga.

– Querido José, comprendo que pronto he de cambiar de fondeadero -esboza la sonrisa pícara que lo llena de luz y bondad-…pero no se preocupe: ya tengo el práctico a bordo.

De su lado no se apartan los hijos que quedan: Martina y Guillermo. Elizabeth lo asiste con su amor damasquinado por ausencias y reencuentros, temores y regocijos. En los aguaribayes se entreveran los tordos y jilgueros y por las tardes, cuando se abren las puertas y ventanas, penetra la brisa con el polen de la pampa. Navegan los bajeles por el ancho río y algún catalejo, desde las alturas de un mástil, detecta el amarillo promontorio de Barracas donde agoniza un santo de las aguas.

El 3 de marzo de 1857 la cabeza nacarada se inmoviliza para siempre. Los pájaros se alborotan. Ha muerto el navegante que cuadriculó las aguas del mundo, desde Foxford a Filadelfia, desde el Atlántico al Rhin, desde el Támesis al Plata, desde el cabo de Hornos a las Galápagos, desde el Guayas a las Antillas. Comienzan a afluir paisanos. Notables. Amigos. Religiosos. Oficiales. El gobernador de Buenos Aires firma un decreto de honores. Una comisión de homenaje se presenta en la casa mortuoria, integrada, entre otros, por Francisco Seguí, héroe de Juncal. El ejército está representado por los generales Ignacio Álvarez Thomas, Juan Madariaga y el coronel Julián Martínez.

El cadáver es vestido con lienzos blancos y cubierto con un sudario de seda. La capilla ardiente se instala en la modesta sala de su vivienda. Un oficial y cuatro marineros montan guardia. Los cirios iluminan el amado rostro al que una caravana incesante mira por última vez. Sobre la tapa del ataúd se graba una inscripción escueta que repara el viejo y prejuicioso agravio de extranjería: "Cenizas del brigadier: argentino don Guillermo Brown".

A la tarde arriba la comitiva oficial encabezada por Bartolomé Mitre, ministro de Guerra de Buenos Aires. Sobre el féretro de Brown resplandecen su uniforme de gala, la espada que le obsequió Robert Ramsay y lo acompañó en su periplo de gloria, las condecoraciones y la bandera del combate de Los Pozos.

La secesionista Buenos Aires detiene sus riñas preeleccionarias. Una multitud se aglomera en el largo corredor de Barracas y abre paso respetuosamente al jefe inolvidable. Las olas del Plata rompen contra los breves acantilados y penetran en las ensenadas como si intentaran aproximarse al cortejo que se desplaza paralelamente a sus orillas rumbo a la Recoleta.

En la capilla del cementerio, Antonio Fahy pronuncia el oficio de difuntos. Después lo depositan a la vera del general José María Paz. Los cañones de la Escuadra, a lo lejos, despiden al primer almirante de la República. Mitre pronuncia un discurso vibrante: "Brown en la vida -exclama-, de pie sobre la popa de su bajel, valía para nosotros por toda una flota".

El presidente Justo José de Urquiza, en Paraná, capital de la Confederación Argentina, también dispone honras fúnebres, en nombre de la nación, para "el héroe de las glorias navales argentinas". Como el Cid, Brown continúa luchando después de la muerte, en favor de la unión nacional: Buenos Aires y la Confederación cesan transitoriamente su guerra para unirse en el respeto a su figura.

No escribió testamento. Su fortuna -que nunca fue importante- queda reducida a la quinta del bañado de Barracas y las seis leguas que le donó la Legislatura de Buenos Aires. A menos de un año de su muerte, Elizabeth cede las seis leguas para cancelar deudas; no son deudas consignadas en documentos, sino confiadas al honor de la palabra. Las tierras no tienen demasiado valor y Elizabeth necesita desprenderse también del catalejo, el rapecero de carey y hasta los lentes. Tampoco le alcanza el dinero para costear la modesta columna que señala el lugar donde reposa y debe vender parte de la histórica quinta.

Décadas más adelante se lotea todo el solar. Picos, mazas y barrenos echan abajo la vivienda. Las herramientas de la demolición levantan cortinas de polvo. Los muros se abren como boquetes de una nave en combate. Se desploman los techos con estrépito de velámenes quebrados. La tierra profanada se retuerce ofendida. Al impulso depredador no le, interesa saber que allí vivió, meditó y sufrió una asombrosa y emblemática personalidad.

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