A sólo veinte días de iniciado el bloqueo imperial, cuando aún la escuadra argentina no estaba terminada, Brown decide sorprender al enemigo. Busca dos efectos: moralizador en su propia tropa, desconcertante en la enemiga. Conoce el terreno como un baquiano conoce los pastos y aguadas; durante años recorrió, exploró y memorizó los bancos, canales, ensenadas y arrecifes.
Zarpa al anochecer en un bergantín, seguido únicamente por las doce cañoneras y un buque hospital. Fondea en Los Pozos, sitio que más adelante inmortalizará con una hazaña. La aurora sangra el horizonte cuando se abalanza a toda vela contra la formación carioca. La aparición repentina y espectral de Brown produce confusión. El aguerrido vicealmirante Ferreyra de Lobo ordena eludir el enfrentamiento, alejándose. Los argentinos prorrumpen en gritería, con vivas al osado Brown y fe en la victoria. Regresan al fondeadero, intactos.
Al día siguiente descubren una cañonera brasileña que, confundiendo las naves argentinas con las imperiales, fue a meterse en territorio adverso. Enterada de su error, intenta escabullirse. Tarde. La apresan con un rápido golpe de mano.
Brown termina de organizar su fuerza, designa a los comandantes, distribuye tripulación y tropa y sale en busca del enemigo sitiador. Lo encuentra en las inmediaciones de Colonia. Repitiendo la técnica del ataque fulminante, avanza a todo trapo. Ha convenido con el general Lavalleja una acción conjunta: apenas inicie su golpe contra Colonia por agua, Lavalleja asestará el suyo por tierra. La fragata insignia corre tanto que deja muy atrás al resto de la escuadra (o la escuadra no la sigue, insubordinándose). Este desajuste le descuenta ventajas. Entonces aminora el avance. Pero los brasileños advierten su inconveniente y no pierden tiempo: atacan de inmediato con recias andanadas de todas las baterías en formación.
Brown debe virar para responder el fuego. Los demás buques argentinos quedan a sotavento, con dificultades para cambiar de frente. La batalla ya no será entre una poderosa escuadra brasileña y una pequeña escuadra argentina, sino entre la escuadra brasileña y el desamparado navío de Brown. En efecto, tres corbetas rodean la 25 de Mayo atorándola con sus cañones. Otros buques disparan contra el resto de la flota argentina para mantenerla al margen del combate. Sólo unas pocas cañoneras logran acompañar a la 25 de Mayo en la acción, sufriendo terribles impactos. La espesura del humo le permitiría evadirse del cinturón mortífero. Pero no quiere abandonar a las leales cañoneras que se han plegado a la lucha. Continúa pues el intercambio de disparos, brutal, desigual, hasta que al atardecer un bergantín consigue ingresar en su ayuda. Brown decide que entre ambas naves abran camino a las sufridas cañoneras. Después burla a sus sitiadores escabulléndose por un canal considerado obstruido a la navegación y que él hizo sondar y balizar.
Sobre cubierta se amontonan los cadáveres. Mientras brinda asistencia a los heridos, el almirante repite su profunda indignación. Había estado en condiciones de arremeter contra los brasileños y tomarles varios buques, que tanta falta le hacían para completar la escuadra. Acusa a los comandantes del resto de su flota, diciendo que su cobarde marginación del combate "fue tan notable, que muchos supusieron un designio contra el jefe". La consternación es grande en Buenos Aires y se constituye un consejo de guerra para juzgarlos.
La situación sigue siendo tan grave como al principio del bloqueo.
El 21 de febrero Brown intenta un ejercicio naval, con esperanzas de conseguir algún cambio en la relación de fuerzas. En el cuidadoso trayecto que realiza, descubre ocho buques brasileños fuera de formación y simula retirarse. En realidad comienza una sigilosa maniobra para ponerlos como blanco de sus cañones. Los brasileños advierten su propósito y se refugian en Colonia. Brown entonces los sigue hasta allí y empieza su táctica de tenazas: Lavalleja atacará por tierra y él desde el río. Despacha a un parlamentario con exigencias precisas: que el jefe brasileño entregue las fuerzas marítimas, surtas en el puerto en un término de veinticuatro horas. Si acepta, "serán respetadas todas las propiedades existentes en la plaza, y no se incendiará la población ni las embarcaciones" y "espera del señor gobernador que por humanidad, y a fin de evitar toda efusión de sangre, accederá a esta intimación".
El gobernador no se acoquina:
– La suerte de las armas es la que decide la suerte de las plazas -responde al emisario.
La falta de viento demora el retorno del mensajero, quien puede ver a Brown recién a las cuatro de la madrugada. Brown asume el desafío y decide atacar. Se viste enseguida con su uniforme de gala y ordena comenzar la acción. Avanza hacia el puerto por la boca del este, desencadenando una tormenta de fuego al que los brasileños responden en forma nutrida. Brown sabe que Lavalleja atacará por tierra, obligándolos a dispersarse en dos frentes. Considera ganado el combate, aun cuando un bergantín de su escuadra embica en el islote de San Gabriel, a tiro de cañón de las fortificaciones enemigas. Manda una brigada de socorro, sin éxito. Un impacto de cañón despedaza al capitán del Balcarce. Espantoso. Que siga el fuego. Y que sigan re flotando el bergantín. Inútil. A pesar de los esfuerzos desplegados bajo la metralla infernal, la nave sigue prendida a la arena.
– Que se trasborde el armamento durante la noche; será abandonada.
Brown considera inminente el ataque de Lavalleja, según los planes acordados. Para evitar una destrucción de Colonia, manda otro mensaje al gobernador. Pero éste ni siquiera se digna escribir la respuesta. Señalando la salida, grita al emisario:
– Diga al señor general en jefe, que lo dicho ¡dicho! Lavalleja no abre el segundo frente. Es incomprensible. Y desastroso. Tranquilas sus espaldas, el obstinado gobernador brasileño concentra sus fuerzas contra Brown, que no puede embestir la plaza con sus buques de calado por carecer de prácticos eficientes; debe limitarse a destruir algunos barcos de la flota imperial. Pero desde las fortificaciones de tierra están en condiciones de destruido a él. Sus hombres asaltan varias embarcaciones cariocas prendiéndoles fuego. La única que tienen orden de respetar es el hermoso buque Real Pedro , al que se trataría de sacar a cualquier precio para compensar la pérdida del bergantín.
La acción continúa durante la noche. Las llamaradas iluminan con resplandores siniestros a los diablos que corren, saltan, se arrojan al agua y vuelven a emerger con teas en la mano, mientras las arboladuras se quiebran con horribles quejidos y los mástiles caen sobre la cubierta de otro buque contagiándole las llamas que saltan a las velas y, cuando introducen sus lenguas en la santabárbara, provocan explosiones devastadoras.
La dominante fortaleza del oeste abre una atroz andanada contra los incendiarios. El intrépido teniente Robinson avanza bajo la metralla con el uniforme salpicado de sangre, sin gorra, agitando en una mano la espada y en la otra una mecha que aplica al cañón. En eso le destrozan una pierna. Cae, pero sigue agitando la espada, excitando a sus compañeros para que completen la tarea. Una segunda bala lo aplasta contra el piso. El gobernador en persona se lanza al puerto encabezando nuevas tropas. Los argentinos son diezmados por la turbonada de proyectiles.
El Real Pedro ya no puede ser secuestrado: entonces decide prenderle fuego. Los argentinos saltan a su cubierta barrida por las balas y cayendo, relevándose, lo hacen arder por los cuatro costados. Tres cañoneras patriotas quedan inutilizadas, cubiertas de cadáveres. Muchos heridos y moribundos son trasbordados a nado. Sobre las aguas flotan fragmentos de madera carbonizada, remos, trozos de vela, armas rotas y pedazos de cuerpos.
Brown inicia la retirada. Ha sufrido la derrota más severa por fallas de la coordinación con tierra. Está amargado, maldice en voz baja a los responsables del fracaso. Pero se abstiene de hacer pública esta falencia de las armas nacionales para no alertar a los brasileños.