La guerra continúa.
Otra división brasileña de 19 buques se extiende por el horizonte. El aire limpio y helado de esa mañana de julio y la apacible ondulación de las aguas favorecen un sereno desplazamiento de la fuerza que echa el ancla a la altura de Quilmes. Cunde la alarma en Buenos Aires. La victoria del combate de Los Pozos estuvo lejos de ser concluyente. La capitana convoca a los hombres de la escuadra nacional.
Un desconocido naviero de trinquete ocupa su puesto. Se llama Guillermo Finney. Tostado por los vientos del mar, con cicatrices de luchas cuerpo a cuerpo, nadie sabe que es poeta. Mientras tira de las cuerdas para desenrollar paños del mastelero se le ocurren unos versos sobrios y descarnados. Pero aún no los escribe: hay apuro. Sus compañeros corren. Ya se oye la bocina.
Brown, seguido por sus oficiales, embarca, dando enseguida la vela. Reúne en su cámara a los comandantes y expone el plan: reconocer a la flota enemiga durante la noche y separarle la vanguardia del resto. Es una maniobra de estilo clásico. Pero si no consigue llevarla a cabo, perforará con su nave la formación brasileña para desorganizada mientras el resto la someterá al cañoneo. -¿Han entendido?: el resto la someterá al cañoneo .
Las instrucciones finales aumentan la responsabilidad de cada comandante: "llegados a la línea de combate, los comandantes tendrán libertad de acción", "la capitana será el punto de reunión de las naves". Repite: "la capitana será el punto de reunión de las naves".
Los barcos brasileños están encabezados por la arrogante Nitcheroy . Desde las toldillas advierten una exagerada movilización de navíos mayores y menores en la escuadra argentina. Conociendo el estilo de Brown, no les sorprendería a los brasileños una acción nocturna. Para evitar riesgos, la vanguardia imperial se repliega hacia el grueso de la flota, que cierra filas en torno a la imponente fragata.
Brown hace una mueca de disgusto: no podrá realizar la primera maniobra (amputar la vanguardia enemiga). Sólo le queda el procedimiento anunciado: arremeter.
A eso de las diez y media de la noche, la 25 de Mayo penetra con loca resolución entre los buques enemigos, conmoviéndolos con bala rasa y cañoneo. La oscuridad densa, el humo sofocante y el cruce desorganizado de los disparos producen la deseada confusión. Ahora debe intervenir el resto de la escuadra, como se ha ordenado. Pero el resto de la escuadra no interviene. Brown comprueba con rabia creciente que, a excepción de la Río comandada por Leonardo Rosales, todas sus demás embarcaciones han vuelto a quedar rezagadas. Otra vez solo, como frente a Colonia. El corazón le late en la cabeza.
– ¡Miserables! ¡Inútiles!
Lanza un cohete alado que raya el cielo de esa noche resonante.
– ¡Acérquense, malditos!
Pero no responden, continúan lejos.
– ¡Traidores!
No se desprende la bocina de los labios. Que se mantenga la marcha a todo trapo y que las baterías escupan fuego incesante.
Su situación es demasiado crítica. Está dentro de las mandíbulas brasileñas: lo masticarán con deleite. Se acerca al timonel, recorre las cureñas, indica objetivos Los cañones arden, la pólvora tabica la garganta. Con vertido en un volcán que vomita lava del infierno recorre el desfiladero interminable. Los proyectiles hunden los costados de su barco, arrancan velámenes. Caen sus hombres. Los estampidos lo persiguen hasta que logra salir al mar abierto y vuela en amplio arco hacia el resto de su escuadra, burlando la maniobra destinada a cerrarle camino. El poeta Guillermo Finney, aferrado a una botavara, contempla el fiero rostro del Almirante bramando cólera. Lo ve convocando a los capitanes rezagados y espetándoles en las narices que precisa hombres de corazón y no timoratos con diarrea.
– ¡Qué es eso de quedarse atrás con cualquier excusa! -extiende el índice hacia el fondo de la noche-. ¡Mañana mismo los echaré a tierra!
Los oficiales tratan de explicarle que no pudieron avanzar por falta de viento.
Pero Brown les da la espalda y, alumbrado por un candil, se pone a controlar el ordenamiento de las municiones para el combate que proseguirá, con el primer resplandor de la aurora inminente. Examina las naves, una por una, protegido por la oscuridad. Su paso rengo pero firme, identificable a distancia, suena como membrana de tambor. Guillermo Finney se estremece al contemplar esa figura resuelta, espectral.
Pronto supo el enemigo quién estaba a bordo
y comenzó a pensar
si Brown era solamente un hombre.
El enemigo solicita refuerzos urgentes. La claridad naciente dibuja una escuadra brasileña engrosada con rapidez. A Brown se le mejora el humor y se aproxima al joven Tomás Espora, que no se despega del catalejo, y le sacude una amistosa palmada.
– Hoy tendremos un día de gloria… si todos nuestros hombres cumplen con su deber, como espero lo haga este buque.
Después, con la bocina en la mano, recorre las diversas secciones infundiendo coraje. Instruye a los que no participarán al comienzo en la batalla:
– Permanezcan tendidos en el piso para no ser blanco fácil.
Sube al entrepuente y felicita nuevamente a los pocos oficiales que se desempeñaron con tanto valor en el cruce temerario del desfiladero. Su mirada clara, con destellos de diablo y de ángel, provoca sonrisas y aplomo entre sus hombres. Se dirige a los artilleros y cabos de pieza. Reconocen que están asustados por la superioridad del enemigo.
Brown les hace distribuir una ración de ron a cambio de una promesa: esmerarse en la buena puntería.
– Lo demás corre por mi cuenta -los tranquiliza, Guillermo Finney musita: Pido a la Providencia que proteja a nuestro héroe .
Brown hace las anotaciones en su Diario, eleva una rápida plegaria a Dios y sube a la toldilla. A su lado, mirándolo a los ojos, aguarda Juan Antonio Toll, su asistente.
– Dirija esta señal a nuestra escuadra antes que el humo nos oculte de su vista: "es preferible irse a pique que rendir el pabellón".
"Al principio de esta larga guerra – reflexiona Brown- teníamos indudablemente buenos marinos, aunque en pequeño número, si se compara con la gente de tierra que integra la mayoría de la tripulación. Pero estos buenos marinos se nos han ido acabando. Ahora apenas guardan la proporción de uno a diez:-Y tal vez menos. Mis tropas contienen demasiados brasileños traidores a su emperador y reos de prisiones argentinas. No se equivocan los oficiales que dicen tener más recelo de sus propias tripulaciones que de las enemigas. Y yo no me equivoco al tener más recelo de algunos soberbios oficiales que de mi cuestionable tripulación".
Observa el despliegue de movimientos que responden a sus claras instrucciones. Hombres andrajosos y miserables deben alcanzar un objetivo de cíclopes. Entre los que trepan escalerillas y entre los que se alistan para un posible abordaje y entre los que animan al resto de la tropa, distingue a los gauchos de barba sucia y tendones vibrátiles: estos vagos son lo mejor de la armada.
Brown se apoya entonces contra un mástil porque lo recorre un perturbador hormigueo. Late muy fuerte su corazón. Sabe de qué se trata: es el miedo. Lo reconoce. Es el miedo que lo asaltaba cuando niño en Foxford, cuando vio el cuerpo sin vida de su padre en Filadelfia" cuando estuvo por morir en una playa ardiente del Caribe. Sabe que finalmente logrará espantado con la acción, los bocinazos y las maldiciones. Pero en ese momento le hace transpirar hielo. Le hace transpirar hielo porque dice lo que él niega: que el peligro desborda, que empieza una batalla en condiciones muy desfavorables. Pero dará esa batalla. Aunque le estrangule el miedo. Qué rabia le produce sentirse así.
Descarga un puñetazo contra el mástil. ¡Adelante!
Tomás Espora iza la bandera. Los instrumentos tocan generala. Comienzan los disparos. Son las seis y cuarenta y tres minutos de la mañana. La planicie de las aguas, aún cubierta por la espesura de la noche, se estremece. Ha empezado una jornada excepcional.
Los brasileños están sorprendidos por la tenacidad de Brown que, a pesar de su evidente desventaja, no fue a cubrirse en los fondeaderos. Por el contrario, inicia el ataque. Esta vez pretende cortar la cola de la formación enemiga como hizo Nelson en Trafalgar. Norton, advertido, ordena desplazarse para rodeado mientras le lanza un torrente de proyectiles. En la mutua persecución la 25 de Mayo logra mutilar la Itaparica. Pero varios buques de la escuadra argentina sufren impactos que los obligan a separarse de la batalla.
– ¡Se separan de la batalla otra vez!
Brown maldice la increíble actitud de sus oficiales. Con la sangre en las mejillas se aprieta contra la borda.
– ¡Miserables! ¡Cómo siento no haber entrado en pelea con algunos de ustedes!
La 25 de Mayo está nuevamente sola. Más de dos decenas de buques imperiales la rodean como un mortífero collar. Únicamente Leonardo Rosales, el bravo criollo que jamás abandonara a su jefe, con su ágil Río embiste a los enemigos haciendo un boquete al collar. La fragata insignia consigue un respiro.
– ¡Aquel muchacho sabe pelear con su gaviota! -exclama Brown, confortado.
Por tres horas consecutivas la 25 de Mayo y la Río soportan el fuego de veintitrés naves, y esquivan hábilmente los reiterados intentos de abordaje. La puntería de los patriotas mejora: daña mástiles, cangrejos y botavaras, destroza puentes, abre claros en los flancos, quiebra un bauprés, desgarra velámenes. Pero la cubierta de la 25 de Mayo se atiborra de heridos.
La sangre corre hacia los costados, rápidamente ennegrecida por el humo de la pólvora.
Nuestras cubiertas parecían un matadero.
Con dolor y pena peleábamos.
La sangre caía por los imbornales de babor
convertida en un torrente.
Valor digno el del viejo buque.
El bergantín Caboclo , comandado por Juan Pascual Grenfell-discípulo de Cochrane-, se acerca a la popa de la 25 de Mayo . Grenfell, empuñando la bocina, formula una caballeresca invitación para terminar la matanza:
– ¡Admiral Brown! ¡Hoaaa!… Let go the jack, I invite you to tea this evening at my cabin! [4]