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Varias operaciones navales entrenan a los argentinos para los enfrentamientos concluyentes que se avecinan.

El 23 de mayo emergen del Río de la Plata, ante Buenos Aires, veinte buques u con osado alarde", como se expresa Brown. El pueblo pispea con miedo y curiosidad a lo largo de la Alameda, sobre terrazas y campanarios.

Guillermo Brown, fiel a su modalidad, sale al encuentro del enemigo, que le abre fuego desde excesiva distancia, como si buscara disuadir al Almirante. Los disparos brasileños son mal dirigidos, irregulares, y no consiguen frenar su avance vertiginoso, casi suicida. La flota imperial, entonces, en un extraño cálculo opta pOr emprender la retirada. Brown dice a su secretario:

– No se alegre mucho: puede ser una treta.

Dos días después, el día 25 de mayo, la escuadra de las Provincias Unidas se engalana y hace tronar sus cañones celebrando el aniversario. Y los brasileños han programado sorprender a Brown hábilmente durante el clímax del festejo: le demostrarán que también saben utilizar la iniciativa de la sorpresa. Pero no todas las sorpresas son iguales: el enfrentamiento dura una hora, sin obtener rápido éxito. Al caer la noche los brasileños comienzan a alejarse.

El comandante Norton, nuevo jefe de la escuadra imperial, se convence tras estas acciones fallidas de que no podrá vencer a Brown en la posición que ya ocupa. Elabora otro plan e incorpora refuerzos. Le crujen los dientes al recibir fastidiantes órdenes del emperador:

– ¡Exijo una acción definitoria! ¡Liquide la insignificante escuadrilla del Plata! ¡Estos movimientos navales ya me resultan demasiado costosos por lo ineficientes!

El comandante Norton contesta:

– Sí, Majestad, la liquidaré.

El 11 de junio amanece despejado y frío. Trozos de escarcha se mueven como vidrios rotos. La enorme flota brasileña cruza delante de Buenos Aires. Es una caravana irreal, interminable: tres divisiones con 31 buques, 266 cañones y 2.300 hombres. Desde la torre de San Ignacio los catalejos cuentan esas unidades mortíferas. La desigualdad con los argentinos es opresiva. Parece haber llegado el fin de la resistencia porteña.

En el fondeadero se iza al tope la bandera azul con dado blanco al centro, para llamar a los que se encuentran en tierra. Guillermo Brown embarca y asume el mandó. Su gallarda presencia y su radiante uniforme de gala operan -como siempre- un vuelco en el ánimo de la tropa que olvida transitoriamente el peligro. Ordena disponer las naves en un amplio arco para el choque inverosímil: cuenta tan sólo con 4 buques, 7 cañoneras y sus hombres apenas llegan a sumar 750.

En contraste, la escuadra carioca con las velas desplegadas y los cañones erectos parece un inmenso bosque blanco. Avanza con los gallardetes echados al viento y las baterías preparadas.

Brown distribuye una proclama:

¡Marinos y soldados de la República!

¿Veis esa gran montaña flotante? Son 31 buques enemigos. Pero no creáis que vuestro general abriga el menor recelo, pues no duda de vuestro valor y espera que imitaréis a la 25 de Mayo, que será echada a pique antes que rendida.

Camaradas: ¡confianza en la victoria, disciplina y tres vivas a la Patria!

Guillermo Brown

Pozos, frente al enemigo, 11 de junio de 1826.

Algunas cañoneras brasileñas no consiguen avanzar tan rápido como el resto y Norton ordena reducir la velocidad para que no se fragmente la dilatada formación. Mientras, la acorralada escuadra argentina observa cómo se va apostando el enemigo. Norton trasborda su insignia a la corbeta Itaparica y da la señal de ataque. Brown, de inmediato, pronuncia su orden:

– ¡Fuego rasante, que el pueblo nos contempla!

Doce mil personas se han trepado a las terrazas de la ciudad o corren hacia las playas sucias con la incertidumbre pintada en sus rostros. El Gobierno, reunido bajo la Presidencia de Rivadavia, discute la conveniencia de autorizar a la tripulación a que se refugie en tierra para evitar así la carnicería inútil. Pero un humo denso ya se arremolina desde los buques, perforado por los vómitos de metralla.

La cantidad de naves entreveradas en el combate impide seguir con precisión los movimientos de uno y, otro bando. El excesivo calado de las grandes embarcaciones brasileñas obliga a que su jefe cambie la insignia al Caboclo y después a la goleta Paula en lo recio del cañonero. Las nubes de pólvora, demasiado opacas, son cruzadas por los proyectiles que no siempre dan en el blanco. Brown despacha varios botes para recorrer la línea y, en base a sus informaciones, afina la puntería de sus cañones. Leonardo Rosales, que regresaba de la costa uruguaya hacia donde había transportado tropas para el general Alvear, acude en ayuda de su jefe. Advertido, el comandante brasileño destaca una fuerza para impedir su ingreso en el combate. Brown no sólo utiliza con habilidad el fondeadero, cuya profundidad originó el nombre Pozos , sino que aprovecha la nueva maniobra enemiga para arremeter. El desenlace de la lucha se torna pasmoso.

Desde Buenos Aires esperan que al disiparse el humo descubrirán los restos carbonizados de su flota suicida. Pero al atardecer asumen el hecho increíble. Entonces rompen los gritos, saltan las cabezas, se agitan los brazos, vuelan pañuelos y sombreros. La gente corre hacia el agua. Varios jinetes galopan hacia la plaza de la Victoria. El clamor se extiende por toda la ciudad. Es incomprensible, sí, es maravillosamente incomprensible. Allí está la escuadra entera, salva, triunfante, con las banderas flameando en sus mástiles. Son todos los buques y todas las cañoneras, sin que faltase ninguno. La escuadra enemiga, en cambio, ya navega en retirada.

El pueblo está borracho de felicidad. Por fin una victoria. Una gran victoria. El Gobierno anuncia a Brown por telégrafo que desea recibido. La multitud, a pesar del frío, se aglomera en el muelle, sobre la Alameda, metiéndose en el barro, portando faroles y antorchas. Llegan músicos con tambores y trompetas. Y carruajes oficiales.

Brown desciende con su uniforme de gala, el mismo que animó a la tropa y usó durante el combate. Se lo ve sucio de sangre y pólvora. La gente se abalanza sobre héroe dando vítores, aplaudiendo, arrojando sombreros y corbatas al aire. Hombres y mujeres pugnan por tocarlo, abrazado, besado. No lo dejan subir al carruaje, llevándolo en andas. El país está de, fiesta, acaba di protagonizar una jornada brillante que los poetas yo cantan con versos improvisados. La ululante comitiva se detiene en la Plaza de la Victoria ante una insólita aparición; muchachas ataviadas con los colores patrios vienen a su encuentro. "¡Adelante, adelante!", gritan unos. "¡Alto, alto!", piden otros. Las muchachas se acercan a Brown, iluminadas por las teas que oscilan alrededor, e instalan sobre sus cabellos manchados de canas una guirnalda de mirtos y laureles. Se produce un respetuoso silencio. Se arruga la piel, se atornilla la garganta. La emoción electrifica a Buenos Aires.

Rompen vivas y renace el barullo. A Brown le tiemblan los labios mientras se quita la corona. Los brazos de los exaltados lo elevan sobre el mar de gente que llena la plaza. La mujer que consagró al héroe es arrebatada por la conmoción y se desvanece. Ante los pórticos del Fuerte lo esperan el Presidente de la República y su Gobierno en pleno. Brown es descendido a tierra y camina hacia las autoridades. Rivadavia camina también hacia Brown. El primer Presidente y el mayor héroe naval de la República se estrechan en un abrazo.

Horas después los carruajes estacionan alrededor del Teatro Argentino. Una profusa iluminación engalana la noche fría. Se repone El distraído , celebrada comedia de Regnard. En la antesala zumba la animación de los saludos y el frote de los anchos vestidos de brocato y satén. El público llena la platea. Los balcones están repletos, hay gente parada en los pasillos. Buenos Aires celebra la victoriosa jornada. Rivadavia ingresa al palco presidencial, seguido por un cortejo de damas y funcionarios. Inclina su enrulada cabeza sobre la vaporosa pechera de encaje, y los acicalados acomodadores apagan algunas lámparas. Las caras sonrientes, predispuestas al goce, se concentran en el pesado telón con borlas de plata y carmín.

Al terminar el quinto acto se advierte que Guillermo Brown ingresa en el palco presidencial. Se sueltan los resortes, los cuerpos giran hacia atrás., Corre un rumor impetuoso y desde varios ángulos disparan vivas al Almirante. La platea se incorpora, aplaude frenéticamente. Brown apoya sus manos sobre la baranda de terciopelo. Su cabellera luce más cana que rubia, ya. Profundos surcos tajean su rostro y la sombra del cansancio amorata sus órbitas. Alto, sonriente, evoca a los caballeros de leyenda después de un torneo demoledor. Saluda bajando los párpados, diciendo gracias, gracias, más turbado que un niño. Ruega que la función se reanude enseguida. Porque lo abruma esa granizada de aplausos, gritos y exageraciones, y porque prefiere relajarse mirando la escena. Ama el teatro: en el revés de algunas hojas de su, Diario de operaciones en la guerra contra el Brasil ha escrito una escena con nítida caligrafía. Los investigadores del futuro se preocuparán en establecer si es una pieza que vio y lo emocionó al extremo de copiarla, o si es producto de una dormida vocación que intentó perfilarse en las tensas noches de vigilia.

La orquesta ataca los gruesos acordes del Himno Nacional. El Presidente, junto a Brown, lo contempla por el rabillo con profunda gratitud. Entre las damas patricias surge la iniciativa y determinación de bordar en letras de oro una bandera que perpetúe el épico combate.

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