El zangoloteado Almirante se recluye en su casona amarilla de Barracas. Los honores le resultan tan vergonzosos corno la derrota. En consecuencia, su alejamiento le priva de los históricos combates de la Vuelta de Obligado, Tonelero, Quebracho. No oculta su irritación por la contradictoria postura nacional frente al bloqueo anglofrancés, con provincias que lo celebran y provincias que lo repudian. Ya le asquean los crímenes de la Mazorca. Está cansado, confundido y muy triste. En su chacra lee la Gaceta Mercantil y el British Packet . Se ocupa de sus hijos y nietos. Escribe con más frecuencia a los familiares que quedaron en Irlanda. Es visitado por su hermano Miguel que después de curarse en Río Grande viajó a Inglaterra y en 1828 decidió reinstalarse en Buenos Aires; evocan con indulgencia aquel fantástico periplo de corsarios que anunció y preparó la campaña libertadora de San Martín en el Pacífico. La paz del entorno le arrima, paulatinamente, la paz que tanto necesita su espíritu.
Una tarde, de pie junto a, la verja, no advierte a un niño que pasa lentamente a caballo. El niño gusta desplazarse por la calle larga de Barracas y contemplar la "casa de los cañones", como la ha bautizado, por tener dos de ellos junto a los pilares de la entrada. Esa tarde se extasía contemplando al elegante anciano vestido de negro, con los cabellos y las patillas de nieve, el rostro ceniciento, mirando a lo lejos la bruma azul que nace de la planicie. Después hará una emotiva descripción de la estampa en un libro inmortal. El nombre del niño es Guillermo Hudson.
En 1847 Brown resuelve visitar su tierra natal. Ha cumplido setenta años. Otra vez el sagrado número siete. Recorrerá las colinas belicosas y las grutas santificadas por la resistencia de su tío cura y los muchos que siguieron a su tío. Tocará las aguas de hielo y cristal del río Moy donde aprendió las primeras letras de la ciencia, náutica. Abrazará a su hermano y hermana que dejó cuando tenía nueve años. En las dos oportunidades que había regresado a Inglaterra -1810 y 1817 no tuvo ánimos para volver a Irlanda.
Embarca en La Ninfa , en un ventoso día de julio. Ha comunicado su partida pero, con la excepción de sus íntimos, nadie concurre a despedido. La prensa, otrora tan verborreica, ignora el hecho; no le dedica un artículo, un aviso. Rosas lo olvidó; ya no lo necesita. La fragata se lanza al río picado. Y sus recuerdos se sueltan como una bandada. Guerra contra España, guerra contra Brasil, guerra contra Uruguay y la escuadra anglofrancesa. El océano azul. O verde. Tranquilo. Borrascoso. Más de tres cuartos de siglo moviéndose en su elemento fluctuante y proteiforme. En su mano aprieta el rapecero de carey. Las olas ruedan y baten los costados del buque, el tajamar las abre como un arado. ¡Tantas veces se ha dejado llevar por la belleza de su juego siempre igual y siempre distinto, la espuma que emerge y se sumerge, los brillos que transmiten extraños mensajes! Pero ahora algo ha cambiado: viaja sin poder y sin honores. Como la primera vez, acompañado por su padre, cuando conoció el azul puro, y el azul espolvoreado con el oro del sol limpio, y las violentas tempestades. En las noches de plenilunio se pasea por cubierta respirando la fresca música del oleaje que se derrama sobre otro oleaje llevándose trozos de mica. Lee. Escribe. Sueña.
En Liverpool recurre a los diarios para convocar a los hijos de su hermana María. Luego viaja a Foxford. El paisaje se toma rudo y yermo. Aún no crecieron los árboles. Los montes mantienen sus cuevas para refugiar combatientes. Ha comenzado precisamente la revuelta civil de O'Connell. Encuentra a un hermano que no ve desde hace más de medio siglo. Tiene rasgos parecidos a los suyos: piel clara y ojos azules, nariz aplastada, mentón ancho, labios gruesos, generosos. Este hermano jamás ha salido de Irlanda. Se calientan en la lumbre y se cuentan el peregrinaje de sus vidas. Son dos caminos, dos destinos. El de Guillermo anudado a su nueva patria, tal como lo presintió en 1809, lo confirmó en 1810 y lo consagró en 1814. Su hermano bebe con asombro la epopeya latinoamericana. Y lamenta que Irlanda aún tenga que esperar.
Cuando regresa se detiene en Montevideo para visitar a su hija. La ciudad es siempre un foco de agitación unitaria. El Gobierno, no obstante, dispone una escolta para su persona: entiende que Guillermo Brown es un prócer de América. El enhiesto marino, turbado cada vez que sacuden su modestia con honores, expresa deseos de ver a Giuseppe Garibaldi. Pero es el vigoroso italiano quien se adelanta, espontáneamente, al enterarse de su arribo. Tiene cuarenta años y ya es una figura orlada por leyendas; pronto retornará a Europa, donde convertirá en realidad el sueño de millones de compatriotas. En presencia de Anita, su espléndida compañera, ambos héroes se abrazan. Brown se dirige entonces a la animosa mujer:
– Señora, combatí mucho contra su marido sin obtener ventaja alguna. Mi mayor placer hubiera sido derrotado y tomado prisionero, pero Garibaldi siempre conseguía escaparse. Si hubiera tenido la felicidad de apresado, habría conocido el aprecio que ya entonces le tenía.
Garibaldi no olvidará nunca a Brown. Lejos en la geografía yen el tiempo, convertido en el padre de la Italia unificada, aclamado como el héroe de dos mundos, pedirá que uno de sus nietos lleve el nombre del Almirante.
Hasta la caída de Rosas, escasas noticias trascienden sobre su vida privada. Algunos viajes a Colonia o Quilmes, asistencia a ciertos actos oficiales, concurrencia a misa en la iglesia de la Merced. El padre Antonio Fahy, dominico irlandés, fue enviado por el arzobispo de Dublín a estas tierras y se convirtió en su amigo y confesor. Las raíces de la antigua y sufrida Irlanda le calientan el alma.
Después de Caseros se procede a una reorganización de la Marina con el evidente propósito de expurgar los elementos que respondían a Rosas. Como ocurre siempre en estos trámites, abundaron excesos, injusticias y falencias. Pero ante la figura de Brown, todos manifestaron respeto y hasta veneración. El nuevo ministro de Guerra y Marina le comunica que no será eliminado de la Armada y que "el Gobierno, con esta medida, ha consultado la merecida predilección a que V.E. tiene títulos por sus viejos y leales servicios a la República Argentina en las solemnes épocas de su carrera".
Pocos meses más tarde llega a su castillejo de Barracas un almirante de recia apostura, vestido con lujoso uniforme entorchado de medallas. Elizabeth lo atiende con asombro y nerviosismo, le ruega que espere en el recibo. El hombre prefiere pasar y conocer la parte posterior de la quinta, donde está Brown. Se trata, nada menos, que de Juan Pascual Grenfell, jefe de la escuadra brasileña; antes de regresar a su país anhela entrevistarse con el antiguo adversario. Elizabeth camina adelante, inquieta, no puede frenar al digno almirante manco. Su marido viste ropa de labranza, nada protocolar: dirige una siembra.
Los marinos se reconocen a varios metros de distancia. Quedan tiesos, estremecidos. Raudamente se superponen imágenes anteriores, vibrantes de energía y de pólvora. La fragata 25 de Mayo embistiendo la formación brasileña, después soportando con tenacidad el fuego de veintitrés naves. Grenfell le contempla el rostro apergaminado; Brown, la manga vacía del uniforme. Reanudan el paso. Lo aceleran. Se abrazan con fuerza. Grenfell perdió la diestra en aquella memorable batalla.
Elizabeth los invita a la sala, ordena a su reducida servidumbre que prepare el té. Brown sonríe y su rostro de pasa se llena de luz: beberemos el té al que usted me invitó en pleno combate.
Grenfell contempla la austeridad de la vivienda y se siente condolido. Apoya su única mano sobre la rodilla del anciano y se dispone a transmitirle una confidencia.
– Si usted hubiera aceptado las propuestas del emperador Don Pedro, cuán distinta sería su suerte. Porque en verdad, las repúblicas son siempre ingratas con sus buenos servidores.
Brown levanta las cejas y vuelve a sonreír.
– Mi querido Grenfell-contesta en tono sincero-, no me pesa haber sido útil a la patria de mis hijos.
Mira a través de la puerta abierta un fragmento del jardín y agrega:
– Considero superfluos los honores y las riquezas cuando bastan seis pies de tierra para descansar de tantas fatigas y dolores.
En 1854 llegan desde Nueva York los restos del general Carlos María de Alvear. Brown siente la imperiosa necesidad de rendir homenaje al que lo acompañó en la liberación del Plata. Pide como gracia especial que le permitan asumir el mando del buque que hará el trayecto desde Montevideo. La autorización no es sólo concedida, sino que su emocionante gesto produce unánimes elogios. El ataúd "donde reposan las cenizas del jefe ilustre -informa El Nacional - regresará escoltado desde la ciudad de sus glorias, por su compañero de armas, por el valiente general Brown. Rasgo noble que complementa la brillante carrera del marino del Plata".
En el viaje Brown no pega los párpados, velando a su amigo. Las cenizas son recibidas en Buenos Aires con solemnidad. En el sobrio discurso que evoca las glorias de Alvear y de la emancipación, Brown es mencionado inevitablemente. Los ojos de la patriótica concurrencia besan a este gótico patriarca, el último sobreviviente de los guerreros que libertaron la República. Al día siguiente El Nacional reflexiona con valentía sobre una palabra que hace décadas pretendió mancillar al almirante: "El buque en que llegó el general Alvear -expresa- ha sido llamado extranjero. El audaz marino que en 1814 ayudó al general Alvear a abrir las puertas de la muralla de Montevideo, batiendo completamente a la escuadra española, y que en 1827 mantuvo con firmeza el estandarte de la República Argentina en las aguas, cooperando al triunfo de Ituzaingó, ese marino a quien Buenos Aires debe tantos días de gloria y que por sí solo compone toda la historia marítima, ha sido también llamado extranjero".
El importante diario señalaba por primera vez, claramente, que no tiene menos méritos el que defiende una patria por elección que el que la disfruta por casualidad.
La paleta del otoño llena de bronces y jaldes los árboles de Barracas. La atmósfera es transparente y fresca. A lo largo de la quinta caminan dos hombres acariciados por el sol. Una serena felicidad los embarga durante horas. Brown se apoya en su confiable bastón con empuñadura de oro, Bartolomé Mitre de vez en cuando extrae unas hojas de papel y apunta datos. Evocan las campañas libertadoras, los hombres, los intereses, las intrigas, la grandeza.