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Corre el año 1818.

José de San Martín ha librado la decisiva batalla de Maipú y se dispone a culminar su campaña emancipadora. El presidente Monroe de Estados Unidos adquiere tierras en la africana Liberia para la American Colonization Society. El general Bernadotte asume el trono de Suecia con el nombre de Carlos XIV. Brackenridge escribe su notable y pintoresco Viaje a la América del Sur . Napoleón sigue encadenado a la roca de Santa Elena y la yaga sospecha de su fuga hace palidecer a los nuevos amos de Europa. David Ricardo lanza los históricos Principios de economía política . Ludwig van Beethoven, después de numerosas sonatas y ocho sinfonías -abrumado por la sordera-, compone su vibrante Missa Solemnis . John Keats, rodeado de musas inspiradoras, redacta su fundamental Endymion . El severo Schopenhauer publica una obra cumbre: El mundo como voluntad y representación. Simón Bolívar reorganiza sus fuerzas con obstinación genial, decidido a quebrar definitivamente el poder colonial en América.

En ese año de 1818 el coronel de marina Guillermo Brown, luego de liberar el Atlántico sur y alborotar las costas del Pacífico -pero también herido por hondos desencantos-, regresa a Buenos Aires desde Londres.

Es que Brown ha decidido rendir cuentas de su escandalosa desobediencia al Gobierno de las Provincias Unidas, aunque sus detractores no lo creen capaz de ello y siguen insistiendo que la pasa demasiado bien en Londres para arriesgarse a un enfrentamiento de honor en Buenos Aires. Ni siquiera el Director Supremo lo estima verosímil.

Parado junto a la borda del buque que lo trae de regreso, sus ojos azules contemplan la niebla del amanecer. Su cabello flota en las ondas del aire. Viste traje oscuro y tiene envuelto el cuello con una chalina de algodón. El Río de la Plata, inmenso, limoso, suelta algunos brillos cuando rompen los oros de la aurora. Los vapores nocturnos empiezan a huir, espantados por el tajamar del barco. El velamen desplegado, redondo de brisa fresca, empuja hacia el oeste. Pronto emergerá el caserío de Buenos Aires con su escolta de barrancas: se levantará como una larga muralla de almenas irregulares. Y se irá cribando de relieves, salpicando de manchas verdes y amarillas. Allí lo aguardan, desea Brown. Ha escrito al Director Supremo anticipándole su determinación de presentarse espontáneamente. Me asiste la justicia, se repite a sí mismo como si la frase tuviese el poder de un talismán. Las autoridades y el pueblo de la República deben de recordar sus abnegados servicios. En Buenos Aires, cuando retornaba de los combates, era recibido por una muchedumbre delirante que lanzaba al cielo sombreros y banderas mientras los músicos estremecían la tierra y el agua, y las baterías del Fuerte lo saludaban con el estampido de sus cañones. La tripulación exhausta arrancaba fuerzas a la agonía para rugir aclamaciones de júbilo. Brown no sólo había terminado en 1814 con el poder realista en el Atlántico, sino que en 1815 había producido pánico a la navegación y fortificaciones españolas en las costas del Pacífico. Bernardino Rivadavia, que ejercía mucha influencia en la opinión pública, también le había aconsejado volver en una conceptuosa carta. Su sitio estaba en esta tierra chúcara, adolescente.

Las olas oscuras se deshacen contra las maderas del buque. Brown las quisiera tocar: vienen de Buenos Aires. Han lamido sus radas interiores. Han sido agitadas por la legión de lavanderas que todas las mañanas alborotan sus orillas. Sobre este río que parece mar, hace cuatro años una bala le fracturó la pierna dejándole rengo para toda la vida. El fogoso cirujano Bernardo Campbell lo asistió en cubierta, bajo un restallante tejido de proyectiles. Brown era un testarudo que no aceptaba ser descendido a su cámara: continuaría dirigiendo la lucha. Estaba negro de pólvora y paralizado de dolor. Campbell gruñía y ordenaba a su asistente que mojase los labios del jefe con otro poco de ron. Le desinfectó la herida, redujo la fractura y le aplicó un vendaje ajustado. Brown no perdió el conocimiento ni los detalles del combate. El médico maldijo su trabajo para no maldecir a su obstinado paciente, y siguió atendiendo a las demás víctimas que se amontonaban en los barcos. La refriega terminó con una victoria espectacular. Apoyado en muletas, Brown recibió el afecto de una multitud ebria de agradecimiento. Le entregaron una medalla, la primera que decoró su uniforme. José de San Martín, por entonces autoconfinado en Mendoza, dijo que era el mayor triunfo obtenido hasta ese momento por la Revolución americana.

Su mano arrugada por la inclemencia de los mares acaricia la húmeda baranda. Empieza a definirse la línea irregular del caserío porteño. Ya distingue, tras la niebla opalescente, el mirador de la iglesia de San Ignacio que sobresale sobre los techos rojos y desordenados. Puede distinguir, también, el templo protestante de San Juan Bautista -otrora concurrido por su esposa-, y la iglesia de la Merced. En primer plano, los gruesos muros del Fuerte, con sus baterías en acecho. Y más acá, conteniendo al río, la espaciosa Alameda. Pequeños bultos avanzan dentro del agua: son carretas de ruedas enormes, tiradas por bueyes, hasta donde los pasajeros serán llevados por botes. El buque navega con prudencia por los endiablados canales del Río de la Plata esquivando los bancos de arena; cuando desaparece la profundidad, larga el ancla.

Buenos Aires todavía está lejos., Las embarcaciones menores rodean los flancos del navío. Brown ayuda a su mujer y luego a sus hijos, mientras indica a los bulliciosos maleteros algunos cuidados con los arcones de su equipaje. Los marineros tironean de las amarras mientras se realiza el trasbordo a los botes inestables. Luego un grito, una orden, y la pequeña embarcación se suelta. Flota, ondula, se hunde, se eleva, el buque que los trajo de Europa se achica. Y el caserío cada vez más próximo y real. Elisa, su hija mayor, sosteniéndose con una mano el sombrero, señala las carretas. Otro trasbordo. Cuidado con engancharte el vestido. Agárrense de los travesaños. Los maleteros cargan el equipaje en otra carreta; son casi todos pardos y su piel brilla de sudor. Los bueyes bajan la cabeza y tiran con esfuerzo. Se siente el crujido de la arena sumergida bajo el peso de las ruedas. Los edificios junto a la Alameda chorrean luz. Ahora es necesario dar un sal tito hasta la pasarela y atravesar los controles de aduana.

A Brown no lo esperan. Entrega sus papeles que son leídos con retaceado asombro. Enseguida lo invitan a entrar. Aguarde hasta que le entreguen su equipaje, le dicen. De pie, apoyado en su bastón, rodeado por su familia, parece un desconocido forastero. A su lado pasan marinos, policías, changadores y hasta los mendigos que asaltan con la mano implorante. Le estremece la familiaridad del sitio, la lengua, el desorden. Un negro lo está mirando, porque su figura esbelta, sus ojos azules, su mentón abultado, sus labios entreabiertos le recuerdan algo excepcional. El negro retrocede un poco, toca el brazo de otro estibador, juntos se acercan, dudan, pero de repente se les abre un estallido de júbilo y gritan "¡Viva la Patria, viva Brown!" El rostro del almirante se ilumina como si fuera un niño. Elizabeth hunde los dedos en la cabellera de su hijo menor. Lo han reconocido, es la gente que lo acompañó en la guerra.

Pero el grito metálico no se repite: ha sonado en un desierto. Los pasajeros atienden con ansiedad el destino de sus maletas, los empleados se concentran en sus papeles. No hay carruajes oficiales, no hay comitivas del Gobierno. Ambos negros, tras una reverencia, retornan a su trabajo. Brown alquila una volanta y, en silencio, parte hacia su hogar.

El 26 de octubre, apenas tres días después de su arribo, lo visita una delegación militar: el héroe de dos océanos es arrestado y encarcelado en un cuartel. Le informan que está bajo proceso por orden del Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. El almirante, con la boca repentinamente seca, consuela a Elizabeth, besa a sus hijos, les advierte que, proporcionadas las debidas aclaraciones, pronto volverá a reunirse con ellos.

Brown se equivoca. El juicio será demasiado largo, demasiado humillante, demasiado oneroso. Enfermará en prisión. Y lo asaltarán allí, por primera vez, los tizones de un infierno propio, intransferible.

No es el único patriota mortificado: pocos meses antes San Martín le escribía a Tomás Guido: "En fin, amigo mío, todo es menos malo que el que los maturrangos nos manden".

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