Guillermo Brown se recluye en su casona de Barracas, donde inicia trabajos de agricultura. Para llegar a ella debe atravesar vastos galpones donde se almacenan cueros y panes de cera. También los malolientes saladeros que consolidan grandes fortunas. Su casona es un castillejo de tres pisos, solitario, con ventanas corredizas, a la inglesa. Las pilastras superiores, almenadas, ofrecen la imagen de un torreón.
Con pico y azada limpia los matorrales de cardos y prepara la tierra para sembrar. Su mujer arma canteros a lo largo de las galerías y llena de flores el pequeño jardín. Recordando la profecía del combatiente cura irlandés, cree que empiezan los siete años de bonanza. En efecto, son siete años de vida en retiro, sin tensiones navales, sin regateos con la muerte. Pero años en que retornan los enemigos abominables que ya lo visitaron en la cárcel. Son los antiguos gigantes malignos que visten uniformes ingleses, que buscan envenenarle la comida o el agua, ya que no pudieron liquidado en el Estrecho de Magallanes o bajo la canícula de las Antillas. Sus pasos sigilosos le interrumpen el sueño, sus movimientos veloces le turban la vista. Monta a caballo y recorre grandes distancias para atrapados. Se evaden siempre, los miserables. No desea alarmar a Elizabeth ni a los niños y calla. Lucha solo contra espectros que ensucian el aire y malogran su felicidad.
Buenos Aires está en guerra con los caudillos; lo insensata lucha fratricida macula la epopeya emancipadora aún viva, resonante. Al atardecer lo visitan algunos amigos para beber té. Buenos Aires recauda millones de pesos a través de la Aduana y se resiste a considerar el dinero como patrimonio de toda la nación. Entre la capital y el resto se abre un vacío, como si el resto hubiese sido condenado a una creciente pobreza y Buenos Aires a una delirante prosperidad. Las familias patricias embellecen sus hogares con productos artísticos importados de Europa y América del Norte: muebles de Boston, cristales de Murano, pianos de Francia, relojes de Inglaterra, incluso esteras de la India y vajillas chinas bañadas en oro. Llegan libros de autores que causan furor en las tertulias de Londres y París, se comenta el romanticismo que empieza a regir despóticamente en literatura y música. Se baila el minué, la contradanza española y francesa. La sobria elegancia de las mujeres va trasmutándose en coquetería. Y esto no ocurre en el interior del país, donde van surgiendo los caudillos que reclaman una organización nacional sin marginados.
A las luchas intestinas se agrega el reflotamiento de una antigua disputa entre los reinos de España y Portugal, que ahora protagonizan sus principales herederos: las Provincias Unidas del Río de la Plata y el Brasil. Brasil ha ocupado la Banda Oriental en 1817. Sus habitantes, perdiendo las esperanzas de recuperar el suelo patrio con la fuerza de las armas, se dirigen al emperador Pedro I solicitándole que retire las tropas invasoras y les permita elegir libremente su destino. El Gobierno imperial no contesta. Buenos Aires entonces reclama la restitución de "este territorio conquistado, visto que sus costumbres, lenguaje y raza, y las tendencias de sus habitantes los volvían enemigos permanentes del Imperio". Ante otra reclamación argentina, el emperador responde que "habían sido los propios habitantes de la Banda Oriental que, no deseando quedar bajo el dominio de España, ni pertenecer a las Provincias Unidas, han pedido su incorporación al Brasil".
El general Lavalleja, al frente de treinta y tres orientales, parte de San Isidro -con la ayuda del pueblo de Buenos Aires- y desembarca sobre la orilla izquierda del río Uruguay. Después de una serie de victorias sobre las fuerzas de ocupación, el Congreso reunido en la Florida, y que representa al pueblo de la Banda Oriental, declara que "su voto general, constante, solemne y decidido es, y debe ser, por la unidad con las demás Provincias Argentinas, a las que siempre perteneció".
Pedro I, cuyos radiantes dominios se extienden del Amazonas al Plata, resuelve poner acelerado fin al entredicho proclamando la guerra a las Provincias Unidas el 10 de diciembre de 1825. Anhela una acción definitoria y ordena "que se hagan todas las hostilidades posibles, por tierra y por mar". También autoriza el corso y, para exacerbar la codicia de guerreros y mercenarios, declara que "todas las presas, cualquiera sea su calidad, pertenecerán completamente a los aprehensores, sin deducción alguna en beneficio del erario público".
El rudo desafío es contestado por el legendario Gregario de Las Heras, gobernador de Buenos Aires, quien acusa al emperador de haber dado la prueba de su inmoralidad. "Después de haber usurpado de una manera, la más vil e infame que la historia conoce, una parte principal de nuestro territorio (…), después que los bravos orientales han desmentido las imposturas en que pretendió fundar su usurpación… con la furia de un tirano sin ley y sin medida, reúne cuantos elementos puede arrancar de sus infelices vasallos para traer venganza, desolación y muerte sobre nuestro territorio".
La fuerza naval brasileña se compone de ochenta unidades, de las que cincuenta son buques poderosos. Las Provincias Unidas, en cambio, con proverbial negligencia -y a pesar de los esfuerzos con que se construyó la Escuadra de 1814-, sólo tienen dos bergantines, doce cañoneras y una lancha que transporta piedras desde Martín García (!). Vencidos los españoles, los argentinos desmantelaron su escuadra…
Doce días después de proclamada la guerra, rodea a Buenos Aires la impresionante flota imperial y establece el bloqueo. Conmina a los buques neutrales a retirarse. Su jefe, vicealmirante Ferreyra de Lobo, asegura que "ni un pájaro cruzará la línea bloqueadora".
El Gobierno ofrece el mando de la fuerza naval argentina al capitán de navío Robert Ramsay, cuyos servicios había contratado Rivadavia en Inglaterra. Ramsay adhería a la causa patriota y vino para crear la Escuela Naval. Pero este distinguido marino británico rehúsa la dirección de la Armada, porque -a su entender- nadie está más capacitado para actuar en la lucha que el ya probado Almirante Guillermo Brown.
Se cumplían siete años desde que Guillermo Brown había regresado al país. Siete años anodinos consagrados a la vida familiar y a sus odiosos perseguidores invisibles. La guerra intestina produjo acciones navales de uno y otro bando, que fortalecieron la experiencia de muchos marinos. Es necesario designar inmediatamente un gran jefe, de esos cuyo nombre desata súbita resonancia. La lista es más extensa que la manejada por el Director Supremo en 1814. Pero, al margen de ella, superándola, brilla el nombre interdicto. La gravedad de la coyuntura prodiga a las autoridades la lucidez que faltó en el malhadado juicio. Superando resentimientos y formalidades pacatas, el Gobierno se dirige al silencioso chacarero de Barracas. La figura principal del gobierno es Bernardino Rivadavia, con quien cultiva una amistad sincera y devota desde que se relacionaron en Inglaterra. Las difíciles circunstancias generan una tardía justicia, forzada por el peligro, no por la ética. Pero Brown no formula reproches: entiende que lo necesitan de manera imperiosa. Elizabeth tampoco ofrece resistencia, la patria de sus hijos está amenazada. Se encierra él llorar: siente vergüenza de que en ese momento la embargue el orgullo y la emoción de ser la compañera del hombre buscado para salvar el país.
El decreto ahora no permite confusión alguna porque pone bajo las órdenes de Brown a "todos los comandantes y oficiales y tripulaciones de los buques de guerra, y dejando a su dirección los trasbordos y arreglos que considere necesarios, como que él solo es responsable de las operaciones a que pueda ser destinado", y le facilita cuantos auxilios requiera para que las naves se pongan en estado de servicio y satisfagan su confianza.
Robert Ramsay, mientras, es enviado a Inglaterra en una misión del Gobierno. Antes de partir rinde homenaje al digno irlandés, obsequiándole su espada. En el espíritu de Brown, una racha luminosa barre con los espectros. Recupera su energía y su equilibrio. Es otra vez el jefe que adoran sus tropas, que afirma la confianza, que arrancará a las tempestades su victoria.
El primer inconveniente no es la lucha contra el Brasil sino contra la imprevisión nacional: no encuentra útiles ni enseres para carenar las pocas embarcaciones existentes, ni un rudimentario almacén de marina. Tampoco operarios para construir buques: en todo el país no se podrían reunir cien carpinteros y calafateros idóneos. El Gobierno estuvo más preocupado en luchar contra los caudillos y destruir hombres como Larrea, Vieytes, Monteagudo, Posadas, los hermanos Rodríguez Peña y Brown que en conservar siquiera -no se hable de incrementar- el poderío ganado en acciones anteriores. Los viejos cañones fueron instalados como postes en las veredas frente al parque del arsenal… Tampoco había pólvora. En proporción, las Provincias Unidas estaban peor en 1825 ante Brasil, que en 1814 ante España.
Brown ordena desenterrar los cañones. Recluta marineros y operarios de maestranza ocupados en los saladeros. Acopia lienzos para velas, cuerdas, cables, maderas, ganchos, aparejos. Ordena construir almacenes. Por el decreto contra la "vagancia", de 1815, todo individuo que no fuera propietario ni estuviera bajo las órdenes de un patrón, debía realizar cinco años de servicio militar; de esta manera los campesinos arruinados y la mayoría de los gauchos engrosan las fuerzas anónimas de la patria: se convierten en los héroes peor pagados en vida y más olvidados en muerte. Brown confía al carpintero español Angel Pita la dirección de los precarios astilleros y la inspección al teniente coronel Juan Bautista Azopardo, que acaba de retornar de España, donde sufrió prisiones, fue condenado a muerte y dos veces estuvo a punto de subir al patíbulo.
La escuadra nacional está lejos de compararse con la brasileña. Los magros buques reparados acongojan. Brown exige naves de mayor porte. El Gobierno ya no discute como antes: acata. Y el Jefe del Estado en persona, con su ministro de Guerra, interviene en las operaciones comerciales pedidas por Brown. Hacen comparecer a los propietarios de las embarcaciones elegidas, ajustan con celeridad el precio y compran tres bergantines, tres goletas y una fragata. A esta última bautizan 25 de Mayo , en homenaje a la primera 25 de Mayo que apresara Romarate. Brown izará su insignia en esta fragata y dará cumplimiento a la profecía popular: "La 25 de Mayo hará invencible la causa americana".