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– This is a great country, but, what a pity, there are many blackguards! [1]

El auditor general, doctor Juan José Paso, interviene para restablecer el sentido común. Propone una fórmula mediante la cual, "sin pronunciar una declaración de inocencia, mande sobreseer y archivar el proceso de esta causa, restableciendo sin nota al coronel Brown procesado, a su libertad, empleo y prerrogativas".

El juicio largo y la prisión bochornosa agotan los restos de paciencia que aún ardían en el pecho de Brown. El 23 de agosto de 1819 se dirige al Director Supremo: "hace más de diez meses queme hallo preso (…) Yo, Señor Exmo., ya no tengo de qué subsistir, los recursos de los amigos que me favorecen están agotados y, al fin, en una imposibilidad absoluta de subsistencia". Más adelante resume su situación con un breve párrafo: "… al tercer día de mi llegada a Buenos Aires fui confinado en una prisión militar durante 40 días y, después, juzgado por el Consejo de Guerra Militar, en un proceso que duró cerca de un año hasta que se dictó sentencia, la más injusta que pueda darse".

Guillermo Brown es absuelto, finalmente, pero se dispone su retiro absoluto del servicio, "con sólo goce de fuero y uniforme".

Cuenta su dolor y las terribles secuelas: "Esto y la injusticia de que fui víctima en Inglaterra, obraron sobre mi mente. También estaba separado de mi familia, la que quizá no tardaría en pasar necesidades y faltarle el pan. Hacia mediados de septiembre de 1819 enfermé de fiebre tifoidea. Privado de mi razón, el día 23 me arrojé desde la azotea de la casa del señor Reid, de tres pisos, rompiéndome el fémur y cometiendo otros actos que, espero, el Todopoderoso me ha de perdonar. Después de este accidente estuve seis meses en cama acostado de espaldas, sin poder mover un miembro o mi cuerpo. Sólo sabe Dios lo que sufrí".

Cruel es la patria naciente. Golpea con mano irrespetuosa, y no solamente a Guillermo Brown. Juan Larrea, que había sido miembro entusiasta de la Primera Junta y constructor de la escuadra patriota, también fue procesado en 1815 por un tribunal especial donde predominaron los intereses políticos; antes lo habían encarcelado en la lejana San Juan, de donde regresó como diputado a la Asamblea Constituyente. Ahora lo humillaban secuestrándole sus pocos bienes y "con la partida de registro que haga constante su expulsión". Se radicó en Francia, pero tres años después regresó al Plata, instalándose en Montevideo, donde apenas podía "asegurar el sustento de su familia" -como escribe a San Martín-, hasta que en 1822, gracias a la Ley del Olvido, pudo regresar a Buenos Aires. No obstante, la tragedia pellizca sus talones y la reanudación de las persecuciones políticas lo agotan. El abnegado y leal Juan Larrea, el hombre de flequillo partido, de fúlgida inteligencia, de moreniana combatividad, se suicida.

[1] Éste es un gran país, pero ¡que lástima!, hay demasiados bellacos.


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