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A la entrada del río Guayas, Guillermo Brown convoca a sus oficiales y ultima el plan de acción. Quiere proceder con rapidez: el militar de Nueva Granada al que había liberado antes de llegar al Perú le informó sobre el clima de insurgencia que reinaba en Quito. Era obvio que una irrupción súbita de naves corsarias contribuiría a reforzar la embestida patriota. Pero sabe que debe proceder con sigilo: sus fuerzas son demasiado limitadas. Además, debe controlar los siete buques apresados y centenares de prisioneros tomados a lo largo de su trayecto en el Pacífico.

En la Isla de Mortajo deja a los prisioneros, para bien de la seguridad general; antes de abandonarlos les provee abundantes víveres. Luego apresa otros dos bergantines y fondea el largo convoy en la isla de la Puná, sobre el ingreso al caudaloso río. Confía a su hermano Miguel la comandancia de la Hércules y el Halcón . Su cuñado Walter se repone de la profunda herida.

Arbola su gallardete en el Trinidad y, respaldado por una goleta piloto y una selección de los mejores hombres, remonta el tortuoso Guayas. Sus orillas son pantanosas, cubiertas de esteros y malezas. De su superficie emergen las dentadas mandíbulas de los cocodrilos, muchos de ellos en las orillas, arrastrándose por el barro mientras el sol reverbera en sus repugnantes cueros de esmeralda.

A cinco leguas de Guayaquil aparece el primer obstáculo: el fuerte de Punta Piedras. Atacará, como de costumbre, durante la noche. El Trinidad se oculta en un recodo. La vegetación es análoga a la que Brown conoció durante su juventud en las Antillas. Zumban los mosquitos y el calor es pegajoso. Las aguas mansas se tiñen de rojo, luego violeta. Cuando el negro borra los contornos, el bergantín se pone en movimiento, como si un pedazo de la selva se desprendiera y deslizara en silencio hacia el fuerte. Antes que suene la alarma, las columnas penetran haciendo fuego y lanzando enronquecidas vivas a la patria. Varios hombres trepan hasta la cúspide y arrancan la bandera del Rey. Hierve la confusión y en poco tiempo los invasores se apoderan del baluarte.

Brown no dispone de gente para guarecerlo; entonces destruye las baterías, desmonta los cañones y sigue hacia la estratégica ciudad con la prontitud del relámpago. Los realistas le ofrecen resistencia con una batería en los suburbios. El empuje de Brown ya es arrollador y consigue desalojarlos. Queda el último baluarte antes de entrar en triunfo en Guayaquil: el castillo de San Carlos. Desde sus torres se abre un volcán de fuego contra el Trinidad . Brown ordena avanzar a toda marcha para asaltarlo de inmediato.

Ya cunde el pavor entre los habitantes de Guayaquil. Muchas familias huyen hacia la montaña, otras se internan en el río. Numerosos patriotas pugnan por un levantamiento general contra el dominio realista, pero son enfrentados y desautorizados por la enérgica palabra del obispo. La lucha sigue desarrollándose de manera favorable a Brown: entre los defensores se extiende el miedo y agotan las municiones. La marea del Guayas, empero, desciende de golpe y el Trinidad queda varado en seco. Algunos de los botes que lo acompañaban como apoyo, en lugar unirse a la nave capitana como se les indica, se internan en la población, ebrios de victoria, y sus hombres se dedican a un escandaloso saqueo.

– ¡Malditos delincuentes! -gruñe Brown.

La vocinglería aumenta el derrotismo de las defensas. Pero, advirtiéndose desde el castillo de San Carlos el inconveniente que entrampa al Trinidad , renuevan las andanadas. Varios soldados bajan hasta un parapeto formado por un almacenamiento de maderas y abren descargas de fusil. La cubierta del bergantín se llena de muertos.

A partir de ese instante los realistas retornan la iniciativa y se disponen a cobrar una venganza. Protegidos por la artillería, abordan la embarcación inmóvil y comienzan a matar con tiros de pistola a los hombres acorralados. Brown dice a dos marineros que salten al agua. Dudan: abajo aguardan los cocodrilos con las bocazas hambrientas. Brown se quita las botas y da el ejemplo. Los realistas le disparan mientras nada vigorosamente hacia la goleta piloto que espera fuera del alcance de las balas. Un tiro mata a un marinero. El almirante bracea con toda energía pero la dirección de la corriente es desfavorable, no llegará nunca. Siente que sus fuerzas disminuyen con rapidez. Indica a su acompañante que regrese. Las balas se hunden a los costados. Su último acompañante es también muerto. Una formación de cocodrilos empieza a rodearlo y entonces decide enfrentar el poder de los enemigos humanos: retorna a la nave y trepa por la escalerilla que le tienden los españoles, ansiosos por capturar viva a semejante presa.

La ropa empapada pesa mucho. En cubierta brama la gritería de una batalla en pleno fragor. Queda estupefacto al comprobar que los realistas ultiman con puñales a los heridos y moribundos. Es una ordalía de odio. Se abalanzan sobre los caídos abriéndoles el vientre o degollándolos. Algunos inválidos, con una pierna o un brazo destruido, se arrastran como serpientes hacia la borda con la esperanza de arrojarse al agua, otros tratan de ocultarse bajo los cadáveres. Las botas pisotean cabezas y la sangre corre a borbotones. Brown se apodera de un sable y una mecha encendida y corre hacia la santabárbara. Con voz de trueno exige que pare la carnicería o hará estallar la nave. La soldadesca se sosiega ante la visión de este hombre decidido, chorreando agua y sangre, con el fuego en alto. El jefe realista ordena cesar la lucha y jura por su honor que respetará como prisioneros de guerra al comandante y a todos los sobrevivientes.

A Brown no le quedan ropas para cambiarse: los soldados han saqueado cámaras y baúles. Encuentra una bandera argentina abandonada sobre cubierta. La alza, la dobla en cuatro y se envuelve en ella. Al descender a la playa, hombres y mujeres se aglutinan para observar al intrépido que hizo tambalear el Callao, conquistó el fuerte de Punta Piedras y estuvo a un paso de ingresar triunfalmente en Guayaquil. Entre los curiosos se encuentra el obispo que logró frenar un levantamiento patriota. Brown camina con porte arrogante, el cabello y la barba desgreñados, seguido por los cuarenta y cuatro hombres que escaparon de la masacre, casi todos heridos. No parece un derrotado. Nadie se atreve a pronunciar un denuesto, ni un grito, ante su insólita majestad.

El capitán de navío Juan Basca y Pascal, gobernador de la plaza, cumple con la palabra empeñada. Envía ropas a Brown y lo invita a su mesa.

Brown toma un baño, afloja sus músculos sometidos a un esfuerzo sobrehumano, se viste y, asumiendo la dignidad de jefe naval, se presenta en la residencia. Un soldado lo acompaña alzando un candelabro de oro. El gobernador está cenando en compañía de las más ilustres personalidades de Guayaquil, que han concurrido para felicitado por su victoria.

– Venga -dice a Brown con un gesto generoso y sonriente-; siéntese a mi lado, porque aunque usted nos ha dado algo que hacer para ayudar a nuestro apetito, estoy resuelto a que cene con nosotros, sin ceremonia.

Brown se ubica con naturalidad, como si se encontrara en una recepción de aliados. El obispo, sentado a la derecha del gobernador, se sorprende por su compuesta calma.

– ¿Por qué parece tan cómodo y contento como si estuviera en Buenos Aires y entre sus amigos? Usted no sabe en qué manos ha caído -e inclinándose para que el cuerpo del gobernador, sentado entre ambos, no le quitara de vista el ojeroso rostro de Brown, agrega-: ¿O espera escapar de aquí con vida?

Brown responde con lentitud: sabe perfectamente que está en manos españolas. Y como el silencio que impera en el cuarto lo invita a seguir hablando, añade que él hizo muchos prisioneros españoles respetando y asegurando sus vidas. Pero de todas maneras, no le afligía perder la suya. Claro que tenía esposa e hijos, quienes estarían de duelo. Hasta entonces su carrera cursó con éxito y era gloriosa.

– Si ahora perderé la vida de una manera tan trágica -concluye mirando al obispo-, deseo tener el placer de beber una copa de vino con Su Reverencia.

No sólo el obispo, sino el gobernador y los demás caballeros sentados a la mesa beben con el prisionero. "Después de esto -recuerda Brown- no se habló una sola palabra con la intención de herir mis sentimientos". "Estoy cierto que si hubiera actuado como servil o tímido, la muerte hubiera sido mi destino".

Los demás prisioneros son confinados con menos restricciones y pueden establecer contacto con los nativos. Explican las razones de la expedición y ganan su simpatía.

El gobernador Basco y Pascal mantiene otras conversaciones con su intrépido prisionero. Sabe que Brown es autor del descalabro realista en el Río de la Plata. Lo hace ir a su despacho donde, cruzando las piernas, le hace una confesión:

– He ganado, mi estimado coronel Brown, merced a un aliado imprevisto: el río Guayas. Si no hubiese descendido bruscamente su nivel inmovilizando al Trinidad , usted ya estaría dominando Guayaquil.

Brown le agradece la cortesía con un movimiento de cabeza. Luego el gobernador lo invita a servirse de una gran fuente que desborda frutos tropicales. Puede utilizar la vajilla de plata y beber en copa cuyo cristal fue traído de Venecia.

– Tenía pocas esperanzas de vencerlo -continúa el jefe español-, porque las infectas ideas revolucionarias ya perturban a demasiada gente. Son como niños ¿sabe?, piensan que basta echarnos para formar una gran nación. ¡Qué ingenuos! En primer lugar la suerte nos favorece, como usted acaba de enterarse; en segundo lugar, las acciones estrambóticas terminan en el ridículo. Dicen que su Gobierno prepara un gran ejército para cruzar los Andes y atacamos en Chile. Y bien, mi coronel, o no hay tal ejército o lo destinarán a. otro frente, porque hasta ahora ni una columna se atrevió a escalar el primer risco. Algo más: ¿sabe que el general Rondeau fue destruido en la batalla de Sipe-Sipe?

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