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Naves de poco calado -sumacas, faluchos, balandras, lugres, pinazas- se desplazan por el río anchísimo en un laborioso comercio que el monopolio español se esfuerza por mantener dentro de madre. En la Banda Oriental el negocio de cueros y el contrabando nuclean la actividad de los pudientes. Brown se entera de la abundancia increíble de vacunos que se reproducen en territorios que ni siquiera fueron colonizados, y que la apropiación de estos bienes se hacía más de hecho que de derecho. Establece contacto con ciudadanos británicos y estadounidenses -por la comunidad de lengua- y se esmera en aprender castellano, al que jamás lograría domar. Adquiere una embarcación de cabotaje para comerciar con los puertos brasileños.

Pero antes sale de Montevideo, cruza el dilatado río y el 18 de abril de 1810 ingresa por primera vez en la capital del Virreinato. En sus hondas faltriqueras se arrugan varias direcciones. No le resulta complicado orientarse. Buenos Aires es parecida a Montevideo, con pocas casas altas, aunque algunas muy bien construidas. El Fuerte protege a la ciudad, rodeado de un foso profundo que se traspone por puentes levadizos. En el otro extremo de la plaza domina el Cabildo, en cuyos altos vive el alguacil mayor. La atmósfera de otoño es transparente y al atardecer un airecillo de hierba perfuma las calles. Le advierten que el nombre de la ciudad no garantiza el clima: llueve demasiado, y entonces la luz argéntea desaparece por semanas. Los carruajes y los animales se hunden en el barro pegajoso, las casas bajas son invadidas por las corrientes sucias, los negros y mulatos forman legión -empapados los pobres hasta los huesos- para socorrer a los vehículos entrampados en el légamo universal.

Brown atraviesa las esquinas haciendo equilibrio sobre tablones provisorios y tiene que mudar varias veces la ropa para continuar sus actividades. En mayo el sol puja efímeramente por restablecerse. Fulgen por horas los charcos en la plaza mayor. Tras las retorcidas rejas se abren las ventanas que ventilan interiores donde lucen espléndidos muebles de caoba y jacarandá. Mientras Brown conversa con un comerciante originario de Bastan llamado Guillermo Pío White, una carreta sobrecargada de carne avanza pesadamente; se bambolea sobre la calle accidentada; y un enorme cuarto de vaca empieza a resbalársele desde lo alto. Unos chicos hacen señas al carretero, pero el hombre encoge los hombros: ¡qué importa un poco más o un poco menos de carne! La jugosa pieza cae al suelo y se aplasta en el barro. Brown no oculta su perplejidad: ese enorme y suculento trozo haría las delicias de una aldea entera en Europa. -Aquí hará la delicia de los perros -contesta su interlocutor-: los perros de Buenos Aires engullen tanta carne que ni pueden moverse, no sirven ni para ahuyentar ratones. Tenemos tantos ratones que valen por un ejército.

En contraste abundan los comercios donde se vende ropa de buena calidad. Los habitantes con recursos visten a la moda europea, aunque sin extremar el lujo. White lo invita a una reunión donde las damas y caballeros revelan destreza en la danza y pulimientos en la conversación. Pero sobre todo detecta un aire de vísperas que no soplaba en Montevideo. Averigua, se interesa, le proporcionan datos sugerentes, inquietantes. Cuando recorre las calles observa que mientras las negras vocean empanadas, los hombres discuten con ardor. Le cuentan que no sólo se discute en las calles, sino en salones, patios, zaguanes, atrios y hasta jabonerías.

Fernando VII fue arrestado por el águila napoleónica. Estas tierras quedan sin dueño nominal y sus presuntos herederos o representantes se disputarán la posesión. Brown desatiende su programa comercial, atraído por los sucesos que se precipitan. Estas tierras del "fin del mundo" sacuden sus costras de quietud. Y él ha llegado para presenciar el momento exacto en que se producirá la detonación. Como si su tío, desde las vecindades de Dios, hubiera dispuesto que experimentase por él la pascua que se frustró en Irlanda, el fulgurante salto de un pueblo hacia la libertad. Vive con arrebato la tensa y lluviosa semana en que trepida el Cabildo, se expulsa al Virrey y se establece una Junta. Se abre paso a codazos para oír una arenga del doctor Mariano Moreno, a quien llaman el jacobino y cuya impetuosidad vale por una legión; entiende poco lo que dice, pero su voz y el entusiasmo que desencadena lo transportan a los montes donde el sermón y el viento y la sangre galopaban al Unísono. También conoce al hábil Juan José Paso: sus argumentos tienen el filo de los aceros damasquinados que en cuatro fintas desbaratan un alud de puntas españolas; un hombre así les hacía falta a los irlandeses para tapar las sucias bocas de los parlamentarios que en Londres sancionaban leyes de hambre y dolor. Brown lo contempla con extrema simpatía, la misma que Juan José Paso le tendrá a él cuando, tan sólo una década después, intercederá ante el Ejecutivo para sacarlo de la cárcel.

Sonríe ante el travieso desafío de los emblemas blanquicelestes -un color tan pálido- contra las franjas ignívomas de la Corona. Le fascina la temeridad del proceso: esta gente no dispone de tropas adecuadas para defenderse de las aguerridas formaciones realistas que vendrán a aplastarlas, ni asomo de escuadra para detener un solo buque adversario. Pero le gusta, lo marea, lo embriaga, lo deleita la palabra que se repite con obsesión y que aprende a pronunciar y gritar: libertad, libertad. En su defectuoso castellano se desgañita en la plaza, frente al adusto Cabildo.

Elizabeth -cuando él le narra exaltado lo que ha visto- comprende su transformación. No es un hombre diferente: ha vuelto a ser el Guillermo de Foxford, el que conoció a través de gestos, impulsos, relatos llenos de pasión. Le acaricia la diestra huesuda y contempla su nariz larga, su mentón abultado, sus labios gruesos y entreabiertos, sus ojos rejuvenecidos. Intuye que ha calzado en una ruta plagada de incertidumbre y de tormentas. Que la ha elegido y no la abandonará.

Por el momento Guillermo Brown carga su pequeño buque y parte hacia Brasil: debe continuar -trabajando como marino mercante. Lo acompaña su esposa. Llegan a la lejana y pintoresca Bahía. Pero sus autoridades le deparan una sorpresa terrible: consideran que sus papeles no cumplen los requisitos legales. No escuchan sus protestas ni ruegos: proceden con dureza y le confiscan la nave. ¿Qué hacer? El perjuicio económico resulta demasiado serio; no tiene recursos para comprar otro buque ni reponer las mercaderías. Golpe muy severo, este que le infligen los portugueses. Lo hunden en un fondo de saco. Y para salir de él no tiene más alternativa que desandar el camino, retornar a Inglaterra donde dejó fondos y está la familia de Elizabeth. Es un regreso desagradable, encapotado. Pero inevitable. Permanecerá lo necesario para recomponer su patrimonio. Además, dentro de pocos meses su mujer dará a luz; conviene que la asistan en Londres, aunque sigue determinado a construir su hogar junto al Río de la Plata.

En Inglaterra retorna los contactos. Los años de actividad comercial en la isla no fueron estériles. En octubre nace Elisa, la rubia y grácil Elisa que sólo permanecerá diecisiete años en el mundo. Guillermo no oculta la verdad a su familia: no se quedará en Europa. ¿Por qué empeñarse aún en la aventura?, preguntan sus cuñados. No es aventura, no… no sabe explicarse. Allí, en "el fin del mundo", un pueblo harapiento hará triunfar algo grandioso que se frustró en Irlanda. Su tío lo hubiera acompañado radiante a esa plaza embarrada por la lluvia pertinaz para dar voces y golpear los portones del Cabildo.

– Pero, ¿y qué tiene eso que ver con tus negocios?

Decididamente Guillermo no sabe explicarse. Su respuesta es comprometer la totalidad de su fortuna en otro buque que bautiza con el apócope del nombre de su mujer y que ya es el de su primera hija: Elisa. Se juega a cara o cruz. Pero dejará al margen del riesgo lo que más adora: esta vez partirá solo para acondicionar el camino. Las mujeres quedarán en Inglaterra hasta que él se establezca en Buenos Aires y pueda recibirlas como merecen. La decisión es dura, tiene que soportar advertencias, consejos y hasta amenazas. No cede porque bulle una premonición. Los mazazos del infortunio le han golpeado la nuca muchas veces y percibe la proximidad de otro impacto. Zarpa solo, con inquietud, con pena.

En efecto, en las proximidades de la ensenada de Barragán naufraga su buque. Es el impacto presentido.

Pero no pierde la serenidad. Como en Metz, como en Verdún, se ilumina ante el peligro. Controla a la tripulación, imparte órdenes precisas. Y salva la totalidad del cargamento. Después organiza un convoy, se pone a su cabeza y parte hacia Chile por tierra. En las poblaciones del trayecto vende las mercaderías rescatadas del naufragio. No ha hecho ni la mitad del camino y ya puede conformarse con una ganancia excelente. Entonces tuerce hacia Buenos Aires, donde se asocia con el dinámico, fascinante y rico comerciante norteamericano Guillermo Pío White, a quien había conocido en vísperas de la Revolución de Mayo. Entre ambos compran la fragata Industria para realizar el primer servicio de cabotaje sistemático entre esta ciudad y Colonia.

Contento, escribe a su mujer avisándole que puede venir con la pequeña Elisa y el recién nacido Guillermo; los espera ansioso y feliz.

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