Las dificultades que acosan al gobierno de Rivadavia apresuran las negociaciones de paz con el Brasil, aunque ya había comenzado a disminuir su presión sobre el Río de la Plata. El doctor Manuel García, en representación de los argentinos, cede a las maniobras diplomáticas de los ingleses y se extralimita en sus atribuciones: firma una Convención Preliminar desfavorable que las Provincias Unidas repudian. Sin embargo, su traspié es demasiado oneroso para no producir una conmoción. La cabeza visible sobre la que se centran los reproches es el Presidente de la República. Bernardino Rivadavia no puede sostener su autoridad y renuncia el 27 de junio de 1927; al día siguiente se despide de los marinos de la Escuadra Nacional: "Séame lícito -expresa- agradeceros los días de gloria con que habéis señalado la época de mi mando. A vosotros y a vuestro invicto Almirante se debe el terror que inspira el pabellón argentino a los que osaron llamarse dominadores del Río de la Plata".
Inglaterra, a través del hábil Lord Ponsonby, estimula a las partes para llegar a un arreglo que beneficiará precisamente a Inglaterra. El 27 de agosto de 1828 se firma la Convención Preliminar de Paz que es ratificada por la Convención Nacional reunida en Santa Fe. Para el canje de las ratificaciones que ponen fin a la dolorosa contienda -independizando a la Banda Oriental- son designados Guillermo Brown y Miguel de Azcuénaga.
El general Juan Ramón Balcarce, ministro de Guerra y Marina, le remite sus despachos de brigadier general, el más elevado rango del escalafón, afirmando que esta distinción merecida por tantos títulos, es "muy pequeña si la comparamos con los importantes y grandes servicios que usted tan gloriosamente ha prestado a la causa pública".
Brown, en su respuesta, "fluctúa entre los sentimientos de gratitud y los que tiene de su no merecimiento". Afirma que eligió este país como su patria y que sus deseos se colman al ser admitido por sus ciudadanos. "Habiendo conducido la guerra -añade- y debiendo por lo mismo la fuerza naval recibir una nueva forma", cree que su persona es innecesaria y ruega ser separado del servicio activo. Pero si en otra ocasión fuese reclamado, "con el mayor alborozo" se apresurará en volver a luchar con "tan dignos compañeros y valientes compatriotas". Pero, entretanto, "desea contemplar en la vida privada las glorias de la Patria" y "educar a sus hijos de manera que, penetrados de la dignidad del país, puedan un día ser útiles y elevar los votos de su padre".
Brown quiere retirarse, pero no lo dejarán hacer su voluntad.
El término del conflicto no conduce a una pacífica organización nacional. Recrudece la añeja tirria entre federales y unitarios. El general Juan Lavalle, reputado como la mejor espada de la República, al terminar el año 1828 decide deponer al coronel Dorrego y asumir la Gobernación de Buenos Aires que ejercía el popular jefe federal. Lo impulsa una limpia aspiración… que no le deja ver la limpia aspiración de su adversario. Comienza una etapa tenebrosa protagonizada por el enfrentamiento de estas dos personalidades puras y recias. Lavalle ha sido convencido de que el mal de la República puede ser extirpado con las armas y que, entre otros, exhibe un nombre: Dorrego. Es un soldado que no entiende matices, intrigas, intereses, ni diversidad de enfoques. Con el sable desenvainado corre a salvar a la patria del monstruo que la amenaza. Y se convierte él mismo en monstruo.
Dorrego organiza sus fuerzas en la campaña, donde los gauchos lo adoran. Lavalle decide buscarlo donde esté. Necesita delegar el mando que acaba de asumir en Buenos Aires y elige al hombre más popular de la ciudad. Brown se resiste, prefiere aislarse en su caserón de Barracas a participar en esta guerra sucia. El general insiste que tiene obligaciones patrióticas inexcusables y le asegura que sus funciones durarán poco tiempo. Insiste hasta imponerle el título de Gobernador delegado, el 6 de diciembre de 1829.
El domingo siguiente más de doscientos ciudadanos presididos por el Jefe de Policía ingresan en el salón de recibo del Fuerte para felicitar a Guillermo Brown por su flamante cargo. Uno de los concurrentes le dice con ampulosidad que el pueblo de Buenos Aires ha recibido con júbilo su designación porque en su persona los argentinos habían levantado un altar de reconocimiento y que, deseosos de ofrecerle un testimonio público de sus sentimientos le pedían que concediera a una parte de los allí congregados, el honor de hacer la guardia de la Fortaleza. Brown no quiere semejante homenaje, dice que se siente bien recompensado y les ruega que lo dispensen de esta nueva distinción. Pero la delegación no acepta retirarse, de modo que poco después, cincuenta hombres y tres oficiales, con música y bandera, relevan a la guardia veterana. El curtido y sensato Almirante no está feliz:
– La situación del país es triste -murmura mientras le presentan saludos.
Está inquieto, no encuentra sentido a la carnicería en curso.
– Esto es brutal e ilógico -repite a los allegados.
Presenta la renuncia, que Lavalle rechaza volviendo a recordarle sus deberes de soldado. Brown no duerme, se lo ve irritado, lee los partes de lucha con creciente dolor. El coronel Dorrego, apresado por los unitarios, solicita al Almirante Brown que utilice sus influencias para que le permitan salir del país. Brown escribe a Lavalle con encendida preocupación, solicitándole que acceda. Entiende con más inteligencia que los mismos argentinos el daño que puede originar cualquier exceso. En contraste con las opiniones de Juan Cruz Varela y Salvador María del Carril, es partidario de salvar esa vida "asegurando su comportamiento de no mezclarse en los negocios políticos de este país, con una fianza de 200.000 o 300.000 pesos de que responderían sus amigos".
Cuando trasladan a Dorrego, dirige una nota al jefe de la escolta recomendándole "la necesidad que hay de la seguridad del individuo; en ello hará usted un servicio al país". También se dirige a Juan Manuel de Rosas, en su afán por detener la tempestad, imponiéndole de los graves acontecimientos ocurridos y pidiéndole se abstenga de tomar parte en las luchas de hermanos; "no se conseguirá más que envolver al país en desgracia y sangre". Sus oscuros temores pronto se convertirían en espantosa realidad.
Mientras, en su breve actividad como hombre de Estado honra al primer administrador de la vacuna en Buenos Aires y nombra a Alejo Outes en la cátedra de Física Matemática. En el Boletín del Gobierno publica una exhortación calificando a la guerra civil como "la barbarie contra la civilización y el crimen contra el orden".
Las coincidencias resultan asombrosas. Durante el breve y angustioso interregno de Brown ancla cerca de Buenos Aires un navío llamado Condesa de Chichester . A bordo viaja nada menos que el legendario general José de San Martín quien, informado sobre las luchas interiores, se resiste a desembarcar en la patria ensangrentada. Tomás Espora acude a presentar sus saludos al inolvidable jefe. Y San Martín, bajo la mirada de Espora, escribe al Gobernador delegado: "Yo no tengo el honor de conocerlo (a Guillermo Brown), pero como hijo del país, me merecerá siempre un eterno reconocimiento por los servicios tan señalados que ha prestado".
El héroe de los Andes y el héroe del Plata no se encontrarán nunca, pese a que respiraban el mismo aire del ancho río a sólo metros de distancia. San Martín retornará al melancólico ostracismo, Brown a su refugio en Barracas.
Pero antes ocurre el desastre presentido: Dorrego es fusilado por orden de Lavalle e instigación de quienes lo abruman con cartas y consejos belicosos. La tragedia de Navarro actuará como disparador de la noche que se desplomará sobre el país. El agridulce Almirante se desmorona al recibir la noticia: acaba de terminar una etapa de la historia nacional o -mejor dicho- de empezar otra, enlodada por el fanatismo.
El 4 de mayo de 1829 reitera su renuncia. "En diferentes ocasiones -escribe a Lavalle- he manifestado a V.E. los ardientes deseos que me animan a dejar el delicado puesto a que V.E. se dignó llamarme y que ocupé por la sola razón de no excusar sacrificio en favor de un país a quien debo tantas consideraciones y beneficios". Manifiesta que no puede soportar la carga, carga que sobrellevó con el único anhelo de traer la tranquilidad a este pueblo. Cuando "ha sido necesario combatir a los enemigos de la República, he cumplido el deber de un soldado y nunca he huido de las fatigas y el peligro". Pero ahora reclama decididamente que se lo libere de esas funciones.
Lavalle ya no logra oponerse a la fuerza de la dimisión y la acepta, formulando los más altos conceptos que le merece Brown. Nombra en su reemplazo al general Martín Rodríguez.
El modesto héroe de la guerra contra España y el Brasil se recluye en el castillejo de Barracas. Está rodeado de pajonales, recuerdos y fantasmas.