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El cuadro marítimo de la guerra entre Brasil y las Provincias Unidas comienza a sufrir modificaciones. La superioridad en número, recursos y capacitación, no alcanza para llamar a sosiego a la escuadra de Brown. El dominio brasileño del Plata ya es cuestionable. En las Provincias Unidas prende la esperanza en una victoria que parecía imposible. El Gobierno, entusiasmado con la pericia del Almirante, le propone realizar una expedición corsaria sobre las costas del Brasil para contrarrestar las depredaciones autorizadas por Pedro I. Y para que sufran la calamidad de los ataques en su propio territorio. Con ese fin le extiende doce patentes de corso en blanco. Brown las recoge de manos del Presidente de la República. Un duende maligno cruza como golpe de viento recordándole las humillaciones pasadas con el anterior crucero. Comprime las patentes, saluda y se aplica a la acción.

Durante dos meses perturba el comercio y la navegación del Brasil. Provoca la alarma en puertos y fortificaciones. El Imperio, que se consideraba inmune a este tipo de ataques, improvisa medidas tan urgentes como ineficaces. Convoca al almirante Norton, a cargo de la escuadra en el Río de la Plata, para que venga a espantar a los corsarios. Se conjetura que son muchos, que cuentan con numerosos buques. Ignoran que la bulliciosa y terrorífica escuadra de Brown se compone de tan sólo dos barquichuelos, a los que utiliza con ingeniosa variedad de recursos y ardides. Cuando regresa a Buenos Aires, Brown ha hundido o quemado quince naves y sembrado la consternación.

Desde entonces adquiere para amigos y enemigos el don de la ubicuidad. Está frente a determinado puerto. Está en alta mar. Está en el fondeadero controlando la reparación de buques. Persigue con una falúa a embarcaciones brasileñas. Encabeza un convoy. Asiste al teatro. Instruye a los oficiales. Retorna con presas. Ha pasado la jornada visitando enfermos.

Cuentan que al ingresar en el hospital comenzaban la amputación de la pierna de un marinero; al advertir su presencia, la víctima se sobrepone al dolor y perfora el aire con el grito que sacude los combates: "¡Viva la Patria! ¡Viva Brown!". Brown se demora consolándolo.

Dedica parte de su sueldo para ayudar a las monjas Catalinas. Destruye convoyes cariocas. Su nombre corretea por las olas, se desplaza con el viento. Es repetido en ríos, islas, cuchillas, pampas. Lo mencionan los gauchos con cariño, lo mencionan los brasileños con temor.

Brown sigue siendo el hombre agridulce que aprecian quienes lo conocen de cerca. Madruga siempre. Es frugal en las comidas, no bebe más que té y un vaso de vino después de la cena; aborrece el café porque le recuerda sus bochornosas tribulaciones en las Antillas. Es ordenado y pulcro; su ropa de cama se ventila diariamente en el patio de su casa o sobre cubierta cuando está embarcado, su traje no tiene máculas ni arrugas antes del combate. Se ocupa con devoción por los deudos de las víctimas y aporta generosamente en las suscripciones públicas destinadas a socorrer heridos. Sus soldados lo adoran. Y aunque a veces perturbe su creciente extravagancia, no dejan de referirse a él con respeto y admiración. Su fuerte osamenta sostiene a un hombre complejo y atormentado. Nutrido por viejos rencores. Y una descarnada nobleza.

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La guerra fatiga. Se presume un desenlace.

Brown será alumbrado por nuevas victorias. Pero tendrá que pagadas con un terrible sacrificio. Como al Jefté de la Biblia lo coronarán triunfos resonantes, pero deberá pagados con dolor familiar.

En efecto, al norte de Martín García se encuentra una isla pequeña y verde llamada Juncal. En sus inmediaciones se estaciona la tercera división de la escuadra brasileña, aprovisionándose en Arroyo de la China. El 8 de febrero de 1827 se produce un encuentro con la escuadra argentina, abriéndose fuego con los cañones de mayor calibre. El intercambio enardecido dura un par de horas y sobreviene una sudestada que separa a los adversarios y obliga a suspender la lucha. Las anclas se hunden en las arenas del río, acomodándose los buques para reanudar el combate apenas el tiempo lo permita.

Los contendientes pasan en vigilia la noche tormentosa y oscura. Brown ejercerá el mando desde la Sarandí . El joven Drummond -prometido de su hija- comanda la goleta Maldonado . Uno de los más destacados luchadores de la inminente jornada iba a ser el capitán Seguí, al mando del bergantín Balcarce .

El Almirante no se acuesta ni quita el uniforme. Al amanecer cae sobre el enemigo con la plenitud de sus fuerzas. Seguí ataca al Januaria y pronto consigue derribar su mastelero de velacho. Arremete con tanto ardor que su jefe y parte de la tripulación huyen en botes dejando abandonados sobre cubierta a los muertos y heridos. Drummond ataca a la fragata Bertiega y se traba en un combate encarnizado. Un cañonazo certero quiebra el palo mayor y, tras numerosos impactos que deshacen la nave y diezman la tripulación, el comandante brasileño se rinde. Brown, a bordo de la Sarandí , apoyado por cañoneras, sigue apabullando a, varios buques.

Seguí hace frente a la capitana de la flota enemiga y lanza toda su capacidad de fuego. La lucha es reñida y estragante. La furia de ambas partes hace volar pedazos de buque con trozos humanos. Se impone Seguí, pero los brasileños no arrían la bandera, porque había sido clavada al mástil y, como refirió el cronista, "no había a bordo hombre sano que subiera a desclavarla. Estaban contusos, heridos y muertos sus tripulantes, siendo de los primeros el jefe y muertos cuatro timoneles".

Guillermo Brown aborda la rendida capitana. Sus hombres lo miran con devoción., Después de recibir la espada del almirante brasileño, se la obsequia a Seguí.

– Usted es el héroe -dice con justicia.

Se ha consumado el triunfo mayor de la escuadra argentina.

En Buenos Aires lo esperan con fogatas y orquestas. Nadie piensa en dormir, sino en festejar. Brown ya es el hombre más querido y popular de la República. El grabador francés Douville lo confirma de una manera elocuente con estos párrafos: "El Almirante Brown se había convertido en ídolo del pueblo. Todos querían verlo, no se hablaba más que de él. Se le miraba como el salvador de la Patria después de haber derrotado a la flota enemiga en aguas del Uruguay. Muchas personas gastaban gruesas sumas en hacer pintar su retrato". Cuando Douville se inicia en la litografía, comienza por hacer el retrato de Brown y vende enseguida los 2.000 ejemplares que ordena tirar. "Nuestro establecimiento -dice- era insuficiente durante el tiraje para dar cabida al público que esperaba su turno para obtener el retrato". Pronto se realiza una segunda edición, que los porteños vuelven a disputarse. Llueve la gloria.

Nadie presiente el sacrificio.

Tiempo después Elizabeth recordará que estuvo leyendo el libro de los Jueces. Que estuvo leyendo la historia del aguerrido jefe hebreo Jefté, de Galaad…

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