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– Por favor, Emilito, dígame, ¿qué es todo esto? -pregunté.

– Yo sólo soy el cuidador -contestó Emilito-. Todo esto se encuentra a mi cargo -abarcó todo el cuarto con un movimiento de la mano-. Pero no tengo la menor idea de lo que sea. De hecho, ninguno de nosotros sabe lo que es. Lo heredamos, junto con la casa, de mi maestro, el nagual Julián, y él lo heredó de su maestro, el nagual Elías, quien también lo había heredado.

– Parece un cuarto de utilería de teatro -dije-. Pero es una ilusión, ¿verdad, Emilito?

– ¡Es brujería! Puedes percibirla ahora, porque has liberado suficiente energía como para expandir tu percepción. Cualquiera puede percibirla, siempre y cuando haya ahorrado energía suficiente. La tragedia es que la mayor parte de nuestra energía se encuentra atrapada en preocupaciones necias. La recapitulación es la clave. Libera esa energía atrapada y voilá ! Uno ve el infinito delante de sus propios ojos.

Reí al oír decir voilá a Emilito, porque resultaba tan incongruente e inesperado. La risa alivió mi tensión un poco.

– ¿Pero todo esto es real, Emilito, o estoy soñando? -fue lo único que alcancé a decir.

– Estás soñando, pero todo esto es real. Tan real que podemos morir desintegrados.

No tenía ninguna explicación racional para lo que estaba viendo, y por consiguiente no había forma ni de creer ni de dudar de mi percepción. Mi dilema era insuperable y también mi pánico. El cuidador se me acercó.

– La brujería es más que gatos negros y gente desnuda bailando en un cementerio a la medianoche, hechizando a otra gente -susurró-. La brujería es fría, abstracta, impersonal. Por eso llamamos el acto de percibirla el vuelo a lo abstracto o donde cruzan los brujos. Para resistirnos a su pasmosa atracción debemos ser fuertes y resueltos; la brujería no es para tímidos ni pusilánimes. Esto es lo que decía el nagual Julián.

Mi interés era tan intenso que me obligaba a escuchar con concentración sin igual cada palabra dicha por Emilito; durante todo este tiempo mantuve los ojos clavados en los objetos dentro del cuarto. Llegué a la conclusión de que ninguno de ellos era real. Sin embargo, el hecho de que obviamente los percibía, me hizo preguntar si yo no sería real tampoco o si los estaría inventando. No se trataba de que fuesen indescriptibles, simplemente eran irreconocibles para mi mente.

– Ahora prepárate para el vuelo de los brujos -indicó Emilito-. Agárrame si en algo aprecias tu vida. Sujétame el cinturón o súbete de caballito en mi espalda. Pero, hagas lo que hagas, no me sueltes.

Antes de que pudiese preguntar siquiera qué pensaba hacer a continuación, me hizo dar la vuelta a la silla y sentarme con la cara hacia la pared. Luego hizo girar la silla en noventa grados, de modo que una vez más quedé viendo ese aterrador espacio infinito. Me ayudó a ponerme de pie agarrándome de la cintura y me hizo dar unos pasos hacia el infinito.

Me resultó casi imposible caminar; mis piernas parecían pesar toneladas. Percibí que el cuidador me empujaba y me levantaba. De súbito me absorbió una inmensa fuerza y ya no estuve caminando sino deslizándome a través del espacio. El cuidador se deslizaba a mi lado. Recordé su advertencia y agarré su cinturón. Justo a tiempo, porque en ese preciso momento otra ola de energía me hizo acelerar a toda velocidad. Le grité que me detuviera. Rápidamente me subió a su espalda y me agarré lo más fuerte que podía. Cerré los ojos con fuerza, pero daba lo mismo. Observaba la misma vastedad delante de mí con los ojos abiertos o cerrados. Volábamos a través de algo que no era aire; tampoco era por encima de la tierra. Mi máximo temor era que una explosión monumental de energía me hiciera perder mi posición sobre la espalda del cuidador. Pugné con toda mi fuerza por no soltarlo, por sostener mi abrazo y mi concentración.

Todo terminó en forma tan brusca como había comenzado. Fui sacudida por otra explosión de energía y me encontré empapada de sudor, de pie al lado de la silla azul. El cuerpo me temblaba de manera incontrolable. Jadeaba y resollaba al respirar. El pelo me cubría la cara, húmedo y enredado. El cuidador me empujó para obligarme a tomar asiento y me hizo girar hasta dar la cara a la pared.

– Ni te atrevas a orinarte en tus pantalones sentada en esa silla -me advirtió en tono severo.

Me encontraba más allá de las funciones corporales. Estaba vacía de todo, incluyendo el miedo. Lo había perdido todo al volar por ese espacio infinito.

– Eres capaz de percibir al igual que yo -dijo Emilito, asintiendo con la cabeza-. Pero aún no dispones de control en el nuevo mundo que estás percibiendo. Ese control se adquiere con toda una vida de disciplina y de ahorrar poder.

– No lo sabré explicar nunca -dije, y yo misma me di la vuelta para mirar al centro del cuarto y echar otra mirada a ese infinito que se me antojaba ser color rosa. Ahora los objetos que veía en el cuarto eran minúsculos, como las piezas de ajedrez sobre un tablero. Tuve que buscarlos en forma deliberada para apreciarlos. Por otra parte, la cualidad fría y pavorosa de ese espacio me llenaba el alma de un terror absoluto. Recordé lo que Clara había dicho acerca de los videntes que lo buscaban; de cómo miraban esa inmensidad y de cómo les devolvía la mirada con indiferencia fría e implacable. Clara no me dijo nunca que ella misma lo había mirado, aunque ahora sabía que era así. ¿Pero qué caso hubiera tenido decírmelo entonces? Sólo me hubiera reído o la hubiera acusado de fantasear. Ahora me tocaba a mí mirarlo, sin esperanza alguna de comprender qué era lo que estaba viendo. Emilito tenía razón; requeriría toda una vida de disciplina y de ahorrar poder para comprender que estaba viendo el infinito.

– Ahora contemplemos el otro lado del infinito -dijo Emilito y suavemente hizo girar mi silla hasta que estuve mirando a la pared. Ceremoniosamente levantó la cortina negra mientras yo miraba sin ver, tratando de controlar el castañeteo de mis dientes.

Detrás de la cortina había una larga y estrecha mesa azul; no tenía patas y parecía sujeta a la pared, aunque no veía goznes ni ménsulas que la estuvieran sosteniendo.

– Apoya los antebrazos en la mesa y descansa la cabeza en los puños, colocándolos debajo del mentón como Clara te lo enseñó -me ordenó-. Ejerce presión debajo de la barbilla. Sostén la cabeza con delicadeza y no te pongas tensa. Delicadeza es lo que necesitamos ahora.

Seguí sus instrucciones. De inmediato se abrió una pequeña ventana en la pared negra, a unos quince centímetros de mi nariz. El cuidador estaba sentado a mi derecha, aparentemente asomado a otra pequeña ventana.

– Mira adentro -dijo-. ¿Qué es lo que ves?

Veía la casa. Estaba mirando la puerta delantera y el comedor del lado izquierdo de la casa, al que había echado un breve vistazo al pasar junto a él con Emilio la primera vez que usé la entrada principal. La habitación se encontraba muy iluminada y llena de personas. Estaban riéndose y conversaban en español. Algunas se servían comida de un bufete provisto de varios platillos atractivos, bellamente presentados sobre charolas de plata. Vi al nagual y luego a Clara. Estaba radiante y feliz. Tocaba la guitarra y cantaba un dueto con otra mujer que fácilmente podía ser su hermana. Era del mismo tamaño que Clara, pero de piel morena. No tenía los ardientes ojos verdes de Clara. Los suyos eran ardientes, pero oscuros y siniestros. Luego vi a Nélida bailando sola al compás de la melancólica belleza de la tonada. Era de algún modo diferente de como la recordaba, aunque no pude identificar la diferencia con exactitud.

Los observé, encantada, como si hubiera yo muerto e ido al cielo; la escena era tan etérea, tan gozosa, tan libre de preocupaciones cotidianas. Sin embargo, de repente fui sacada bruscamente de mi deleite al ver a una segunda Nélida entrar al comedor por una puerta que había a un lado. No pude creer lo que estaba viendo; ¡había dos de ellas! Me volví hacia el cuidador y lo confronté con una pregunta muda.

– La que está bailando es Florinda -explicó-. Ella y Nélida son exactamente iguales, excepto que Nélida tiene un aspecto un poco más suave -me miró y guiñó el ojo-. Pero es mucho más despiadada.

Conté a las personas en el cuarto. Además del nagual había catorce; nueve mujeres y cinco hombres. Estaban las dos Nélidas; Clara y su hermana morena; y otras cinco mujeres a las que no conocía. Tres definitivamente eran viejas pero, al igual que Clara, Nélida, el nagual y Emilito, tenían una edad indeterminada. Las otras dos mujeres sólo me llevaban unos cuantos años, tendrían quizá unos veinticinco.

Cuatro de los hombres eran mayores y se veían tan fieros como el nagual, pero uno era joven. Tenía la piel morena; era bajo y parecía muy fuerte. Su pelo era negro y rizado. Hacía animados ademanes al hablar y su rostro estaba lleno de energía y expresividad. Tenía algo que lo hacía descollar entre todos los demás. Mi corazón dio un brinco e inmediatamente me sentí atraída por él.

– Ese es el nuevo nagual -dijo el cuidador.

Mientras contemplábamos la habitación, explicó que cada nagual imbuye a la brujería que practica de su propio temperamento y experiencias. El nagual Juan Miguel Abelar, por ser un indio yaqui, había aportado a su grupo la pasión de los yaquis, como un sello que caracterizaba todas sus acciones. Su brujería, indicó, estaba empapada del ánimo sombrío de esos indígenas. Y todos, incluyéndome a mí, estábamos sujetos a la regla de familiarizarnos con los yaquis, de seguir sus vicisitudes.

– Esta perspectiva prevalecerá para ti hasta que el nuevo nagual se haga cargo -me dijo al oído-. Entonces tendrás que empaparte de su temperamento y experiencias. Esa es la regla. Tendrás que ir a la universidad. Está absorto en sus ocupaciones académicas.

– ¿Cuándo sucederá eso? -susurré.

– Cuando todos los miembros de mi grupo encaremos juntos la infinidad en el cuarto que está a nuestras espaldas y permitamos que nos disuelva -replicó con voz queda.

Una bruma de fatiga y desesperación comenzó a envolverme. El esfuerzo de tratar de comprender lo inconcebible era demasiado grande.

– Este cuarto, del que soy el cuidador, es la acumulación del intento y de los temperamentos de todos los naguales que existieron antes de Juan Miguel Abelar -me dijo al oído-. En todo el mundo no hay manera de explicar lo que es este cuarto. Para mí, al igual que para ti, es incomprensible.

Aparté los ojos del comedor con toda su gente animada y miré a Emilito. Quise llorar, porque por fin comprendí que Emilito era tan solitario como Manfredo; un ser capaz de una conciencia inconcebible, pero cargado con el peso de la soledad acarreada por esa conciencia. Sin embargo, mi deseo de llorar fue pasajero, porque me di cuenta de que la tristeza es una emoción muy trivial, cuando en su lugar podía sentir admiración reverente.

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