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Busqué las llaves para las recámaras. En un armario del pasillo encontré un juego de llaves marcadas con diferentes nombres. Escogí una que traía el nombre de Nélida; me sorprendió descubrir que servía para abrir mi recámara. Luego tomé la llave de Clara y la ensayé en diferentes puertas hasta encontrar la cerradura en la cual encajaba. Di vuelta a la llave y la puerta se abrió, pero no pude entrar a su cuarto para curiosear. Sentí que, aunque se hubiera ido, tenía derecho a su privacía.

Cerré la puerta de nuevo, le eché la llave y guardé el llavero donde lo había encontrado. Regresé a la sala y me senté en el piso, apoyando la espalda en el sofá tal como Nélida me lo había recomendado. Definitivamente ayudó a calmar mis nervios. Otra vez pensé en subirme a mi coche e irme. Pero en realidad no tenía deseos de hacerlo. Decidí aceptar el reto y cuidar la casa mientras estuvieran ausentes, aunque fuese para siempre.

Puesto que no tenía nada más qué hacer, se me ocurrió que podía tratar de leer. Había recapitulado acerca de mis tempranas experiencias negativas con los libros y pensé que podría ponerme a prueba, para ver si había cambiado mi actitud hacia ellos. Fui a revisar los libreros. Encontré que la mayoría de los libros estaban en alemán, algunos en inglés y otros cuantos en español. Realicé una inspección rápida y observé que la mayoría de los libros en alemán trataban de botánica; también había algunos sobre zoología, geología, geografía y oceanografía. En otro estante un poco escondido había una colección de libros de astronomía, en inglés. Los libros en español, que ocupaban un librero separado, eran de literatura, novelas y poesía.

Decidí empezar con los libros de astronomía, puesto que era un tema que siempre me había fascinado. Escogí un libro delgado con muchas ilustraciones y empecé a hojearlo. Sin embargo, no tardé en dormirme.

Cuando desperté, la casa estaba completamente a oscuras y tuve que buscar a tientas, en la oscuridad total, el camino hasta la puerta trasera. En el camino al cobertizo que alojaba el generador, descubrí una luz que provenía de la cocina. Me di cuenta de que alguien ya había prendido el generador. Regocijada ante el posible regreso de Clara, me precipité a la cocina. Al acercarme, escuché que alguien cantaba suavemente en español. No era Clara. Era una voz de hombre, pero no la del nagual. Avancé con mucha cautela. Antes de que llegara hasta la puerta, un hombre sacó la cabeza y, al verme, profirió un fuerte grito. Grité al mismo tiempo que él. Al parecer lo había asustado tanto como él a mí. Salió y por un momento nos quedamos viendo.

Era delgado, pero no flaco; nervudo, pero también musculoso. Tenía mi estatura o unos dos centímetros más que yo, midiendo aproximadamente un metro con setenta y dos centímetros. Vestía overoles azules de mecánico, como los que usan los despachadores de gasolina. Su cutis era ligeramente sonrosado; y su cabello, gris. Tenía puntiagudas la nariz y la barbilla, pómulos salientes y una boca pequeña. Sus ojos parecían de pájaro, oscuros y redondos y al mismo tiempo brillantes y animados. Apenas se distinguía el blanco de sus ojos. Al mirarlo fijamente, me produjo la impresión de no estar viendo a un viejo sino a un niño arrugado a causa de una enfermedad exótica. Tenía un aire que era al mismo tiempo viejo y joven, simpático y perturbador. Conseguí pedirle, con mi mejor español aprendido en la preparatoria, que por favor me dijera quién era y que explicara su presencia en la casa.

Me examinó en forma curiosa.

– Hablo inglés -contestó, prácticamente sin acento-. Pasé años viviendo en Arizona con los parientes de Clara. Me llamo Emilito; soy el cuidador. Y tú has de ser la que vive en el árbol.

– ¿Disculpe?

– Eres Taisha, ¿no? -preguntó, dando unos pasos hacia mí. Sus movimientos eran desenvueltos y ágiles.

– Sí, así es. ¿Pero qué es lo que dijo acerca de que vivo en un árbol?

– Nélida me dijo que vives en el gran árbol junto a la puerta delantera de la casa. ¿Es cierto?

Asentí automáticamente, y sólo entonces me di cuenta de algo tan obvio que sólo un simio duro de la cabeza lo pudo haber pasado por alto: el árbol se encontraba en la prohibida parte delantera de la casa, la del Este; la parte del terreno que sólo había visto desde mi punto de observación en los cerros. La revelación desató una ola de emoción en mi interior, porque también comprendí que ahora podría explorar libremente terrenos que siempre me habían sido vedados.

Mi deleite se cortó en seco cuando Emilito meneó la cabeza, como si me tuviese lástima.

– ¿Qué hiciste, pobrecita? -preguntó, dándome unas palmaditas en el hombro.

– No hice nada -repliqué y retrocedí un paso. Estaba insinuando, obviamente, que yo había hecho algo malo, por lo cual fui subida al árbol a manera de castigo.

– Ya, ya, no quiero entrometerme -dijo con una sonrisa-. No tienes que pelear conmigo. No soy nadie importante. Sólo soy el cuidador, un empleado. No soy uno de ellos.

– No me importa quién sea usted -exclamé, irritada-. Ya le dije que no hice nada.

– Bueno, si no quieres hablar de ello, por mí está bien -dijo, dándome la espalda para volver a entrar a la cocina.

– No hay nada de qué hablar -grité, queriendo ser la de la última palabra.

No me costó trabajo gritarle, algo que no me hubiera atrevido a hacer de haber sido él joven y apuesto. Me sorprendí a mí misma al gritar otra vez:

– No me haga pasar un mal rato. Yo soy la que manda aquí. Nélida me pidió que cuidara la casa. Es lo que dice su recado.

Brincó como si le hubiera caído un rayo.

– Sí que eres rara -musitó. Luego se aclaró la garganta y me gritó: -Ni te atrevas a acercarte más. Tal vez sea viejo, pero también soy bastante fuerte. Mi trabajo aquí no incluye arriesgar mi vida ni dejarme insultar por idiotas. Renunciaré.

Ni yo misma entendía qué fue lo que pasó para que gritara.

– Espere -dije en tono de disculpa-. No quise levantar la voz, pero estoy extremadamente nerviosa. Clara y Nélida me dejaron aquí sin advertencia ni explicación.

– Bueno, yo tampoco quise gritarle -contestó, en el mismo tono de disculpa que yo había usado-. Sólo trataba de entender por qué te subieron ahí antes de irse. Es por eso que pregunté si habías hecho algo malo. No quería entrometerme.

– Pero le aseguro, señor, que no hice nada; créame.

– ¿Entonces por qué vives en el árbol? Esta gente es muy seria. No te harían algo así sin motivo. Además, es obvio que eres una de ellos. Si Nélida te deja recados indicándote que cuides la casa, tienes que ser muy amiga de ella. No hace migas con nadie.

– La verdad -dije- es que no sé por qué me dejaron en el árbol. Yo estaba con Nélida del lado izquierdo de la casa y de repente desperté con el cuello todo torcido y colgada de ese árbol. Estaba aterrada.

Al recordar la angustia que sentí al hallarme sola y que todo mundo había desaparecido, no pude evitar alterarme de nuevo. Empecé a temblar y sudar delante de ese hombre desconocido.

– ¿Entraste al lado izquierdo de la casa? Abrió los ojos mucho; parecía sincero el asombro que invadió su rostro.

– Por un instante estuve ahí, pero luego perdí el conocimiento -indiqué.

– ¿Y qué viste?

– Vi a gente en el pasillo. A mucha gente.

– ¿Como cuántos, dirías tú?

– El pasillo estaba lleno de gente. Serían unas veinte o treinta personas.

– ¿Tantas, eh? ¡Qué raro!

– ¿Por qué es raro, señor?

– Porque no había tanta gente en toda la casa. Sólo había diez personas aquí en ese momento. Yo lo sé, porque soy el cuidador.

– ¿Qué significa todo esto?

– ¡No tengo la menor idea! Pero me parece que algo anda muy mal contigo.

El estómago se me contrajo mientras una conocida sensación de condena descendió sobre mí. Era exactamente la misma sensación que de niña había experimentado en la oficina del doctor, cuando descubrieron que padecía de mononucleosis. No tenía la menor idea de lo que era eso, pero sabía que era mi fin; a juzgar por las expresiones sombrías en las caras de los miembros de mi familia, ellos también lo sabían. Cuando iba a ponerme una inyección de penicilina, grité tan fuerte que me desmayé.

– Ya, ya -dijo el cuidador con voz benévola-. No tiene caso agitarse tanto. No quise ofenderte. Déjame decirte lo que sé acerca de esos arneses. Quizá sirva para aclarar las cosas un poco. Los usan cuando la persona a la que están tratando está… bueno… un poco desequilibrada. Si sabes a qué me refiero.

– ¿A qué se refiere, señor?

– Dime Emilito -indicó con una sonrisa-. Por lo que más quieras, no me digas señor. O puedes referirte a mí como el cuidador, de la misma manera en que todos aquí nos referimos a Juan Miguel Abelar como el nagual. Ahora entremos a la cocina y sentémonos a la mesa, para hablar más cómodamente.

Lo seguí a la cocina y me senté. Sirvió en mi taza un poco del agua que había calentado en la estufa y me la llevó.

– Ahora, con respecto a los arneses -prosiguió, instalándose en la banca enfrente de mí-, se supone que sirven para curar trastornos mentales. Y normalmente se los ponen a las personas que han perdido los estribos.

– Pero no estoy loca -protesté-. Si usted o cualquier otra persona insinúa que lo estoy, me iré de aquí.

– Pero debes estar loca -razonó.

– Es el colmo. Regresaré a la casa -me levanté para irme.

El cuidador me detuvo.

– Espera, Taisha. No quería decir que estás loca. Es posible que exista otra explicación -afirmó, en tono conciliador-. Esta gente tiene muy buenas intenciones. Probablemente pensaban que debes reforzar tu poder mental en su ausencia, no curarte de una enfermedad mental. Por eso te metieron a los arneses. Yo tengo la culpa, por haberme precipitado a sacar conclusiones erróneas. Por favor acepta mis disculpas.

Estaba más que dispuesta a olvidar el asunto y volví a sentarme a la mesa. Además, necesitaba estar en buenos términos con el cuidador, porque obviamente sabía cómo prender la estufa. Y no tenía la energía suficiente para seguir sintiéndome ofendida. Por otra parte, a esas alturas me había convencido de que él tenía razón. Sí estaba loca, sólo que no quería que el cuidador lo supiese.

– ¿Vive usted cerca de aquí, Emilito? -pregunté, tratando de aparentar tranquilidad.

– No. Vivo aquí en la casa. Mi habitación está enfrente de tu ropero.

– ¿Quiere decir que vive en ese cuarto para trebejos, lleno de esculturas y cosas? -exclamé-. ¿Y cómo es que sabe dónde está mi ropero?

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