– El no hacer es un término trasmitido por nuestra propia tradición de brujería -continuó Clara, evidentemente al tanto de mi necesidad de explicaciones-. Se refiere a todo lo que no está incluido en el inventario impuesto a nosotros. Al ocupar cualquier artículo de nuestro inventario impuesto, nos dedicamos al hacer; todo lo que no forma parte de ese inventario es no hacer .
Cualquier grado de calma logrado por mí fue trastornado de manera abrupta por la declaración que acababa de hacer.
– ¿Qué querías decir, Clara, cuando calificaste tu tradición de brujería? -pregunté.
– Cuando quieres captas cada detalle, Taisha. Con razón tienes las orejas tan grandes -dijo, riéndose, pero no me contestó de inmediato.
La miré fijamente en espera de una respuesta. Por fin dijo:
– No iba a hablarte de esto todavía, pero ya que se me salió déjame decirte solamente que el arte de la libertad es un producto del intento de los brujos.
– ¿De qué brujos estás hablando?
– Ha habido gente aquí en México, y aún la hay, que se preocupa por las preguntas finales. Mi familia mágica y yo las llamamos brujos. De ellas heredamos todas las ideas con las que te estoy familiarizando. Ya estás enterada de la recapitulación. El no hacer es otra de esas ideas.
– Pero ¿quiénes son esas personas, Clara?
– Pronto sabrás todo lo que puede saberse acerca de ellos -me aseguró-. Por ahora sólo vamos a practicar uno de sus no haceres.
Indicó que en ese momento el no hacer sería, por ejemplo, obligarme a contener mi mente calculadora y confiar de manera implícita en el espíritu.
– No finjas confiar, mientras que en secreto albergas dudas -advirtió Clara-. Sólo cuando tus fuerzas positivas y negativas se encuentren en perfecta armonía serás capaz de sentir o ver la abertura en la energía a tu alrededor, o de caminar con los ojos cerrados y tener el éxito asegurado.
Respiré hondo varias veces y empecé a caminar, sin mirar el piso pero con las manos estiradas delante de mí, por si chocaba con algo. Por un rato seguí dando traspiés y en cierto momento tropecé con una maceta y me hubiera caído, de no sujetarme Clara del brazo. Poco a poco empecé a tropezar menos, hasta que ya no me causó ningún trabajo caminar en forma ininterrumpida. Era como si mis pies pudiesen distinguir claramente todo lo que había en el patio y supiesen con exactitud dónde pisar y dónde no pisar.