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Durante muchos veranos, mientras sus padres visitaban Niza, Biarritz o Viena, Kira se quedó sola pasando sus días en la salvaje libertad de la montoña rocosa; sola, soberana absoluta en su falda azul llena de desgarrones y su blanca blusita sin mangas. La dura tierra hería sus pies desnudos, pero ella saltaba de roca en roca agarrándose a las ramas de los árboles y lanzando sin temor su cuerpo al espacio mientras su falda se abría como un paracaídas. Con tres troncos se había construido una balsa, y apoyada en una larga pértiga recorría el río. En su curso encontraba escollos peligrosos, remolinos terribles. Con sus pies desnudos que sentían, bajo los frágiles leños de la balsa, los embates del río, Kira se erguía poniendo en tensión todo su cuerpo, que se oponía al viento mientras la breve falda azul batía como una vela junto a sus piernas. Sobre el río se encorvaban las ramas, tocando su frente altiva; pero ella huía dejando algún cabello en la maraña de las hojas a cambio de las rojas bayas silvestres que los árboles dejaban en su cabellera.

La primera cosa que Kira aprendió de la vida, y lo primero que sus padres, consternados, aprendieron de ella, fue la alegría de estar sola.

_ Nacida en 1904, ¿eh? -dijo el funcionario soviético-. Entonces tiene usted… veamos… dieciocho años. Dieciocho años.

Tiene usted suerte, ciudadana. Es joven y le quedan muchos años para dedicarse a la causa de los obreros. Una vida entera de disciplina, de dura fatiga y de trabajo útil para la grandeza colectiva.

El funcionario estaba resfriado; se sacó del bolsillo un gran pañuelo a cuadros y se sonó.

Estado civil: soltera.

– De las aventuras de Kira me lavo las manos -había dicho Galina Petrovna-; algunas veces pienso que nació para solterona, y otras veces me parece que para ser… una mujer mala. Kira pasó sus primeros años de faldas algo más largas y de tacones altos en el refugio de Yalta, entre la extraña sociedad de emigrados del Norte, familias de rancios apellidos y de riquezas desaparecidas, que vivían reunidas entre sí, como agarradas a una roca amenazada por olas cada vez más altas. Jóvenes perfectamente peinados, de manos cuidadas con femenil esmero, observaron aquella esbelta joven que se paseaba por las calles agitando una ramita a manera de látigo, con un cuerpo que vibraba al viento bajo un corto vestido que no ocultaba nada. Galina Petrovna sonreía con aprobación a las visitas de los muchachos; pero Kira fruncía tan extrañamente el entrecejo, en una especie de sonrisa fría y burlona, mientras sus labios permanecían inmóviles, que todos los poemas de amor y las intenciones de aquellos jóvenes morían antes de nacer.

De modo que Galina Petrovna cesó pronto de extrañarse de que los hombres no se ocupasen de su hija. Por la noche, Lidia leía ávidamente, ruborizándose, novelas refinadas y pecaminosas que escondía a su madre. Kira empezó a leer uno de aquellos libros, pero la sobrecogió el sueño; de modo que no lo terminó ni volvió jamás a empezar otro. Para ella no había ninguna diferencia entre una hierba cualquiera y una flor, y bostezaba cuando Lidia se sentía inspirada por la belleza de la puesta del sol en las montañas solitarias. En cambio permanecía horas enteras contemplando la silueta que proyectaba sobre la rumorosa llama de un deslumbrante pozo de petróleo el joven soldado que estaba allí de centinela.

Una tarde, mientras paseaban por una calle, Kira se detuvo bruscamente señalando el extraño ángulo formado por un muro blanco que se levantaba contra una techumbre derruida, brillando sobre el cielo negro a causa del reflejo de una vieja linterna: en el muro había una ventana oscura y enrejada como la de una cárcel. -¡Qué hermoso es! -murmuró. -¿Qué es lo que te parece hermoso? -dijo Lidia. -¡Es tan raro…! Hace pensar… como si ahí debiese ocurrir algo…

'-¿Ocurrir a quién? -A mí.

Lidia raramente se interesaba por las emociones de Kira; no eran emociones para ella, sino únicamente los sentimientos de Kira, y la familia entera se alzaba de hombros con impaciencia ante lo que llamaban los sentimientos de Kira. Esta experimentaba lo mismo cuando comía la sopa sin sal, o descubría un gusano que le subía por las desnudas piernas, que cuando oía las súplicas de los muchachos que imploraban su amor con el corazón lacerado, los ojos llenos de ternura y los labios llenos de palabras dulces. Las blancas estatuas de los dioses antiguos sobre su fondo negro de terciopelo, en los museos; las chimeneas humeantes de las fábricas y las vigas de hierro; los músculos tensos como hilos de acero en medio del estrépito de las máquinas, todo ello suscitaba en Kira una admiración igual. Pocas veces visitaba los museos, pero su familia, cuando salía con ella, evitaba pasar junto a las casas, los puentes o las carreteras en construcción. Porque se detenía largo rato a contemplar los rojos ladrillos, las fuertes tablas de roble y las piezas de hierro que, por voluntad del hombre, se mezclaban y superponían. Los domingos nunca fue posible hacerla entrar en un parque público; y las canciones cantadas a coro la hacían taparse los oídos. Nunca había manera de imaginar qué podía gustarle. Cuando Galina Petrovna acompañó a sus hijas a un espectáculo en que se pintaban los sufrimientos de los siervos que el zar Alejandro II había magnánimamente liberado, Lidia lloró al ver a los pobres campesinos que se retorcían de dolor bajo los golpes del látigo; Kira, en cambio, sentada muy erguida, con sus sombríos ojos en éxtasis, observaba el golpe brutal de la fusta en las manos de un alto y joven actor.

_ ¡Qué bello es! -decía Lidia mirando una decoración-. ¡Pa

rece de verdad!

_ ¡Qué bello es! -decía Kira contemplando un panorama-.¡Parece artificial!

– En cierto modo -dijo el funcionario soviético-, vosotras, las mujeres comunistas, tenéis sobre nosotros, los hombres, un privilegio. Vosotras podréis ocuparos de la nueva generación, del porvenir de nuestra República. ¡Hay tantos niños sucios y hambrientos que necesitan las manos amorosas de nuestras mujeres!

Miembro de alguna sociedad: no.

En Yalta, Kira había frecuentado la escuela. En el comedor había muchas mesas. A la hora de comer, las niñas se sentaban en ellas por parejas, de cuatro en cuatro, o por docenas. Kira se sentaba siempre en una mesita en un rincón, sola.

Un día la clase decretó el boicot contra una muchacha pecosa que había suscitado la hostilidad de la más popular de las compañeras, una ruda joven de voz sonora que tenía para todas una sonrisa, un apretón de manos y una orden.

Aquel día, a la hora de comer, la mesita del rincón fue ocupada por dos alumnas: Kira y la niña de las pecas. Ya habían comido la mitad de su plato de harina de maíz hervida, cuando se les acercó indignada la cabecilla de la clase.

¿Ya sabes lo que haces, Argounova?

Estoy comiendo la sopa -contestó Kira-. ¿Quieres sentarte?

¿Sabes qué ha hecho esta niña?

– No tengo la menor idea.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿por qué haces esto por ella? -Te equivocas: no lo hago por ella; lo hago contra las otras veintiocho.

– ¿Crees que es muy bonito ir contra la mayoría? -Creo que cuando se tienen dudas sobre la verdad de un argumento es más seguro y de mejor gusto elegir entre los dos adversarios al menos numeroso…

¿quieres darme la sal, por favor?

A los trece años, Lidia se enamoró de un gran tenor. Tenía su retrato sobre el tocador, y junto a él, en un búcaro de cristal, una sola rosa. A los quince años se enamoró de San Francisco de Asís, que hablaba con los pájaros y socorría a los pobres; entonces soñó con entrar en un convento. Kira no se había enamorado nunca.

El único héroe que había conocido era un vikingo cuya historia había leído en su niñez: un vikingo cuyos ojos no miraban nunca más allá de la punta de su espada; pero para esta espada no había límites; un vikingo que pasaba a través de la vida llevando consigo la destrucción y arrastrando las victorias, que andaba entre las ruinas mientras el sol ceñía su cabeza de una corona cuyo peso él no sentía; un vikingo que se reía del rey, que se reía de los sacerdotes, que no miraba al cielo más que cuando se inclinaba para beber en un límpido manantial y veía reflejada su propia imagen que ensombrecía la bóveda celeste; un vikingo que vivía únicamente para la alegría y la gloria maravillosa del dios que era él mismo. Kira no recordaba nada de lo que había leído antes que esta leyenda, ni deseaba recordar nada de lo que había leído después… Pero nunca olvidó el final: el vikingo estaba erguido en lo alto de una torre, que se elevaba a su vez sobre las murallas de una ciudad que acababa de conquistar. Sonreía como sonríen los hombres cuando miran al cielo; pero cuando miraba hacia abajo, su brazo derecho formaba una línea recta con su espada dirigida al suelo, y su brazo izquierdo, rígido como la espada misma, levantaba al cielo una copa de vino. Los primeros rayos del sol naciente se quebraban en la copa de cristal, que resplandecía como una antorcha blanca, iluminando las caras, por debajo. -¡A la vida -decía el vikingo-, a la vida, que es la razón de sí misma!

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