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– No tengo ninguno, ni para este invierno ni para los inviernos futuros -dijo Leo.

– He soñado con un gallo y una liebre -dijo Lidia-. La liebre atravesaba el camino, y esto es mala señal, pero el gallo estaba posado sobre un árbol que parecía un enorme cáliz blanco.

– Fijaos, por ejemplo, en Víctor, mi sobrino -dijo Galina Petrovna-, aquél sí que es nn joven moderno e inteligente. Este año termina la carrera en el Instituto y ya tiene un empleo magnífico. Mantiene a toda su familia. No se entiende de misticismos, sino que abre los ojos a la realidad. Es un muchacho que irá lejos.

– Sí; pero Vasili no trabaja -observó Alexander Dimitrievitch

con serena melancolía.

– Vasili nunca tuvo sentido práctico -afirmó Galina Petrovna.

– Lo mismo que su adorada Irina -observó venenosamente Lidia.

Fue Alexander Dimitrievitch quien, de pronto, observó en tono indiferente:

– Es bonito este traje encarnado, Kira.

Ella sonrió con aire de cansancio.

– Gracias, papá.

– Pero no tienes buen aspecto, pequeña. ¿Estás cansada?

– No; estoy bien.

Luego la voz de Galina Petrovna cubrió el ruido del " Primus".

– … ¿sabéis? Sólo los mejores profesores han sido elogiados en el diario mural. Nuestros alumnos son muy severos y…

Más tarde, cuando las visitas se hubieron marchado, Kira se llevó la carta al cuarto de baño y la abrió. Sólo contenía dos líneas:

Perdona que te escriba, queridísima Kira, pero, ¿quieres telefonearme? - Andrei.

Al día siguiente, Kira acompañó a dos grupos de visitantes al Museo. De vuelta a su casa dijo a Leo que la despedirían si aquella noche no asistía a una reunión de guías. Se puso el traje encarnado. En el rellano, besó ligeramente a Leo, que la miraba marcharse, y le saludó con la mano mientras bajaba rápidamente la escalera, con una sonrisa fría y alegre. En la esquina abrió el bolso, sacó el frasquito de perfume francés y se puso unas gotas en el pelo. Saltó a un tranvía que pasaba a toda velocidad y se quedó cogida a una correa, mirando correr las luces de la calle. Cuando bajó del tranvía echó a andar con desenvoltura, con determinación fría y precisa, hacia el palacio ocupado por la sede del Partido. Subió sin hacer ruido la escalera de mármol del pabellón, y llamó con fuerza a la puerta.

Cuando Andrei salió a abrir, ella le besó riendo.

– Ya lo sé, ya lo sé… no tienes que decirme nada. Antes quiero que me perdones; luego te explicaré.

– Ya estás perdonada, no tienes que explicarme nada -murmuró él, feliz.

Kira no dio explicaciones ni consintió que Andrei se quejara. Corrió alrededor de la estancia; él intentó cogerla y bajo sus manos sintió el tacto fresco de su vestido, que olía a noche veraniega. Andrei sólo pudo balbucir:

– Ya sabes que hace dos semanas… -pero no logró terminar la frase.

Kira observó que iba en traje de calle.

– ¿Ibas a salir, Andrei? -preguntó.

– Sí… pero no importa. -¿Adonde ibas?

– A una reunión de la célula del Partido.

– ¿Una reunión de célula? ¿Y dices que no tiene importancia? Pero no puedes dejar de ir.

– Claro está que puedo. No voy.

– Prefiero volver mañana, Andrei, y dejarte…

– No.

– Bien, entonces salgamos juntos. Llévame al Café de Europa.

– ¿Esta noche? -Sí; ahora.

Y él no se atrevió a rehusar, ni ella se atrevió a mirarle a los ojos.

Se sentaron a una mesa impecablemente puesta, en el roof-garden del Hotel Europa. Estaban en un rincón algo oscuro, y, de toda la sala, sólo alcanzaban a ver los desnudos hombros de una mujer, sentada no lejos. Un rizo de cabellos rubios le caía sobre la nuca, huyendo de la cuidadosa ondulación de su peinado; una sombra ligera corría sobre sus hombros; sus largos dedos, que temblaban levemente, sostenían una copa de un líquido del mismo color que sus cabellos. Más allá, al otro lado de una niebla de luces amarillas y de humo azulado, una orquesta tocaba el fox-trot de La bayadera. Los violinistas se movían acompasadamente, al ritmo de la música y de las copas doradas. Andrei dijo:

– Hace dos semanas, Kira y… te has olvidado… y probablemente hacía falta…

Y le puso en la mano un fajo de billetes; su sueldo mensual. Ella murmuró, rechazándolo, cerrando sobre el dinero los dedos de él:

– No, gracias, Andrei, no lo necesito… y… tal vez no volveré a necesitarlo más. -Pero…

– ¿Sabes? Tengo mucho trabajo, ahora, y mamá pasa en la escuela más horas que antes… de modo que tenemos vestidos y todo lo que nos hace falta. -Pero, Kira, quisiera que…

– Te lo ruego, Andrei, no discutamos. Nada de eso. Hazme el favor… guárdalos… si los necesito te lo diré.

– ¿Me lo prometes? -Sí.

Los violines se oían graves, y de pronto la música estalló en un fuego artificial de rápidas notas risueñas, que parecían deber verse subir como cohetes.

– Ya sé -dijo Kira- que no debía haberte pedido que me trajeras aquí. No es un sitio para ti. Pero a mí me gusta. Es una caricatura, aunque bastante mala, de Europa. ¿Conoces esto que están tocando? Es La bayadera. La he oído. También en Europa la tocan… como aquí… casi igual que aquí…

– Kira -preguntó Andrei-. Leo Kovalensky ¿está enamorado de ti, o algo parecido?

Ella le miró y el reflejo de una bombilla eléctrica puso dos relámpagos en sus ojos, dibujando sobre su cuello de charol un óvalo brillante.

– ¿Por qué me lo preguntas?

– He visto a tu primo, Víctor Dunaev, en una reunión del centro y me dijo que Leo Kovalensky había vuelto, y se sonrió como si la noticia hubiera debido tener para mí algún significado particular. Yo ni siquiera sabía que Leo Kovalensky se hubiera marchado.

– Sí; está de regreso. Ha estado en Crimea; creo que por cuestión de salud. No sé si él está enamorado de mí; lo que sé es que Víctor lo estuvo una vez, que no me lo ha perdonado nunca.

– Comprendo. No me gusta ese hombre.

– ¿Quién? ¿Víctor?

– Sí. Y Leo Kovalensky tampoco. Espero que no os veréis a menudo. Es de una clase de hombres que no me inspiran confianza.

– ¡Oh, le veo alguna vez! -la orquesta había dejado de tocar-. Andrei, pídeles una cosa para mí. Una cosa que me gusta. Es la Canción de la copa rota.

Andrei la observó mientras la música prorrumpía de nuevo en un rocío de notas. Era la música más alegre que él había oído jamás; y nunca había visto a Kira tan melancólica. Estaba inmóvil, mirando melancólicamente al infinito, sin ver, con los ojos turbados.

– Es muy bonito, Kira -murmuró él-. ¿Por qué estás así?

– Es algo que me gustaba… hace mucho tiempo… cuando era una niña… Andrei, ¿no sentiste nunca la impresión de que de niño te habían prometido algo, y luego te miras y piensas: "Entonces no sabía que me sucedería todo eso", y te das cuenta de que todo es extraño, y ridículo, y un poco triste a la vez?

– No; a mí no me prometieron nada. Había tantas cosas que entonces no conocía y me resultaba tan extraño aprenderlas ahora… ¿Sabes?, la primera vez que vinimos aquí me daba vergüenza entrar; pensaba que no era un sitio para un hombre del Partido, pensaba… -y rió dulcemente, como excusándose- pensaba que estaba haciendo un sacrificio por ti. Y ahora me gusta.

– ¿Por qué?

– Porque me gusta estar en un sitio sin otra razón que la de poderte mirar por encima de una mesa. Porque me gusta el reflejo de estas luces sobre tu cuello, porque tienes una boca muy cruel, pero que yo quiero, que de repente se pone muy alegre, como si también ella escuchase cuando tú escuchas la música. Y todo esto no tiene sentido para nadie más que para mí. Y cuando se ha vivido una existencia de la que cada hora debía tener un objeto, y de pronto se descubre lo que es disfrutar de sensaciones que no tienen otra finalidad que ellas mismas, y se da uno cuenta de lo sagrado que puede ser esto, hasta el punto de no poderse discutir, ni dudar, ni combatir, y cuando uno se persuade de que es posible una vida sin otra justificación que la propia alegría, entonees todo lo demás se ve bajo una luz completamente diferente. -No debes decir eso, Andrei -murmuró ella-. Me parece arrancarte a tu propia vida, a todo cuanto fue tu vida hasta ahora.

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