Había copiado el trabajo, cambiando sólo algunas palabras, de El abecé del comunismo, un libro cuyo estudio era obligatorio en todas las escuelas de la República. Sabía que sus compañeros lo habían leído, y que asimismo habían leído varias veces ia exposi ción de su tesis en todos los artículos de fondo de todos los diarios, durante los últimos seis años. Estaban sentados a su alrededor, algo encorvados, con las piernas muellemente tendidas, tintando en sus ligeros abrigos. Sabía que todos estaban allí por la misma razón. La muchacha de la chaqueta de cuero presidía bostezando.
Cuando Kira terminó, algunas manos aplaudieron débilmente. -¿Alguien desea hacer algún comentario? -preguntó la presidente.
Una joven de cara redonda y ojos tristes dijo, balbuciendo ligeramente y esforzándose en demostrar un gran interés: -Creo que es una hermosa tesis, muy instructiva y de gran valor, que expone con gran claridad una nueva teoría muy interesante.
Un joven de aspecto intelectual y tuberculoso, con lentes sobre sus párpados azulados, dijo en tono doctoral: -Yo quisiera observar, camarada Argounova, que cuando dice que el camarada Lenin situó a los campesinos junto a los obreros industriales en su esquema del comunismo, debería usted especificar que se trata de los campesinos "pobres", no de campesinos cualesquiera, porque todos sabemos que en los pueblos hay campesinos ricos, hostiles al leninismo.
Kira sabía que tenía que discutir y defender su tesis; sabía que el joven tísico tenía que discutir para demostrar su actividad, sabía que la discusión le interesaba tan poco a él como a ella misma; que sus párpados eran azulados por no haber dormido bastante y que se estrechaba nerviosamente las manos sin atreverse a mirar la hora en su reloj de pulsera ni a dejar vagar su pensamiento hacia su casa y las preocupaciones que en ella le estaban aguardando. Dijo cansadamente.
– Cuando hablo de los campesinos que están junto a los obreros en la teoría del camarada Lenin, debe sobreentenderse que se trata de los campesinos pobres, porque los otros no tienen sitio en el comunismo.
– De acuerdo -dijo el joven, soñoliento-, pero repito que sería mejor decir "campesinos pobres". La presidente concluyó:
– Estamos de acuerdo con el último orador. Debe corregirse la tesis y poner "campesinos pobres". ¿Hay alguna otra observación que hacer, camaradas? No hubo que hacer ninguna observación.
– Tenemos que dar las gracias a la camarada Argounova por su interesante trabajo -dijo la presidente-. Nuestra próxima reunión se dedicará a una tesis del camarada Lekov sobre "Marxismo y colectivismo". Se levanta la sesión.
En un momento todos se precipitaron fuera de la sala, en medio de un gran ruido de sillas, y corrieron por la oscura escalera abajo, hacia la calle oscura. Aquella noche, o por lo menos lo que quedaba de ella, les pertenecía.
Kira andaba de prisa, escuchando sus pasos. Los escuchaba mecánicamente, sin pensar en ello. Ahora hubiera podido pensar.
Pero después de tantas horas de un esfuerzo tan tremendo para evitar precisamente el pensar, para acordarse únicamente de que no debía pensar, le parecía que su pensamiento tardase en volver: sólo sabía que se oían sus pasos, rápidos, firmes, precisos, hasta que su fuerza subió como una esperanza a informar su cuerpo, su corazón, sus sienes en las que sentía el martilleo de su sangre. Echó la cabeza hacia atrás, como si descansase, tendida de espaldas, bajo un cielo puro y negro; las estrellas, que parecían estar junto a su frente, y los tejados cubiertos de nítida nieve bajo la helada luz estelar parecían las cumbres de blancas montañas vírgenes. Luego siguió adelante con los habituales movimientos del cuerpo de Kira Argounova y se murmuró a sí misma, como había hecho a menudo durante los dos últimos meses: -Es la guerra. No vas a caerte, ¿verdad, Kira? Mientras no te caigas no hay peligro. Eres un soldado, Kira, y no debes rendirte. Y cuanto más difícil sea, más contenta estarás de haber resistido. Es así. Cuanto más difícil, más contenta estarás. Es la guerra, y tú eres un soldado valiente, Kira Argounova.
Cuando Leo la abrazó y murmuró entre sus cabellos: -¡Oh, sí!, Kira, esta noche, por favor…, -Kira sintió que no podía negarse por más tiempo. Su cuerpo, que súbitamente se sentía rendido de cansancio, no quería más que dormir. La horrorizaba aquel abandono inanimado y de mala gana. Leo estrechaba contra su cuerpo el de ella, y su piel era tibia y suave bajo la fría sábana. Kira cerró los ojos.
– ¿Qué tienes, Kira?
Kira sonrió, recogiendo sus últimas fuerzas, junto al cuello de Leo, entre sus brazos que la estrechaban. Los brazos cayeron y una mano resbaló, mórbida y débil, cerrada en un puño pequeño sobre el cobertor. Kira se esforzaba en mantener los ojos abiertos. Le amaba, le deseaba, quería desearle, se lo estaba diciendo casi a gritos; Leo tocaba su cuerpo, pero ella estaba pensando en cómo sus compañeros habrían juzgado su tesis; pensaba en Tina y en la muchacha de la chaqueta de cuero, en la probable reducción de personal. La sobrecogió una súbita repulsión por aquellos labios ávidos, porque en ella sentía algo, suyo o que la rodeaba de cerca, que era indigno de él. Pero todavía podía mantenerse despierta por un momento; puso su cuerpo en tensión como para una prueba difícil, mientras todos sus pensamientos de amor se reducían a una prisa torturadora…
Era más de medianoche y Kira no sabía si había dormido o no. Leo respiraba con dificultad en la almohada a su lado, y su frente estaba empapada de sudor frío. En la confusión de su mente sólo se destacaba claramente una idea: se acordaba de su delantal. Aquel delantal estaba sucio, indecente: no podía permitir que Leo se lo volviese a ver puesto una vez más. No, ni una sola vez.
Saltó de la cama y se puso el abrigo encima del camisón. Hacía demasiado frío y ella estaba demasiado cansada para vestirse. Fue al cuarto de baño y puso en el suelo una palangana llena de agua fría, se arrodilló y sumergió el delantal, el jabón y las manos en un líquido que quemaba como un ácido.
No sabía si realmente estaba despierta y lo mismo le daba; sólo sabía que las grandes manchas amarillas de la grasa no querían marcharse, y frotaba con el jabón seco, acre, amarillento, con las uñas, con los nudillos; la espuma del jabón manchaba los puños de piel de su abrigo, mientras ella permanecía en cuclillas, palpitándole el pecho contra la palangana; frotaba, y sus cabellos le caían hacia adelante en la espuma del jabón, y tenía que echárselos hacia atrás con una mano húmeda y resbaladiza; frotaba, detrás de la estrecha abertura de la puerta entornada del cuarto de baño, debajo de un alto ventanal azul cubierto de hielo; frotaba con los nudillos dolientes y llagados, mientras al otro lado, en el cuarto de Marisha, alguien tocaba John Gray al piano y equivocaba una nota; frotaba con un agudo dolor en los nudillos, en los ojos, en las piernas y en la espalda, con las manos rojas cubiertas de espuma de jabón oscuro y grasienta.
Estuvieron muchos meses ahorrando hasta que un sábado por la noche se pudieron comprar dos entradas para ir a ver Bayadera, el último éxito de Viena, Berlín y París. Estaban sentados muy erguidos, tiesos, reverentes, como si estuvieran en una función religiosa. Kira algo más pálida que de costumbre en su traje de seda gris, y Leo esforzándose por no toser; y uno y otro escuchaban con atención la frivola opereta que venía del extranjero.
Era un alegre absurdo. Como si una mirada, atravesando la nieve y las banderas, penetrase a través de la frontera hasta el corazón de un mundo distinto. Había luces de colores y relucientes lentejuelas, copas de cristal y un auténtico bar extranjero con un arco de vidrio opaco en el que una luz se movía lentamente precediendo a cada una de las personas que entraban. Había un auténtico ascensor extranjero; mujeres en deslumbrantes trajes de seda que venían de países en que existía la moda, y gente que bailaba una curiosa y absurda danza llamada "shimmy", y una mujer que no cantaba sino que ladraba las palabras, como si las escupiera con desprecio sobre el público, con una voz áspera que terminaba bruscamente en un áspero gemido ronco, y una música que reía, delirante, jadeante, convulsiva, sacudiendo los oídos, el pecho, la respiración, una música ebria e insolente como un desafío de una alegría chispeante, perversa y loca, una música como la de la Canción de la copa rota, una promesa que existía en algún lugar, que existía o que hubiera podido existir.