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– Se dice… en fin, he oído hablar… temo que habrá una reducción de personal en nuestra oficina… Todo el mundo lo rumorea… Tal vez me despidan esta vez, tal vez no, pero esto no le deja a uno tranquilo…

Otro caballerete con lentes de oro y profunda mirada de filósofo poco alimentado dijo en tono lúgubre:

– Yo tengo un excelente empleo en el archivo. Pan casi todas las semanas. Sólo me asusta pensar que hay una mujer que aspira a mi puesto. Es la amante de un comunista, y…

Alguien le dio discretamente un golpecito, señalando a Andrei que estaba fumando cerca del fuego. El caballerete tosió con aire molesto.

Rita Eksler era la única mujer del salón que fumaba. Estaba repantigada en un sillón, con las piernas en alto sobre uno de los brazos y la falda levantada por encima de las rodillas; los rubios cabellos cortos sobre unos ojos de color verde pálido, y apretando un cigarrillo entre los labios insolentemente pintados. Sus padres habían sido asesinados durante la Revolución. Ella se había casado con un comandante del Ejército Rojo y se había divorciado a los dos meses. Era fea, pero explotaba su fealdad con un aplomo tan audaz que las más hermosas muchachas temían su rivalidad.

Se desperezó, y dijo con su voz baja y ronca:

– He sabido algo divertido. Un muchacho amigo mío me ha escrito desde Berlín…

Todas las miradas se dirigieron hacia ella, atentas y respetuosas. -… y me dice que en Berlín hay cafés que no cierran en toda la noche… en toda la noche… es interesante, ¿verdad? Se llaman "Nacht Lokal"… y en un famoso "Nacht Lokal" muy concurrido, una famosa bailarina, Rikki Rey, danzaba con dieciséis muchachos… completamente desnudos. La detuvieron, y por la noche siguiente la bailarina y los muchachos salieron en taparrabos de chiffon, con dos tirantes dorados cruzados sobre el pecho y un gran gorro de pieles. Y se les consideró vestidos. Es elegante, ¿no?

Rió roncamente ante su escandalizado auditorio, pero sus ojos no se apartaron de Leo. Se habían fijado en él en cuanto entró en la sala. La respuesta de Leo había sido una mirada directa y burlona, como de inteligencia, una mirada que era a la vez un insulto y un estímulo.

Una muchacha anémica que estaba sentada en un rincón, escondiendo melancólicamente debajo de la silla sus pies calzados de pesados zapatos de fieltro, de calle, dijo, con una mirada inexpresiva, como si no creyera en sus mismas palabras:

– En el extranjero, he oído decir… dicen que no tienen cartillas de racionamiento, ni cooperativas ni nada de eso; que se va a la tienda y se compra lo que se quiere cuando se necesita, y que hay de todo: patatas, pan; en fin, de todo, incluso azúcar. Yo no lo creo.

– También dicen que en el extranjero se compran los trajes sin necesidad de los cupones del Sindicato.

– No tenemos porvenir -dijo el filósofo de los lentes de oro-. Lo hemos perdido detrás del materialismo. El destino de Rusia ha estado siempre en el espíritu. Y ahora la Santa Rusia ha perdido su Dios y su Alma.

– ¿Os habéis enterado de lo que le ha sucedido al pobre Mitya Vessiolkyn? Quiso bajar del tranvía en marcha y cayó debajo de las ruedas. En medio de todo, ha tenido suerte, sólo ha perdido una mano.

– La vieja civilización está condenada -dijo Víctor-. Está llenando nuevas formas con un contenido ya gastado que no puede satisfacer a nadie. Nosotros tal vez encontraremos dificultades, pero estamos construyendo una cosa nueva. El porvenir es nuestro.

– Cogí un resfriado -decía la muchacha anémica-. A mamá le dieron un cupón del sindicato para comprar chanclos; pero como no los había de mi medida, perdimos el turno; hemos tenido que aguardar tres meses, y mientras tanto me resfrié.

– A Vera Borodine le explotó la estufa. Quedó ciega, y ¡ con una cara…! Parece que haya estado en la guerra… -Yo me compré un par de chanclos en una tienda particular -dijo Kolya Smiatkin con cierto orgullo-, pero ahora tengo miedo de haberme precipitado. Como están reduciendo el personal en mi oficina y…

– Vava, ¿puedo añadir un poco de leña al fuego? Todavía hace mucho frío.

– El mal de nuestros tiempos -dijo Lidia- es que no hay luz espiritual. El pueblo ha olvidado la fe.

– El mes pasado ya hubo una reducción de personal, pero a mí me dejaron. Socialmente actúo bastante. Todas las noches doy clase gratuita en una escuela de analfabetos, y todo el mundo sabe que soy un ciudadano consciente.

– Yo soy vicesecretario de la biblioteca de nuestro centro -dijo Kolya Smiatkin-; esto me ocupa tres noches por semana, sin retribución, y gracias a ello me salvé en la última reducción. Pero esta vez temo que se tratará de mí o de otro… que es vicesecretario en dos bibliotecas.

– Cuando hay reducciones de personal -dijo la muchacha anémica- siempre me da miedo que despidan a todas las mujeres y a todos los hombres que tengan el marido o la mujer empleados. ¡Misha tiene un empleo tan bueno en el Trust de Abastecimientos…! Por esto pensábamos… Temo que tendré que divorciarme. Pero no me importa. Podremos seguir viviendo juntos. Nada nos lo impide.

– Mi carrera es mi deber para con la sociedad -dijo Víctor-, por esto he elegido la ingeniería, como la profesión más necesaria a nuestra República.

Miró a hurtadillas hacia la chimenea, para asegurarse de que An-drei le había oído.

– Yo -dijo Leo- estoy estudiando filosofía, porque es una ciencia que no hace ninguna falta a la República Soviética. -Algunos filósofos -dijo lentamente Andrei, en medio de un silencio absoluto- creen tener necesidad del proletariado de la República Soviética.

– Es posible -dijo Leo-, y tal vez huiré al extranjero y venderé mis servicios al más grande especulador… y me entenderé luego con su hermosa mujer.

– Sin duda -dijo Víctor- esto puede lograrlo.

– En realidad -se apresuró a decir Vava- todavía hace frío y me parece que valdría más bailar. ¿Nos harás el favor, Lidia…?

Miró a ésta con aire a la vez cariñoso e interrogativo. Lidia suspiró, resignada, se levantó, y fue a sentarse al piano. Era la única pianista de la sala. Sospechaba que ésta era la razón de su popularidad en todas las escasas recepciones que se daban todavía en Petrogrado. Se frotó los dedos helados y se puso a tocar con energía. Tocó John Gray.

Los historiadores escribían que La Internacional fue el gran himno de la Revolución. Pero las ciudades de la revolución tenían su himno propio. En los años futuros, la gente de Petrogrado evocará los años de hambre, de luchas y de esperanzas al ritmo convulso de John Gray.

Le llamaban fox-trot, y su ritmo se parecía al de las nuevas danzas que se inventaban más allá de las fronteras, en el extranjero.

La letra era una poesía extranjera que hablaba de un John Gray también extranjero. Su amante Kitty rehusaba su amor por miedo a tener una criatura, y se lo decía sin ambages.

Petrogrado había conocido epidemias terriblemente mortales de cólera, había conocido epidemias de tifus todavía más graves, pero la peor de todas las epidemias era la de John Gray.

Los hombres hacían cola a la puerta de las cooperativas silbando John Gray. En las horas de recreo en las escuelas, jóvenes parejas bailaban en los grandes vestíbulos, mientras un alumno complaciente tocaba John Gray. Las asociaciones de obreros escuchaban atentamente una conferencia sobre el marxismo, y luego descansaban mientras un camarada demostraba sus facultades de pianista tocando John Gray.

Su alegría era triste; su ritmo brusco era brutal, su frivolidad era una súplica, una invocación de algo que existía en alguna parte y que era imposible alcanzar. En las noches de invierno, las banderas rojas ondeaban entre la nieve, mientras la ciudad rogaba desesperadamente con las breves notas ásperas de John Gray. Lidia tocaba con energía. Las parejas pasaban bailando lentamente por el salón. Irina, que no tenía voz, recitaba las palabras canturreándolas, suspendiéndolas en su ronco gemido como había oído hacerlo a una cantatriz alemana de opereta.

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