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– Ya estoy en casa.

– Tengo que hacer -respondía ella con indiferencia.

Y reía feliz, en medio del humo de la sopa. Después de la comida, uno y otro llevaban sus libros junto a la bourgeotse. El estudiaba Historia y Filosofía en la Universidad del Estado, y además había encontrado un empleo. Cuando, después de dos meses, había reanudado la vida que la muerte de su padre había desgarrado, había encontrado su empleo que le estaba aguardando. Trabajaba en el Gossizdat, la empresa estatal de publicidad. Por las noches, junto al fuego de la bourgeoise, traducía libros del inglés, del alemán o del francés. Eran libros que no le gustaban: novelas de autores extranjeros en que se referían los sufrimientos de algún pobre y honrado trabajador que había sido enviado a presidio por haber robado una hogaza con que alimentar a su madre que se moría de hambre, o se narraban las desventuras de su esposa, joven y bella, que había sido violada por un capitalista y se había suicidado luego de dolor. Y a consecuencia de ello el obrero había sido despedido por el capitalista, y su hijo se había visto reducido a mendigar por las calles, donde el auto de aquel mismo capitalista le había atropellado; un auto con guardabarros relucientes y un chófer de librea.

Pero Leo podía trabajar en casa y le pagaban bien, aunque cada vez que iba a cobrar al Gossizdat le hiciesen la misma observación:

– Hemos deducido el dos y medio por ciento como contribución a la nueva Sociedad Roja de Química para la defensa del Proletariado. Esto aparte del cinco por ciento para la Flota Aérea Roja, el tres por ciento para la Lucha contra el Analfabetismo, el cinco por ciento para los Seguros Sociales, y…

Cuando Leo trabajaba, Kira andaba por la habitación sin hacer ruido, o permanecía sentada en silencio ante sus diseños, sus cuadernos, sus planos azules, sin interrumpirle jamás… Algunas veces su trabajo era estorbado por la visita del Upravdom que entraba con la gorra en la nuca y les reclamaba la cuota por las tuberías heladas, las cañerías obturadas, las bombillas de la escalera… -alguien ha vuelto a llevárselas-; las goteras del tejado, la reparación de la escalera del sótano o la suscripción voluntaria de la casa para la Flota Aérea Roja.

Cuando Kira y Leo se hablaban, sus palabras eran breves y precisas y su indiferencia excesiva; pero sus rostros inmóviles guardaban un secreto que ninguno de los dos podía olvidar. Pero cuando estaban solos en su dormitorio gris y plata se reían juntos, y sus ojos, sus labios y sus cuerpos enteros se buscaban ávidamente y la pasión contenida durante tantas horas interminables surgía victoriosa entonando el himno de la juventud.

Leo no tenía familia en Petrogrado.

Su madre había muerto antes de la Revolución. Era hijo único. Su padre había contemplado sus extensos trigales bajo el cielo azul, bordeados por bosques sombríos, y había pensado que algún día aquellos campos y aquellos bosques pertenecerían a un chiquillo de ojos negros y negros cabellos, y en su corazón había sentido una luz más viva que la del sol sobre el trigo maduro. El almirante Kovalensky asistía muy raramente a las ceremonias de la Corte. Se sentía más seguro sobre el puente de su navio que sobre el pavimento de mármol de un palacio real. Pero cuando iba, miradas de estupor y de envidia seguían con atención a la mujer que avanzaba lentamente, cogida a su brazo. Su mujer, una condesa de antiguo linaje, era de una belleza que sólo largos siglos habían podido acumular, detalle por detalle, en un cuerpo perfecto. Cuando murió, su marido se dio cuenta de que en sus sienes habían aparecido los primeros cabellos blancos, pero en lo más íntimo de su corazón, y sin que lograse expresarlo en palabras, estaba agradecido a Dios porque había conservado la vida de su hijo.

El almirante Kovalensky tenía un solo tono de voz para mandar a sus hombres y para hablar con su hijo. Y no faltaba quien dijera que era demasiado amable con sus marineros, ni quien le encontrase demasiado duro con su hijo. Con todo, adoraba todos los movimientos del muchacho, a quien sus preceptores extranjeros habían trocado por el de "Leo" su nombre ruso de "Lev", y estaba desarmado ante el menor movimiento de sus altivas cejas oscuras.

Preceptores, servidores e invitados, todos miraban a Leo con los mismos ojos atónitos con que contemplaban el Apolo de marmol que ornaba el estudio del almirante, y detrás de sus miradas había la misma reverencia deferente que despertaba aquella blanca estatua antigua, y sus palabras eran vacilantes y tímidas. Leo sonreía: era la única orden que debía dar, la única excusa a cualquier orden.

Cuando sus jóvenes amigos referían, en voz baja, las últimas historietas francesas, Leo estudiaba Kant y Nietzsche; discutía sobre Oscar Wilde en las puritanas reuniones del Club Femenino de Caridad de su autoritaria tía; con su fascinadora sonrisa describía la superioridad de la cultura occidental sobre la rusa ante los austeros diplomáticos de cabellos grises, amigos de su padre e inflamados eslavófilos, que Leo saludaba con un despreocupado Alió; y una vez que le enviaron a confesarse, hizo ruborizarse al anciano sacerdote, revelándole a los dieciocho años, cosas que el venerable anciano no había aprendido en sus setenta. Le molestaba el retrato del zar en el despacho de su padre; le molestaba la lealtad inflexible y ciega de éste; pero cuando tomó parte en una reunión secreta de jóvenes revolucionarios y un muchacho sin afeitar pronunció un discurso sobre la fraternidad humana y le llamó "camarada", Leo se marchó a su casa canturreando Dios salve al zar.

A los dieciséis años pasó su primera noche en el lecho con una dama de la aristocracia, y cuando luego la encontró en los ricos salones, en su cara no se movió ni un músculo, mientras se inclinaba con gracia para besar su mano, y el grave marido de cabellos grises no sospechó nunca qué lecciones estaba enseñando aquella desdeñosa belleza que él poseía a un esbelto muchacho de cabellos negros.

A ésta siguieron muchas, y el almirante tuvo que intervenir una vez para recordar a Leo que su carrera se vería comprometida si alguien volvía a ver a su hijo abandonar, al rayar el alba, el palacio de una famosa bailarina de cuyo real protector nadie se atrevía a pronunciar en voz alta el nombre.

La Revolución encontró al almirante Kovalensky con lentes negros sobre los ojos apagados, y la cinta de San Jorge en el ojal; a Leo le encontró con una lenta sonrisa de desdén en los labios, un paso rápido, y en la mano una ligera fusta que solía llevar desde su infancia.

Durante dos semanas Kira no visitó a nadie ni recibió visitas. Luego fue a ver a Irina. María Petrovna abrió la puerta y murmuró un saludo, confusa, asustada, insegura.

La familia estaba reunida en el comedor en torno a una bourgeoise recién instalada. Irina, en cuanto vio a su prima, se puso rápidamente en pie con una luminosa sonrisa y la besó, cosa que nunca había hecho antes.

– ¡Qué alegría me da verte, Kira! ¡Creía que no querías venir más!

Kira miró a la alta figura que de pronto había surgido de un rincón de la sala.

– ¿Cómo estás, tío Vasili? -sonrió.

Vasili Ivanovitch no contestó ni la miró; se volvió de espaldas y salió del comedor.

Irina se mordió los labios y sus mejillas se cubrieron de un intento de rubor. María Petrovna retorcía su pañuelo y la pequeña Asha medio escondida detrás de una silla, miraba fijamente a Kira. Esta, inmóvil, contemplaba la puerta cerrada.

– ¡Qué hermosos zapatos de fieltro llevas, Kira! -murmuró María Petrovna, aunque había visto aquellos zapatos varias veces-. Es lo que hace falta con este frío. ¡Qué mal tiempo! -Sí -dijo Kira-; está nevando.

Víctor entró arrastrando los pies, en zapatillas, con una bata sobre el pijama; a pesar de ser ya una hora avanzada de la tarde, sus cabellos despeinados le caían ante los ojos hinchados por el sueño interrumpido.

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