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Una mano abrió con cuidado la puerta, y apareció una cabeza de hombre que echó una ojeada a la cátedra. Kira reconoció la cicatriz en la sien derecha. Se trataba de una clase de primer curso, y aquel hombre estudiaba otra cosa. Debería haber entrado en el aula por equivocación. Estaba a punto de marcharse cuando vio a Kira. Entró, cerró la puerta sin hacer ruido y se quitó la gorra. Kira lo observaba con el rabillo del ojo. En el corredor, junto a la puerta, había sitio, pero él se acercó silenciosamente hacia donde estaba Kira y se sentó en la grada a sus pies. No pudo resistir la tentación de mirarle. El la saludó con una muda inclinación, insinuando levemente una sonrisa, y volvió a dedicar su atención a lo que se estaba explicando en cátedra. Estaba sentado, inmóvil, con las piernas cruzadas y una mano sobre la rodilla. La mano parecía hecha de huesos, piel y nervios. Kira se fijó en lo descarnado de sus mejillas, en lo cortante de sus pómulos. Su chaqueta era más militar que un cañón, más comunista que una bandera roja. El no volvió a mirarla ni una sola vez.

Una vez terminada la lección, cuando una multitud de pies impacientes se precipitó a los pasillos, él se levantó, pero no se dio prisa en llegar a la puerta. -¿Cómo está usted hoy? -preguntó a Kira.

– ¿Cómo estoy? -contestó ella, sorprendida-. ¿Desde cuándo hay comunistas conscientes que pierden el tiempo asistiendo a clases que no necesitan?

– Los comunistas conscientes son curiosos. No les duele investigar lo que no comprenden.

– He oído decir que no les faltan medios para satisfacer su curiosidad.

– No siempre quieren emplearlos -contestó él con calma-. A veces necesitan hacer algún descubrimiento por sí mismos.

– ¿En interés propio o para el Partido? -Quizá para los dos, pero no siempre.

Habían salido del aula y andaban juntos por el corredor; una mano robusta dio una palmada en el hombro de Kira y a sus oídos llegó una carcajada demasiado sonora.

– Bien, bien, bien -le gritó a la cara la camarada Sonia-, ¡qué sorpresa! ¿No té avergüenzas de ti misma? ¿Vas con el camarada Taganov, el comunista más rojo que existe?

– ¿Temes que le descarríe, camarada Sonia?

– ¿A él? No hay esperanza, muchacha, no hay esperanza. Hasta luego, tengo que correr; a las cuatro tengo tres reuniones y he prometido asistir a las tres.

Las cortas piernas de la camarada Sonia se precipitaron por el vestíbulo, mientras su brazo hacía oscilar una cartera que pesaba más que una mochila.

– ¿Va usted a su casa, camarada Argounova? -preguntó él.

– Sí, camarada Taganov.

– ¿Tendría inconveniente en comprometerse dejándose ver con un comunista tan rojo como yo?

– En absoluto, siempre que su reputación no sufra de que le vean con una señora tan blanca como yo.

Fuera, la nieve se derretía en barro bajo las frecuentes pisadas presurosas, y el barro se helaba luego en duros montones desiguales. El tomó el brazo de Kira. La miró con una silenciosa petición de su consentimiento. Ella contestó oprimiendo con sus dedos la chaqueta de cuero del joven. Anduvieron un rato en silencio. Luego ella le miró y sonrió; dijo:

– Yo creía que los comunistas no hacen nunca más que lo que deben hacer, y que nunca quieren hacer otra cosa. -Es raro -sonrió él a su vez-. Debo de ser un mal comunista, porque esta vez no he hecho más que lo que deseaba hacer. -¿Su deber revolucionario?

– No hay deber. Si se sabe que una cosa es justa se siente el deseo de hacerla. Si no se siente este deseo es porque no es justa. Y si es justa y no suscita en nosotros ningún interés, ello significa que no sabemos qué es la justicia. Y entonces uno no es un hombre.

– ¿Nunca ha deseado usted una cosa sin pensar si era justa o no? ¿Sin otra razón que… el deseo mismo?

– Ciertamente. Esta ha sido siempre mi única razón. Nunca he deseado nada que no sirviese mi causa. Porque, ¿sabe usted?, se trata de mi causa.

– ¿Y su causa es renunciar a su personalidad para el bien de millones de hombres?

– Para conducir a esos millones de hombres adonde yo deseo que vayan… por mí mismo.

– Y cuando cree que una cosa está bien, ¿la hace usted siempre?

– Ya sé lo que va a decir. Lo que dicen la mayor parte de nuestros enemigos. Porque vosotros admiráis nuestros ideales, pero odiáis nuestros métodos.

– Al revés: odio vuestros ideales, y admiro vuestros métodos. Si uno cree tener razón, no debe aguardar a convencer a millones de estúpidos. Puede obligarles. Lo que no sé es si llegaría a incluir entre mis métodos el derramamiento de sangre.

– ¿Por qué no? Cualquiera puede sacrificar su vida por un ideal. Pero ¿cuántos conocen una devoción que llegue hasta hacerles capaces de sacrificar la vida de otro? Es algo horrible, ¿verdad?

– Absolutamente. Admirable… si tenéis razón. Pero ¿la tenéis?

– ¿Por qué odia usted nuestros ideales?

– A causa de una razón importante, principal y eterna, por muy bello que sea el paraíso que vuestro Partido promete a la Huma nidad. ¿Qué pueden ser vuestros ideales si hay uno que no podéis evitar, sino que sale a la superficie como un veneno mortal capaz de convertir en infierno horrible todos vuestros paraísos, ese ideal vuestro que quiere que el hombre viva para el Estado?

– ¿Acaso puede vivirse para un ideal más alto que éste?

– No lo sabéis -y la voz de Kira se estremeció súbitamente en una súplica apasionada, imposible de ocultar-. ¿Ignoráis que en los mejores de nosotros hay cosas que ninguna mano extraña puede atreverse a tocar? ¿Cosas sagradas, por la misma razón -y no por otra- que de ellas puede decirse: "esto es mío"? ¿No sabéis que los mejores de nosotros, los que merecen vivir, viven únicamente para sí mismos? ¿Ignora usted que en cada uno de nosotros hay algo que no puede tocar ningún Estado, ninguna colectividad, ningún número de millones de hombres?

– No lo sé.

– Camarada Taganov -murmuró Kira-, ¡cuánto tiene usted que aprender todavía!

El la miró en la sombra quieta de una sonrisa y le dio una palmada en la mano como a una chiquilla.

– ¿No comprende usted -preguntó- que no podemos sacrificar a los millones para el bien de unos pocos?

– Sí pueden hacerlo, y tienen que hacerlo, cuando estos pocos son los mejores. Niegan a los mejores el derecho a llegar a las palancas de mando, y luego no les quedará ninguno de ellos. ¿Qué son vuestras masas, sino barro que merece que lo pisen, combustible que hay que quemar? ¿Qué es el pueblo sino millones de pequeñas almas desoladas que no tienen pensamientos propios, ni sueños profundos, ni voluntad propia? ¿Y para éstos hay que sacrificar a los pocos que conocen la vida… que son la vida? Odio vuestros ideales, porque no onozco peor justicia que la justicia para todos. Porque los hombres no han nacido iguales, y no sé por qué hay que querer que lo sean. Y porque odio a la mayor parte de ellos.

– Así me gusta. Lo mismo pienso yo.

– Entonces…

– Pero yo no conozco el placer de odiar. Prefiero intentar dignificar a los que no son dignos, subirlos a mi nivel. Usted sería una espléndida combatiente… por su lado.

– Creo que ya sabe que no podré serlo nunca.

– Quizá. Pero dígame: ¿por qué no lucha contra nosotros?

_ Porque tengo con vosotros menos cosas en común que vuestros enemigos. Yo no quiero luchar por el pueblo ni quiero luchar contra el pueblo. Quiero que me dejen sola… vivir.

_ ¿No es ése un raro deseo?

_ ¿Sí? ¿Y qué es vuestro Estado sino una necesidad y una conveniencia para un gran número de personas, como lo son la luz eléctrica y las cañerías del agua? ¿Y no sería un poco triste decir que los hombres tienen que vivir para estas cosas que les son necesarias, y no que estas cosas deben existir sólo para los hombres?

– Pero si se estropean, ¿no sería también algo triste quedarse quietos, sin hacer ningún esfuerzo para repararlas?

– Le deseo mucha suerte, camarada Taganov. Espero que cuando las vea rojas de su propia sangre, seguirá pensando todavía que valía la pena repararlas.

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