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María Petrovna tosió nerviosamente. Estaba acostumbrada; llevaba cinco años oyendo lo que Vasili Ivanovitch leía entre líneas acerca de la salvación que debía venir de Europa y que nunca acababa de llegar. Suspiró; Vasili Ivanovitch sonreía feliz. -… y cuando esto suceda yo volveré a empezar donde me interrumpieron. No será difícil. Naturalmente, cerraron todos mis almacenes y se llevaron todos los muebles, pero… -se inclinó hacia Kira murmurando-: les he vigilado. Sé dónde los llevaron. Sé dónde están ahora. -¿De veras, tío Vasili?

– He visto las estanterías en una tienda nacional de calzado en el Bolshoi Prospect, y las sillas en un restaurante del distrito de Vigorgsky, y la lámpara… la lámpara está en las nuevas oficinas del Trust del Tabaco. No he perdido el tiempo. Estoy preparado. Apenas… apenas cambien las cosas, sé dónde tengo que ir a buscarlo todo para abrir una nueva tienda.

– Es maravilloso, tío Vasili; me alegro mucho de que no hayan destruido tus cosas.

– No; por suerte… todavía se conservan en buen estado como si fueran nuevas. En una de las estanterías he visto un arañazo terrible… es una vergüenza, pero tiene arreglo. Y lo más divertido -sonrió como si hubiera enredado a sus enemigos- es lo que ha sucedido con los rótulos. ¿Te acuerdas, Kira? De cristal dorado con letras negras. Pues bien, también los he encontrado. Están en una cooperativa cerca del mercado Alexandrovsky. Por un lado pone: "Cooperativa del Estado", pero por el otro sigue diciendo: "Vasili Dunaev. Peletería".

Dándose cuenta de la mirada de su esposa, añadió algo amoscado: -Marussia ya no cree. No cree que lo volveremos a tener todo. ¡Pierde la fe con una facilidad! ¿A ti qué te parece, Kira? ¿Crees que vivirás toda tu vida bajo la bota roja? -No -dijo Kira-, no puede durar siempre. -Es natural, no puede durar. No cabe duda de que no puede durar. Siempre lo digo: no puede ser -súbitamente se levantó-. Ven, Kira, quiero enseñarte una cosa. -Vasili -dijo María Petrovna-, ¿no terminas la sopa? -No me importa la sopa. No tengo apetito. Ven a mi estudio, Kira.

En el estudio sólo habían quedado una silla y el escritorio. Vasili Ivanovitch abrió un cajón de éste y sacó un paquete envuelto en un viejo pañuelo amarillo. Desató con reverencia un estrecho nudo y, con una sonrisa de orgullo y alegría, enderezando sus encorvadas espaldas, enseñó a Kira varios fajos de grandes y deslucidos billetes de Banco de tiempos del zar, cuidadosamente atados. Los fajos eran muy gruesos, de manera que representaban una verdadera fortuna. Kira se quedó atónita.

– Pero, tío Vasili… son… no tienen valor… no está permitido usarlos… ni tenerlos. Es… peligroso. Vasili Ivanovitch rió.

– Claro está que ahora no tienen valor, pero aguarda y verás. Aguarda a que cambien las cosas y verás qué fortuna tengo aquí en la mano.

– Pero… tío Vasili, ¿cómo los has logrado? -Los he comprado. Secretamente, claro está. A especuladores. Es peligroso, pero se encuentran. También los he pagado caros. Te diré por qué he comprado tantos. Verás… antes de que ocurriese todo esto, ¿sabes?, antes de que nacionalizasen mi almacén… yo debía una cantidad importante por mis escaparates de cristal: los había mandado traer del extranjero, de Suecia; en todo Petrogrado no había otros parecidos. Cuando se apoderaron de la tienda los rompieron a patadas, pero esto no me importa. Yo sigo teniendo la deuda pendiente; ahora no se puede pagar, porque no hay modo de enviar dinero al extranjero, pero aguardo. No puedo pagar con estos billetes soviéticos sin valor… figúrate; en el extranjero no los emplearían ni para empapelar el cuarto de baño. Y no hay manera de lograr oro. Pero éstos… éstos serán buenos como el oro. Y yo pagaré mi deuda. He aquí por qué he acumulado tanto dinero. El antiguo propietario de la casa que me vendió los cristales murió, pero su hijo vive. Actualmente está en Berlín. Nunca he debido un céntimo a nadie, yo. Sopesó el paquete en su gruesa mano y dijo:

_ Acepta este consejo de un anciano, Kira. No mires nunca hacia atrás. El pasado murió, pero siempre hay un porvenir. Y ahí está el mío. Una buena idea ésta de recoger el dinero, ¿no te parece, Kira?

Kira se esforzó en sonreír, apartó la mirada y dijo: -Sí, tío Vasili, una excelente idea.

Sonó la campanilla de la puerta. Luego se oyó en el comedor una voz de muchacha, más clara y más fuerte que la campanilla. Vasili Ivanovitch se puso serio.

– Alguien nuevo -dijo, irritado-. Vava Milovskaia, una amiga de Víctor.

– ¿Qué hay con ella, tío Vasili? ¿No te gusta? El se encogió de hombros.

– Oh, supongo que es una excelente persona. No me es antipática. Pero nada de ella me gusta. Es sencillamente una mujercita sin seso. No es como tú, Kira. Vamos. Supongo que tendrás que conocerla.

Vava Milovskaia, en medio del comedor, aparecía en dos círculos luminosos. Uno, el mayor y más bajo, un largo traje de algodón encarnado, almidonado: el superior y más pequeño, un crisantemo de lucientes rizos negros. Su traje era de algodón, pero se comprendía que era nuevo y caro; además; llevaba un estrecho brazalete de brillantes, y tenía unos ojos maravillosos. -Buenas noches, Vasili Ivanovitch -dijo con melodiosa voz-. Buenas noches, buenas noches. -Se levantó, puso sus manos sobre los hombros del anciano y le besó en la severa frente.- Y esta es Kira, ya lo sé; Kira Argounova. ¡Estoy tan contenta de conocerla, por fin, Kira! Víctor salió de su habitación. Vava repitió con insistencia que había ido a ver a Irina, pero Víctor sabía, como lo sabían todos, que la visita era para él. Seguía con una sonrisa todos los movimientos de la muchacha, y ella sabía que la observaba. Víctor reía alegremente, porfiando con ella; tiró de las orejas a Asha y llevó a su madre un chai de más abrigo, una vez que ésta tosió; refirió anécdotas e incluso llegó a hacer sonreír a Vasili Ivanovitch, que permanecía sentado en un rincón.

– He traído algo que enseñaros; algo maravilloso -susurró Vava misteriosamente mientras sacaba un paquetito de su bolso-. Algo que no habéis visto jamás.

Todas las cabezas se inclinaron: encima de la mesa había una cajita redonda, de color naranja y oro. Vava murmuró las palabras mágicas: -Del extranjero.

Los demás miraban respetuosamente, sin atreverse a tocar. Vava dijo con orgullo, casi sin respirar, esforzándose en darse un aire despreocupado:

– Polvos franceses, auténticamente franceses. Pasados de contrabando de Riga. Una de las clientes de papá se los ha dado a cuenta de sus honorarios.

– ¿Sabes? -dijo Irina-. He oído decir que en el extranjero no sólo usan polvos, sino… figúrate… ¡se pintan los labios! -Sí -dijo Vava-. Y esa señora cliente de papá me ha prometido un lápiz para los labios, la próxima vez. -¡Pero, Vava! ¡No te atreverás a usarlo! -¡No sé! Quizás un poco… una vez de tarde en tarde… -Ninguna mujer decente se pinta los labios -dijo María Petrovna.

– Pero dicen que en el extranjero lo hacen, y que es una cosa corriente.

– ¿En el extranjero? -suspiró melancólicamente María Petrovna-. ¿Pero es que existen tales lugares en la tierra? ¿Es verdad? ¡El extranjero!

No había nieve, pero el barro se había convertido en una gruesa capa de hielo sobre las aceras, y en las tuberías de conducción del agua se veían los primeros carámbanos. El cielo era claro y verdoso, brillante a causa de los acerados centelleos del hielo. Los hombres caminaban lentamente, con prudencia, como si estuviesen aprendiendo a patinar; de vez en cuando resbalaban levantando involuntariamente una pierna, y se cogían al farol más próximo. Los caballos resbalaban también sobre el pavimento helado; bajo sus cascos que arañaban convulsivamente el hielo saltaban chispas.

Kira iba al Instituto. A través de las delgadas suelas de sus zapatos, la acera lisa como un espejo le enviaba un soplo helado piernas arriba. Iba de prisa, andando con inseguridad y resbalando de vez en cuando.

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