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– Después de todo -decía-, nos ha dado ocasión para meter un poco de ruido. ¿Pronunciarás tú el discurso fúnebre?

– Sí -replicó Syerov.

– No te olvides de su pasado en el Ejército Rojo y de todo lo demás. Espero que con eso cerraremos la boca a todos esos malditos estúpidos, a todos esos viejos esperpentos de 1905 que parecían demasiado inclinados a sacar a relucir sus carnets anteriores a la Revolución de octubre y a hacer averiguaciones sobre otras cosas, como, por ejemplo, el asunto Kovalensky.

– Descuida -aseguró Syerov.

Todos los obreros de Leningrado desfilaban tras un féretro rojo. Una fila tras otra, equipados como soldados unidos, sin prisa, como un muro, como los travesanos de una escala sin fin, avanzaban engullendo la Nevsky en su oleada lenta, rumorosa, creciente, de cuerpos humanos y de banderas, de cuerpos en ceñidos jerseys, de cabezas erguidas, de miles de pies que marcaban el paso como un solo par de botas gigantescas que hiciera estremecerse a la Nevsky entera, desde la estatua de Alejandro III hasta las columnas del Almirantazgo. Eran millares de cuerpos humanos que desfilaban gravemente llevando en alto, en un gesto de postrero saludo, a sus banderas rojas.

Como una muralla de color caqui, una fila tras otra, los soldados del Ejército Rojo desfilaban también, con sus hombros anchos y rectos, sus botas firmes sobre la nieve, sus gorros de pico con la estrella roja sobre las frentes, y por encima de ellos ondeaba una bandera roja con la inscripción: "Gloría eterna a los camaradas caídos."

Los obreros de la fábrica Putilovsky, en ininterrumpidas filas grises, avanzaban detrás de una bandera roja sostenida en alto por fuertes puños, en la que se leía: "Había salido de las filas obreras y dio su vida por los obreros del mundo entero. El proletariado rinde su tributo de agradecimiento al camarada caído." Seguían los estudiantes del Instituto de Tecnología, rostros jóvenes y aplicados, ojos graves y límpidos, cuerpos erguidos y tensos; muchachas con sus pañuelos rojos, rojos como la bandera en que se leía: "Los estudiantes del Instituto de Tecnología están orgullosos de su sacrificio por la causa de la Revolución. " Los miembros de la Directiva del Partido, una hilera de chaquetas de cuero negro, desfilaban gravemente, austeros como monjes, majestuosos como guerreros, con su bandera desplegada, sin una arruga; una bandera que era una estrecha tira roja con letras negras, rígida y sencilla como los hombres que la llevaban: " La Federación de todas las organizaciones comunistas ofrece todas sus vidas al servicio de la revolución mundial."

Todas las fábricas de la ciudad, todos los centros, todas las oficinas, todas las células, por pequeñas que fueran, por olvidadas que estuvieran, desfilaban como un río gris, negro y rojo, a través de la ciudad; tres millas de calzada cubiertas de gorros y pañuelos rojos, de pies que hacían crujir la nieve y de banderas que parecían rojos cortes en la niebla; y los grises muros de los palacios de la Nevsky parecían las márgenes de un río enorme cuyas ondas entonaron una marcha fúnebre sobre un lecho de nieve dura como el granito. Hacía fro: un frío punzante e inexorable, "pesado como una niebla que penetrase a través de los muros, por las rendijas de las ventanas cerradas, hasta la médula de los huesos a pesar de los gruesos abrigos. El cielo estaba surcado por los nimbos grises sobre los cuales las nubes parecían caprichosas manchas de tinta, de una tinta desleída en un agua turbia, detrás de la cual parecía imposible que jamás hubiera existido el cielo azul. De las viejas chimeneas grises como las nubes salía un humo oscuro que parecía haberse extendido por toda la ciudad; o quizá se hubiera podido decir que eran las nubes las que habían dejado caer sobre las casas una madeja de hilo oscuro que volvía a salir de nuevo por las chimeneas. De vez en cuando volaban algunos copos de nieve que se posaban y se derretían sobre las frentes distraídas e indiferentes. A la cabeza del cortejo iba un féretro descubierto. Era un féretro rojo. Una espléndida bandera de terciopelo escarlata envolvía un cuerpo rígido, y sobre un almohadón encarnado reposaba una cabeza inmóvil, con un duro perfil que pasaba lentamente por entre los muros grises, y por unas negras guedejas de pelo que ocultaban un agujerito oscuro bajo la sien derecha. Su rostro era sereno, y los blancos copos que caían sobre él no se derretían. Cuatro jóvenes, los camaradas más distinguidos del Partido, llevaban el féretro en hombros.

Cuatro frentes inclinadas permanecían descubiertas en medio del frío. Y el féretro parecía aún más rojo entre los cabellos rubios de Pavel Syerov y los rizos negros de Víctor Dunaev. Una banda militar seguía al féretro. Las trompas de brillante cobre estaban cubiertas de negros crespones, y la banda tocaba Caíste como una victima.

Muchos años antes, en secretos antros escondidos a los ojos de los policías del zar en los helados caminos de los campos de concentración de prisioneros de Siberia, había nacido un himno dedicado a los héroes caídos por la libertad. Se cantaba en voz baja, sobre acompañamiento de cadenas y grilletes, a la memoria de unas valerosas víctimas anónimas. El himno circulaba por entre los barracones; nadie conocía su autor y no había ningún ejemplar impreso de él. Pero la Revolución lo puso en los escaparates de todas las tiendas de música y en el fragor de todas las bandas que seguían el entierro de un comunista. La Revolución había traído La Internacional a sus vivos y el Caíste como una víctima a sus muertos. Este último se había convertido en el himno fúnebre oficial de la nueva República.

Los obreros de Leningrado cantaban solemnemente mientras desfilaban detrás del féretro: "Caíste como una víctima – en tu combate fatal, – una víctima abnegada – de una abnegación sin par. – Has dado cuanto tenías – por ese pueblo que amabas: – tu honor, tu vida y tu libertad."

La música surgía con la majestad de la desesperación extrema y llegaba a un éxtasis que no era ni dolor ni alegría, sino un supremo saludo militar; era una música que cantaba un sentimiento de ternura impasible, un reverente amor que sabe honrar a un guerrero sin derramar lágrimas, una resonante sonrisa de dolor. Los pies marchaban sobre la nieve, las trompas retumbaban, los platillos de metal ritmaban los pasos de la comitiva, y las grises hileras de hombres se iban sucediendo unas a otras, lentamente, mientras las banderas escarlata ondeaban altivas y majestuosas con la misma grandiosidad con que iba discurriendo el canto, en un solemne adiós postrero.

"El tirano caerá, – el pueblo se levantará – ¡sublime, poderoso, sin cadenas! – Tú has recorrido ya – tu camino noble y valeroso."

Muy atrás de las filas de soldados, estudiantes y obreros, entre la multitud de desconocidos que no llevaban banderas, una muchacha caminaba sola, con la vista fija ante ella, a pesar de que el féretro estaba demasiado lejos para que pudiera verlo. Sus manos caían inertes a lo largo de su cuerpo, y entre sus bocamangas y sus guantes podían verse sus muñecas, enrojecidas por el frío cortante. Su semblante sin expresión, y sus ojos parecían atónitos.

Los que andaban a su lado no se fijaron en ella. Pero al principio de la ceremonia alguien la había reconocido. La camarada Sonia, que iba al frente de un batallón de obreras de Zenotdel, había pasado corriendo junto a ella para dirigirse a su sitio a la cabeza del cortejo. La camarada Sonia se había detenido con una irónica sonrisa.

– ¿Conque ha venido usted, camarada Argounova? ¡Hubiera dicho que usted era la única persona que no debía venir! Kira Argounova no le había contestado.

Algunas mujeres con pañuelos rojos habían pasado por su lado. Una había murmurado algunas palabras animadas y furtivas a sus compañeras, mientras la señalaba con el dedo. Alguna había reído en silencio.

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