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– Bien, bien. De modo que usted es la ciudadana Argounova -dijo el grueso pintor de carteles, un hombre mofletudo que la hizo entrar y escuchó con paciencia todas sus explicaciones. -Claro está que podrá usted llevarse lo suyo, si yo no lo necesito. Todo está en la cochera; tómelo. Tampoco somos tan crueles. Ya sabemos que para vosotros, los burgueses, es muy duro todo esto.

Galína Petrovna echó una ojeada nostálgica a su gran espejo veneciano cuyo pie de ónix sostenía ahora una papelera; pero no dijo una palabra y salió al patio, dirigiéndose a la cochera. Encontró alguna silla sin patas, algunas piezas de porcelana antigua de valor incalculable, un lavabo, un samovar mohoso, dos camas, una caja llena de trajes suyos viejos y el gran piano de Lidia. Encima de todo ello, a montones, muchos libros de su antigua librería, cajas vacías, pedazos de madera y excrementos de ratón. Llamaron a un carretero para que transportase todo aquello a la vieja casa de ladrillo cuyas sucias ventanas se abrían sobre el sucio riachuelo Moika. Pero no podían pagar dos acarreos; de modo que se hicieron prestar un carretón y Alexander Dimitrievitch, silencioso e indiferente, cargó los fardos que habían quedado en casa de Dunaev y los llevó a su nueva casa. Los cuatro subieron fardos por la escalera, pasando ante puertas mugrientas que alternaban con ventanas rotas. Aquella era una "escalera negra", esto es, una escalera de servicio; pero la casa nueva no tenía puerta para las visitas.

No había luz eléctrica; las cañerías estaban reventadas y había que subir el agua a cubos desde el piso de abajo. En el techo, amarillentas manchas recordaban las pasadas lluvias. -Con un poco de trabajo y un poco de sentido artístico, quedará precioso -había exclamado Galina Petrovna. Alexander Dimitrievitch había contestado con un suspiro. Habían instalado el piano en el comedor, y encima Galina Petrovna había colocado una tetera sin asa ni pico, que era el único resto de su espléndido juego de té de porcelana de Sajonia. Un surtido de platos rotos se guardaban en estantes de ruda madera, que Lidia decoró artísticamente con puntillas de papel. Un periódico doblado sostenía la pata más corta de la mesa; una mecha que flotaba en una taza de aceite de linaza daba, en la negra noche, una mancha de luz sobre el techo, y por la mañana, numerosos hilos de humo que parecían telarañas se balanceaban levemente en el aire.

Galina Petrovna se levantaba antes que nadie. Se echaba sobre los hombros un viejo chal, y, soplando fuertemente, encendía los húmedos leños con que tenía que cocer el mijo para la comida. Alexander Dimitrievitch recorría fatigosamente las dos millas que le separaban de la tienda de tejidos que había abierto. Nunca tomaba el tranvía; siempre había largas colas, y él no hubiera encontrado sitio jamás. Su almacén era una antigua tahona. No hubo medio de que le pusieran un rótulo nuevo. Junto a la puerta, sobre uno de los negros cristales en que campeaba un dorado bizcocho, había debido tender un pedazo de tela con un rudimentario cartel, escrito de través. En el escaparate había puesto dos pañuelos y un delantal. Había rascado de los cajones del panadero las antiguas etiquetas y las había ordenado sobre los estantes vacíos. Y allí pasaba el día, sentado, con los pies helados sobre la estufa de hierro, los brazos cruzados, y medio dormido. Cuando entraba un cliente se apresuraba a pasar detrás del mostrador y sonreía amablemente.

– El mejor pañuelo de la ciudad, ciudadano… seguramente, colores vivos como los del extranjero… ¿Sí aceptaría manteca en lugar de dinero…? Claro está que sí, camarada campesino, claro está que sí… ¿Por media libra? Puedo darle dos pañuelos, ciudadano, y un metro de muselina encima.

Y, sonriendo de contento, guardaba la manteca en el gran cajón que le servía de caja registradora, a veces al lado de una libra de avena.

Después de comer, Lidia se enrollaba al cuello una vieja bufanda de punto, tomaba un cesto bajo el brazo y, suspirando amargamente, se dirigía a la cooperativa. Permanecía en la cola contemplando el lento movimiento de las manecillas del reloj de una torre lejana, y se distraía recitando mentalmente las poesías francesas aprendidas en su infancia.

– ¡Pero si el jabón no me hace ninguna falta, ciudadano -protestaba cuando le llegaba el turno de acercarse al mostrador en aquella tienda que olía a vinagre y a emanaciones humanas-, ni quiero tampoco los arenques ahumados! -No tenemos nada más por hoy, ciudadana. ¡Otro! -Bien, bien; lo tomaré -se apresuraba a decir Lidia-; algo hay que comprar.

Galina Petrovna lavaba los platos después de comer, y luego se ponía los lentes, tomaba dos libras de lentejas de un saco que había traído consigo y las limpiaba cuidadosamente; mondaba las cebollas, mientras las lágrimas le corrían gota a gota por las mejillas; lavaba la camisa de Alexander Dimitrievitch en una palangana de agua fría, y molía bellotas para hacer el café. Si tenía que salir para algo, bajaba la escalera corriendo para no encontrarse con el Upravdom. Si lo encontraba sonreía con demasiada vivacidad y decía con un sonsonete:

_ Buenos días, camarada Upravdom.

El camarada Upravdom no contestaba nunca. En sus ojos torvos, Galina Petrovna adivinaba una silenciosa acusación.

_ ¡Burgueses! ¡Negociantes particulares!

Kira había ingresado en el Instituto de Tecnología. Iba todas las mañanas, a pie, silbando, las manos en los bolsillos de un viejo gabán negro de cuello severamente abotonado debajo de la barbilla. En el Instituto asistía a todas las clases, pero hablaba con poca gente. Entre los estudiantes veía muchos pañuelos rojos, y oía hablar mucho de constructores rojos, de cultura proletaria y de jóvenes ingenieros a la vanguardia de la revolución mundial. Pero como estaba ocupada en reflexionar sobre su último problema de matemáticas, no escuchaba. Durante las conferencias sonreía de improviso, de vez en cuando; pero a nadie en particular, sino a un pensamiento confuso que no hubiera sabido expresar en palabras. Evocaba su infancia con la sensación de sumergirse en un alegre baño frío, y le parecía que entraba en la mañana de su vida con los músculos templados, fuertes y duros, y un espíritu como sus músculos y como su trabajo: ante ella estaba su trabajo y tantas otras cosas que hacer.

Por la noche, los Argounov se reunían en torno a la lamparilla de aceite, que colocaban encima de la mesa del comedor. Galina Petrovna les servía lentejas y mijo. En su alimentación no había mucha variedad; el mijo desaparecía de prisa, y con él sus ahorros. Después de la cena, Kira llevaba sus libros al comedor, única habitación de la casa donde había luz. Se sentaba apoyando los codos sobre la mesa, con los libros en medio; hundía sus dedos en su cabellera, y abría atentamente los ojos contemplando las figuras geométricas con la misma pasión que si estuviera leyendo la más interesante novela. Lidia, sonriendo amargamente, bordaba un pañuelo.

– ¡Oh, esta luz soviética! ¡Esta luz! ¡Y pensar que está inventada la electricidad!

– Tienes razón -aprobaba Kira, algo extrañada-; no hay buena luz. ¡Y yo no me había dado cuenta!

Una noche, Galina Petrovna encontró el mijo demasiado mohoso para poderlo cocer, y aquella noche no se cenó. Lidia suspiraba sobre su bordado:

– ¡Estas comidas soviéticas! ¡Mi estómago es un saco vacío! -Es verdad -dijo Kira-. Me parece que no hemos cenado esta noche.

– Pero, ¿dónde tienes la cabeza, si la tienes? -exclamó Lidia enfurecida-. ¿Acaso te das cuenta de algo alguna vez? Durante las largas veladas, Galina Petrovna iba murmurando de vez en cuando:

– ¡Una mujer ingeniero! ¡Vaya una profesión para una hija mía! ¿Es ésta una manera de vivir una joven? Sin un muchacho que la corteje, ni un pretendiente que la visite… dura como una suela de zapato… no tiene ninguna delicadeza, nada de poesía. Ningún sentimiento refinado. ¡Una hija mía! En el cuchitril que Lidia y Kira compartían por la noche no había más que una cama. Kira dormía sobre un colchón en el suelo. Se acostaban temprano para ahorrar luz. Acurrucada bajo una delgada manta, con su abrigo echado encima, Kira observaba a su hermana en su largo camisón de noche, blanca mancha en medio de la oscuridad, arrodillada ante el icono. Temblando de frío, persignándose con mano insegura, inclinándose hasta el suelo delante de la llamita de la lamparita y de los reflejos rutilantes de las caritas duras y bronceadas de las imágenes, Lidia murmuraba febrilmente sus plegarias.

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