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– Comprendo, camarada: se trata de organizar un proceso público, con grandes titulares en los periódicos y micrófonos en la sala de audiencia.

– Exactamente, camarada Taganov.

– ¿Y si el ciudadano Kovalensky hablase demasiado y demasiado cerca del micrófono? ¿Si pronunciase algún nombre?

– ¡Oh, por ese lado no hay nada que temer! Esos señores son fáciles de manejar: se le prometerá la vida a cambio de no decir más que lo que se le mande decir, y él seguirá esperando el indulto aún después de pronunciada la sentencia de muerte. Se pueden hacer promesas, como tú sabes, y no siempre es necesario cumplirlas.

– Y cuando le lleven ante el pelotón de ejecución, ¿no habrá ningún micrófono cerca?

– Claro está que no.

– Y, naturalmente, no habrá necesidad de explicar que cuando entró al servicio de esos desconocidos estaba sin trabajo y muriéndose de hambre, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir?

– Es una idea que me parece digna de ser tenida en cuenta, camarada. Como también me parecería oportuno explicar de qué modo un aristócrata sin un céntimo ha podido llegar a herir el corazón mismo de nuestra vida económica.

– Camarada Taganov, tienes aptitudes muy notables para la oratoria pública, demasiado notables. No siempre es una cualidad para un miebro de la G. P. U. Procura que no la aprecien demasiado y que un buen día no te encuentres destinado a algún puesto excelente… por ejemplo, en el Turquestán, donde tengas todas las oportunidades para desarrollarla. Como le sucedió, por ejemplo, al camarada Trotzky.

– He servido en el ejército rojo a sus órdenes, camarada.

– En tu lugar, yo no lo mencionaría con demasiado frecuencia, camarada Taganov.

– Muy bien, camarada. Haré cuanto pueda por olvidarlo.

– Esta tarde, a las seis, camarada Taganov, harás un registro en el domicilio del ciudadano Kovalensky, para obtener todas las pruebas o los documentos que puedan encontrarse en relación con este asunto. Luego le detendrán.

– Sí, camarada.

– Nada más, camarada Taganov.

– A tus órdenes, camarada.

El jefe de la Sección económica de la G. P. U. dijo a Pavel Syerov, sonriéndole fríamente y enseñándole las encías:

– En adelante, camarada Syerov, limitarás tus esfuerzos literarios a las materias relacionadas con tu cargo en los ferrocarriles.

– Ciertamente, camarada, no te preocupes por ello.

– No soy yo quien debe preocuparse; no lo olvides.

– ¡Qué diablo! Ya me he preocupado hasta ponerme enfermo. ¿Qué quieres? Al fin y al cabo no se tiene más que un número determinado de cabellos que pueden volverse blancos.

– Sí; pero debajo de ellos no se tiene más que una cabeza.

– ¿Qué… qué quieres decir? ¿Tienes la carta, no?

– Ya no la tengo.

– ¿Dónde está?

– Quemada.

– Gracias, amigo mío.

– Realmente, puedes agradecérmelo.

– ¡Oh, claro está que te lo agradezco! Amor con amor se paga. Ojo por ojo… Yo me callaré ciertas cosas y tú te callarás otras. Como dos buenos amigos.

– No es tan sencillo como te figuras, Syerov. Por ejemplo, tu aristocrático compañero de juegos, el ciudadano Kovalensky, deberá ser procesado y…

– ¿Crees que esto me va a hacer llorar. Esto sólo ya me compensa de todos los malos ratos. Estaré contentísimo de ver cómo le returcen el pescuezo a ese imbécil orgulloso e insoportable.

– Tu salud, camarada Morozov, exige una larga temporada de descanso en un clima más cálido -dijo el funcionario-; y en agradecimiento a tus servicios y como compensación a tu dimisión, se te ofrece un puesto en un sanatorio; ¿comprendes?

– Sí -contestó Morozov enjugándose la frente-, lo comprendo perfectamente.

– Se trata de un hermoso sanatorio en Crimea, muy tranquilo, lejos de la agitación de la ciudad, que convendrá a las mil maravillas a tu salud. Y creo que lo mejor será que disfrutes de todas estas ventajas por… digamos seis meses. Te aconsejo que no lleves prisa en volver, camarada Morozov.

– Bien; no tendré prisa.

– Y todavía quisiera darte otro consejo, camarada Morozov. Verás que los periódicos hablarán mucho del proceso del ciudadano Kovalensky por actividades contrarrevolucionarias. Pues bien; creo que sería muy prudente que dieras a entender bien claramente a tus compañeros de sanatorio que por tu parte no sabes una palabra de este asunto.

– Naturalmente, camarada. Yo no sé nada, ni tengo la menor idea de ello.

El funcionario murmuró, acercándose con aire confidencial a Morozov:

– Y en tu lugar, no intentaría dar ni un paso por ese Kovalensky, aunque le lleven ante el pelotón de ejecución. Morozov miró a la cara del funcionario y dijo arrastrando las palabras, comiéndose las vocales y reduciéndolas a un sencillo gemido, mientras sus anchas fosas nasales palpitaban: -¿Qué? ¿Yo, dar un paso por él? ¿Por él? ¿Para qué, camarada? No tengo nada que ver con él. Era el propietario de aquella tienda; él y nadie más: el contrato de alquiler lo dice bien claro. No puede probar que yo estuviera enterado de nada, absolutamente de nada. El, y sólo él, era el dueño del establecimiento: pueden comprobarlo.

La esposa de Lavrov salió a abrir la puerta. Al ver la chaqueta de cuero de Andrei, la funda de su pistola colgando de su cinturón, y detrás de él las hojas de acero de cuatro bayonetas, no pudo contener una exclamación sofocada, como un sollozo, y se llevó en seguida las manos ante la boca.

Detrás de Andrei entraron cuatro soldados. El último cerró la puerta de un imperioso portazo.

– ¡Oh, Dios misericordioso! ¡Dios misericordioso! -gimoteó la mujer retorciéndose el delantal con ambas manos.

– ¡Silencio! -ordenó Andrei-. ¿Dónde está el ciudadano Kovalensky?

La mujer señaló una puerta con un dedo tembloroso y se quedó estúpidamente en la misma actitud mientras los soldados, detrás de Andrei, se dirigían hacia ella. Mientras tres delgadas hojas de acero pasaban lentamente por delante de ella, y seis botas golpeaban pesadamente el suelo de su habitación, que resonaba como un tambor con sordina, la mujer de Lavrov no acertaba a apartar la vista del perchero del recibimiento, con sus viejos abrigos colgados que parecían guardar todavía el calor y la vida de los cuerpos humanos. El cuarto soldado se quedó en la puerta del piso. Lavrov, al verles, se puso en pie de un salto. Andrei atravesó rápidamente la estancia sin mirarle siquiera. Un movimiento rápido y brusco de la mano de Andrei, un movimiento seco e imperioso como un latigazo, hizo que uno de los soldados se quedase vigilando en la puerta de comunicación del salón con la habitación de Kovalensky. Los otros dos soldados entraron en ella en pos de Andrei.

Leo estaba solo, sentado en un sillón, en mangas de camisa, leyendo un libro. El libro fue lo primero que se movió cuando se abrió la puerta: bajó lentamente hasta el brazo de la poltrona y una mano segura lo cerró. Luego Leo se levantó sin prisa, y la luz del fuego de la chimenea iluminó a trechos su blanca camisa sobre sus anchos hombros. Dijo sonriendo, con aquella sonrisa irónica que le caracterizaba:

– Bien, camarada Taganov; ¿no sabía usted que un día u otro deberíamos encontrarnos en esta situación?

La cara de Andrei no tenía expresión; era firme y rígida como una fotografía de pasaporte, como si sus pliegues y sus músculos hubiesen sido endurecidos por alguna substancia que no tuviera nada de humano, como si no tuvieran de humano más que la forma. Tendió a Leo un papel con muchos membretes oficiales y dijo con una voz que no tenía de humano más que los elementos que componían sus sonidos:

– Es una orden de registro, ciudadano Kovalensky.

– Entre usted y sea bienvenido -replicó Leo inclinándose con gracia, como si invitase a bailar a una dama. Dos movimientos de Andrei, precisos y secos, indicaron a un soldado la cómoda y al otro el lecho. Los cajones se abrieron ruidosamente, y montones de ropa interior cayeron al suelo bajo una mano morena y pesada que después de hurgar rápidamente y con destreza volvió a cerrarlos con fuerza uno tras otro. Sobre el pavimento quedó un montón blanco, alrededor de unas botas relucientes a causa de la nieve que se iba derritiendo. Otra mano rápida arrancó el cubrecama de seda, luego la manta de lana, luego las sábanas: una bayoneta abrió con un relampagueo el colchón, y dos manos desaparecieron por la abertura.

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