Pachá Tercero, naturalmente, personificaba los rasgos de su linaje. Caminaba siempre con pomposo ritmo, como si anduviera de puntillas entre cristales rotos. Tenía dos ocupaciones favoritas, que ponía en práctica en cuanto tenía ocasión: morder cables eléctricos y observar pájaros y mariposas, demasiado vago para perseguirlos. De esto último podía cansarse, pero de lo primero, jamás. Casi todos los cables de la casa habían sido mordidos, arañados, mascados y dañados varias veces. Pachá Tercero había logrado sobrevivir hasta una edad muy avanzada, teniendo en cuenta las numerosas descargas eléctricas que había recibido.
– Toma, Pachá, buen chico. -Zeliha le dio unos trozos de queso feta, el que más le gustaba. Luego se puso un delantal y la emprendió con una montaña de platos, cacharros y sartenes. Cuando por fin terminó de fregar y se calmó, volvió a la mesa, donde encontró la palabra «bastardo» todavía flotando en el aire, y a su madre aún ceñuda.
Se quedaron allí inmóviles hasta que alguien se acordó del postre. Un olor dulce y balsámico impregnó la sala mientras Cevriye servía con experta pericia el arroz con leche de una enorme olla. Feride iba detrás espolvoreando coco rallado en cada cuenco.
– Estaría mucho más bueno con canela -se quejó Banu-. No deberías haberte olvidado de la canela.
Recostada en su silla, Zeliha alzó la nariz y tomó aire como dando una calada a un cigarrillo invisible. Al exhalar su cansancio poco a poco, sintió que su indiferencia de yoyó decaía de nuevo. Su espíritu se hundió bajo el peso de todo lo que había y no había ocurrido en aquel largo día infernal. Observó la mesa de la cena, sintiéndose cada vez más culpable al ver los cuencos de arroz ahora coronados de ralladura de coco. Y entonces, sin mover la vista, murmuró con una voz tan dulce que no parecía la suya:
– Lo siento… Lo siento mucho.
2
Garbanzos
Los supermercados son lugares peligrosos plagados de trampas para los deprimidos y los alelados, o eso pensaba Rose mientras se dirigía hacia el pasillo de los pañales, esa vez decidida a comprar solamente lo que de verdad necesitaba. Además, no era momento de entretenerse. Había dejado a su pequeña dentro del coche en el parking y estaba inquieta. A veces hacía cosas de las que se arrepentía de inmediato pero que ya no podía deshacer, y a decir verdad, tales incidentes se habían multiplicado de forma alarmante los últimos meses, los últimos tres meses y medio, para ser exactos. Tres meses y medio de puro infierno durante los que se había resistido, había batallado, había llorado, había suplicado, se había negado a aceptar y por fin se había rendido al hecho de que su matrimonio se había roto. Tal vez el matrimonio fuera una locura fugaz capaz de hacer creer a cualquiera que duraría siempre, pero era difícil verle la gracia cuando no es una la que lo da por terminado. El hecho de que el matrimonio resistiera un tiempo antes de fallar irremisiblemente daba la falsa impresión de que todavía había esperanza, hasta que una comprendía que no vivía por la esperanza de algo mejor, sino por la esperanza de que el sufrimiento acabara por fin para los dos, de forma que cada uno pudiera seguir su propio camino. Y eso era justo lo que Rose había decidido hacer: ir por su propio camino. Si todo esto equivalía a una especie de túnel de angustia por el que Dios la obligaba a arrastrarse, saldría de él transformada, muy distinta a la mujer débil que había sido antes.
Como señal de su determinación, Rose intentó forzar una risita, pero no le pasó de la garganta. Lo que le salió fue un suspiro, un suspiro de inquietud más que de otra cosa, porque había llegado a un pasillo que hubiera preferido no ver: golosinas y chocolatinas. Al pasar por las chocolatinas dietéticas de vainilla sin azúcar para «cuidar la línea» frenó en seco. Cogió una, dos… cinco. No es que estuviera a dieta, pero le gustaba cómo sonaba aquello, o más bien le gustaba la posibilidad de cuidar de algo, de lo que fuera. Después de que la acusaran varias veces de ser un ama de casa chapucera y una mala madre, Rose estaba ansiosa por demostrar lo contrario de cualquier manera.
Rauda y veloz, tomó otra dirección, pero se encontró en el pasillo de la comida basura. ¿Dónde demonios estaban los pañales? Advirtió una pila de nubes de coco y de pronto tenía uno, dos… seis paquetes en el carrito. «No, Rose, no… Esta tarde ya te has zampado casi un litro de helado… Ya has engordado muchísimo…» Lo que podría haber sido una advertencia interior, no llegó con suficiente fuerza, aunque sí alcanzó a pulsar el botón que activaba la culpabilidad en el subconsciente de Rose, y una imagen de sí misma surgió en su mente. Por un fugaz instante vio su reflejo en un espejo imaginario, a pesar de haber evitado con tanta habilidad el espejo real detrás de las lechugas ecológicas. Descorazonada, miró sus anchas caderas y nalgas, pero logró sonreír ante sus altos pómulos, su pelo rubio dorado, sus ojos azul claro y sus orejas perfectas. Las orejas eran una parte del cuerpo humano en la que sí se podía confiar. Por mucho que engordara una, las orejas siempre se quedaban igual, siempre leales.
Por desgracia, no pasaba lo mismo con el resto del cuerpo. La forma física de Rose era de todo menos leal. Tan voluble era su cuerpo que no podía ni clasificarlo, como hacía la revista Vida Sana con los cuerpos de sus lectoras. Si perteneciera al grupo de «forma de pera», por ejemplo, tendría las caderas más anchas que los hombros. Si tuviera, en cambio, «forma de manzana», tendería a engordar en el vientre y el pecho. Pero Rose, que tenía cualidades tanto de las peras como de las manzanas, no sabía muy bien en qué categoría encuadrarse, a menos que existiera otro grupo que la revista no hubiera mencionado: el de la «forma de mango», gruesa por todas partes y más gorda en el culo. «Qué coño», se dijo. Ahora que se había terminado el infernal proceso de divorcio, iba a convertirse en una nueva mujer. «Desde luego», pensó. «Desde luego» era la expresión que Rose utilizaba en lugar de «sí». En lugar de «no» decía «para nada».
Fortalecida con la idea de sorprender a su ex marido y su amplia familia política con su pronta transformación en una nueva mujer, Rose escudriñó el pasillo. Tendió las manos hacia golosinas y caramelos (toffees sin azúcar, gominolas de frutas, ruedas de regaliz) y en cuanto los echó al carro salió corriendo como si la persiguieran. Pero al ceder a la tentación del dulce se le debió de poner en marcha la mala conciencia, porque al cabo de un instante estaba batallando con un remordimiento más profundo. ¿Cómo podía haber dejado a su hija sola en el coche? Todos los días hablaban por la radio de algún bebé secuestrado ante su casa, o de alguna madre acusada de negligencia… La semana anterior una mujer de Tucson había incendiado su casa y casi mató a sus dos hijos, que dormían dentro. Si alguna vez llegaba a pasarle algo parecido, pensó Rose, su suegra estaría encantada. Shushan, la matriarca omnipotente, la llevaría de inmediato a juicio reclamando la custodia de su nieta.
Inmersa en tan sombríos pensamientos, Rose no pudo evitar estremecerse. Era cierto que últimamente andaba algo despistada y se olvidaba incluso de cosas que antes hacía sin pensar, pero nadie, ni una sola persona en su sano juicio podía acusarla de ser mala madre. ¡Para nada! Se lo iba a demostrar tanto a su ex marido como a su descomunal familia armenia. La familia de su ex marido procedía de un país en el que la gente tenía apellidos impronunciables y albergaba secretos que ella no podía descifrar. Rose siempre se había sentido una extraña entre ellos, siempre consciente de ser una odar, aquella pegajosa palabra que se había adherido a ella desde el primer día.