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Después la tía Banu tendió el plato que llevaba en la mano e hizo gesto de comer, ambos ademanes demasiado evidentes para necesitar interpretación. Sonrió, le dio a Armanoush una palmadita en el hombro, dejó el plato junto al portátil y se marchó cerrando la puerta suavemente. En el plato había dos naranjas, peladas y cortadas.

Armanoush encendió de nuevo la pantalla y dio un mordisco a una rodaja de naranja, mientras pensaba de nuevo qué le contestaría al Barón Baghdassarian.

10

Almendras

Al quinto día de su estancia, Armanoush había descubierto ya la rutina matutina del konak Kazancı. Los días laborables el desayuno estaba ya servido a las seis de la mañana y se quedaba en la mesa hasta las nueve y media. Mientras tanto, el samovar hervía constantemente y cada hora se preparaba de nuevo el té. En lugar de sentarse todas a la mesa al mismo tiempo, las Kazancı iban llegando a su aire, dependiendo de su trabajo, su estado de ánimo o su horario. Así, a diferencia de la cena, que era un evento totalmente sincronizado, el desayuno de los días laborables parecía un tren matutino que se detuviera en distintas estaciones donde bajaban y subían diversos pasajeros.

Casi siempre era la tía Banu quien ponía la mesa, la primera en levantarse para la oración del alba. Salía de la cama murmurando «Así es» mientras el muecín de la mezquita más cercana bramaba: «Rezar es mejor que dormir». Luego iba al baño y se preparaba para la oración: se lavaba la cara, los brazos hasta los codos y los pies hasta los tobillos. A veces el agua estaba helada, pero no le importaba. «El alma necesita tiritar para despertar -se decía-. El alma necesita tiritar.» Tampoco le importaba que el resto de la familia durmiera. Rezaba con el doble de intensidad para que ellas también recibieran el perdón.

Así, esa mañana, mientras el muecín coreaba: «Alá es el más grande, Alá es el más grande», la tía Banu ya había abierto los ojos en la cama y tendía la mano hacia la bata y el velo. Pero a diferencia de los otros días, sentía el cuerpo pesado, muy pesado. El muecín llamaba: «Doy testimonio de que no hay más Dios que Alá», y la tía Banu seguía sin poder levantarse. Ni siquiera cuando oyó: «Venid a rezar», y luego: «Venid al bien» pudo incorporarse en la cama. Era como si esa parte del cuerpo se le hubiera quedado sin sangre y fuera un saco pesado e inmóvil.

«Rezar es mejor que dormir. Rezar es mejor que dormir.»

– ¿Qué os pasa, chicos? ¿Por qué no dejáis que me mueva? -preguntó la tía Banu con tono exasperado.

Los dos yinn sentados en sus hombros se miraron uno al otro.

– A mí no me lo preguntes. Díselo a él, que es quien está creando problemas -dijo doña Dulce desde su hombro derecho.

Como el nombre sugería, doña Dulce era una yinni buena, una justa. Tenía el rostro afable y resplandeciente, un halo de color ciruela, rosa y púrpura alrededor de la cabeza, el cuello fino y elegante; donde terminaba el cuello y debería empezar el torso le nacía un hilillo de humo. Al no tener cuerpo era como un busto en un pedestal, lo cual le parecía estupendo. A diferencia de las humanas, las mujeres yinn no tienen que batallar por un cuerpo proporcionado.

La tía Banu confiaba mucho en doña Dulce porque no era una de esas renegadas, sino una yinni devota y bondadosa que se había convertido al islam desde el ateísmo, una enfermedad que proliferaba entre los yinn. Doña Dulce visitaba con frecuencia mezquitas y santuarios, y era muy docta en temas coránicos. A lo largo de los años la tía Banu y ella se habían hecho muy amigas. No era así con Don Amargo, que estaba hecho con otro molde y venía de lugares donde el viento jamás cesaba de aullar. Don Amargo era muy viejo, incluso para ser un yinni, y por tanto tenía mucho más poder de lo que él mismo fingía, porque como todo el mundo sabe, los yinn son más poderosos cuanto más viejos.

La única razón de que don Amargo viviera en la casa Kazancı era que la tía Banu lo había atrapado hacía años, la última mañana de sus cuarenta días de penitencia. Desde entonces lo mantenía bajo control, sin quitarse nunca el talismán que lo retenía cautivo. Atar a un yinni no era cosa fácil. Lo primero y más importante era adivinar su nombre y no equivocarse. Era un juego letal, porque si el yinni averiguaba primero el nombre de la persona, se convertía en amo y la persona en esclava. Incluso cuando, tras adivinar su nombre, se tenía al yinni bajo control, sería un craso error dar por sentada la autoridad sobre él. A lo largo de la historia humana solo el gran Salomón había sido capaz de derrotar a los yinn, a ejércitos de yinn, pero hasta él necesitó la ayuda de un anillo de hierro mágico. Puesto que nadie podía igualar al gran Salomón, solo a un idiota narcisista se le ocurriría enorgullecerse de haber capturado a un yinni, y la tía Banu era cualquier cosa menos eso. Aunque don Amargo le había servido ya durante más de seis años, ella consideraba su relación como un contrato temporal que tenía que renovarse cada poco tiempo. Nunca lo había tratado con crueldad ni condescendencia, porque sabía que los yinn, a diferencia de los humanos, recordaban de por vida el daño recibido. No olvidaban jamás una injusticia. La memoria de los yinn, como un aplicado secretario que anotara cada incidente con sumo detalle, lo registraba todo para poder evocarlo algún día. Por lo tanto, la tía Banu siempre había respetado los derechos de su cautivo y jamás había abusado de su poder.

Aun así, podría haber utilizado su autoridad de manera muy distinta, pidiendo ganancias materiales como dinero, joyas o fama. No lo había hecho porque sabía que eso no eran más que ilusiones, y a los yinn se les daba especialmente bien crear ilusiones. Además, la fortuna que se adquiere de forma súbita es siempre una fortuna robada a otro, puesto que en la naturaleza no existe el vacío puro y los destinos de los seres humanos están interrelacionados como puntadas en un encaje. De ahí que todos aquellos años la tía Banu, prudente, se abstuviera de pedir ganancias materiales. De hecho, a don Amargo solo le había pedido una cosa: conocimiento.

Conocimiento sobre hechos pasados, individuos sin identificar, disputas de propiedad, conflictos familiares, secretos desenterrados, misterios sin resolver: lo que más necesitaba para poder ayudar a sus numerosas clientas. Si una determinada familia había perdido hacía tiempo un documento valioso, acudía a la tía Banu para localizarlo. O si una mujer sospechaba haber sido víctima de un mal hechizo, iba a preguntarle quién había perpetrado el sortilegio. Una vez le llevaron a una mujer embarazada; había enfermado de pronto y veían con alarma que empeoraba día tras día. Después de consultar con sus yinn, la tía Banu le dijo a la mujer que acudiera al limonero sin frutos de su jardín, donde encontraría una bolsa de terciopelo negro con una pastilla de jabón de aceite de oliva que tenía la marca de sus propias uñas: un hechizo realizado por un vecino envidioso. Sin embargo, la tía Banu no le dijo el nombre del vecino, para que no se crearan más rencillas. Al cabo de unos días le llegó la noticia de que la mujer embarazada se había recuperado enseguida y estaba bien. Así era como Banu había empleado los servicios de don Amargo. Excepto en una ocasión. Solo una vez le había pedido un favor personal, solo para ella, una cuestión rigurosamente confidencial: ¿quién era el padre de Asya?

Don Amargo le dio una respuesta, la respuesta, pero ella, indignada, se había negado en redondo a creerlo, aunque sabía perfectamente que un yinni esclavizado jamás puede mentir a su amo. Se negó a creerlo hasta que un día su corazón dejó de desafiar lo que su mente llevaba mucho tiempo reconociendo. A partir de entonces la tía Banu no volvió a ser la misma. Todavía se preguntaba una y otra vez si habría sido mejor no saberlo, puesto que el conocimiento en ese caso solo le había traído sufrimiento y pena, la maldición del sabio. Hoy, años después del incidente, la tía Banu planeaba pedir otro favor personal a don Amargo. Por eso estaba tan débil esa mañana. Los pensamientos contradictorios que se agitaban en su interior la habían debilitado frente a su esclavo, que a cada dilema de su ama se hacía más y más pesado en su hombro izquierdo.

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