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– Muy bien, estoy lista. Vamos a empezar. ¡Que Alá me ayude!

Doña Dulce, con las piernas colgando en el estante donde está la lámpara de gas, hace una mueca, descontenta con el papel de observadora en el que de pronto se encuentra, descontenta con las cosas de las que pronto será testigo en aquella habitación. Mientras tanto don Amargo sonríe amargamente, la única manera en que sabe hacerlo. Está contento. Por fin la tía Banu se ha convencido, y no por la presión de don Amargo, sino por su propia curiosidad mortal. No ha podido resistir las ganas de saber. Esas ansias eternas de conocimiento… Al fin y al cabo, ¿quién puede resistirse a ellas?

Ahora la tía Banu y don Amargo viajarán juntos en el tiempo. De 2005 a 1915. Parece un largo viaje, pero en términos de años gulyabani son solo unos pasos.

Delante del espejo, entre los yinn y su ama, hay un cuenco de plata con agua consagrada de la Meca. Dentro del cuenco hay agua plateada, y dentro del agua, una historia, igualmente plateada.

12

Semillas de granada

Hovhannes Stamboulian acarició la mesa de nogal tallada a mano, ante la que llevaba sentado desde primera hora de la tarde, y sintió la suave y pulida superficie deslizarse bajo sus dedos. El anticuario judío que se la vendió había asegurado que esos muebles eran escasos porque resultaban muy difíciles de fabricar. Se tallaban de los nogales de las islas del Egeo y se adornaban con diminutos cajones y compartimientos secretos a modo de fino bordado. A pesar de la delicadeza de sus ornamentos, la mesa era tan recia que podía durar varias generaciones.

– La mesa les sobrevivirá a usted y a sus hijos -comentó con una risotada el anticuario, como si el hecho de que sus mercancías sobrevivieran a sus clientes fuera para él un chiste recurrente-. ¿No le parece sublime que un trozo de madera viva más que nosotros?

Aunque sabía que el comentario trataba de demostrar la calidad de sus productos, Hovhannes Stamboulian notó una punzada de tristeza.

Aun así compró la mesa. Y junto a ella adquirió también un broche: un elegante broche con forma de granada, delicadamente cubierto de hilos de oro, algo agrietado en el centro, con relumbrantes rubíes rojos a modo de semillas. Era la pieza de un diestro artesano armenio de Sivas, le dijeron. Hovhannes Stamboulian la compró para regalársela a su mujer. Pensaba dársela esa noche, después de cenar, o mejor, antes, en cuanto terminara con ese capítulo.

De todos los capítulos que había escrito, este era el más exigente. De haber sabido que resultaría tan agotador, tal vez habría abandonado el proyecto. Pero estaba metido hasta el cuello en el libro, y la única manera de salir era seguir adelante con él. Hovhannes Stamboulian, poeta y columnista de renombre, estaba escribiendo en secreto un libro que se salía por completo de su campo. Quizá sería rechazado, ridiculizado o vilipendiado. En un momento en que todo el Imperio otomano estaba saturado de grandiosas empresas, movimientos revolucionarios y divisiones nacionalistas, en un momento en que la comunidad armenia estaba preñada de innovadoras ideologías y ardientes debates, él, en la intimidad de su casa, estaba escribiendo un libro infantil.

Escribir un libro para niños en armenio era algo que jamás se había hecho, algo casi inconcebible. ¿Por qué no había ni una sola obra de este género? ¿Era porque la minoría armenia se había convertido en una sociedad incapaz de considerar niños a sus niños? ¿Era porque la infancia se consideraba una futilidad, si no un lujo, negada a una minoría que necesitaba hacerse adulta lo más deprisa posible? ¿O porque los intelectuales de Estambul habían sido apartados de las tradiciones orales fielmente transmitidas de abuelas a nietos armenios?

El libro se titulaba La paloma perdida y el país maravilloso. Hablaba de una paloma que se había perdido en el cielo azul cuando volaba con su familia y amigos sobre un país de ensueño. La paloma se detenía en numerosas aldeas, pueblos y ciudades, en busca de sus seres queridos, y en cada sitio oía una nueva historia.

Así Hovhannes Stamboulian reunía en el libro viejos cuentos populares armenios, la mayoría de los cuales se habían transmitido de generación en generación, aunque algunos se hubieran perdido. Durante toda la obra se había mantenido fiel a la autenticidad de cada cuento, sin cambiar apenas una palabra, pero ahora planeaba terminarla con un cuento de su cosecha. Una vez acabado, el libro se publicaría en Estambul, y luego se distribuiría en las mayores ciudades, como Adana, Harput, Van, Trebisonda y Sivas, donde habitaban gran número de armenios. Aunque los musulmanes habían comenzado a utilizar la imprenta hacía unos dos siglos, la minoría armenia imprimía sus propios libros y textos desde mucho antes.

Hovhannes Stamboulian quería que los padres armenios leyeran estos cuentos a sus hijos al acostarlos cada noche. Lo irónico era que el libro le había tenido tan ocupado los últimos dieciocho meses que no había podido pasar demasiado tiempo con sus propios hijos. Todos los días después de comer entraba en esta habitación, se sentaba a su mesa y escribía el tiempo que fuera necesario. Todas las noches, cuando salía de la habitación, sus hijos ya estaban dormidos. La necesidad de escribir lo había hechizado por completo. Pero por suerte estaba a punto de acabar. Esa tarde iba a escribir el último capítulo, el más exigente de todos. Cuando terminara bajaría, ataría todas las páginas con una cinta, escondería el broche de oro dentro del nudo, y le tendería el paquete a su esposa. La paloma perdida y el país maravilloso iba dedicado a ella.

«Léelo, por favor -pensaba decir-. Si no es bastante bueno, quiero que lo quemes. Entero. Te prometo que ni siquiera te preguntaré por qué. Pero si piensas que es bueno, quiero decir bastante bueno para que lo publiquen y distribuyan, llévaselo a Garabed Effendi, de la editorial Dawn Publishers.»

Hovhannes Stamboulian respetaba la opinión de su esposa por encima de cualquier otra. Tenía un gusto sofisticado para el arte y la literatura. Gracias a su hospitalidad, aquel terroso konak junto al Bósforo había sido durante años un centro de reunión para intelectuales y artistas, visitado por incontables hombres de letras, algunos eminentes escritores y otros aspirantes a serlo. Acudían a comer, beber, leer, reflexionar y discutir fervientemente las obras de los otros, y aún más fervientemente las suyas propias.

Había volado demasiado, y la paloma perdida estaba cansada y sedienta, de manera que se posó en una rama cubierta de nieve. Era la rama de un granado, a punto de florecer. Se llenó el pico de nieve y después de apagar así su sed, empezó a llorar por sus padres.

– No llores, paloma -le dijo el granado-. Te voy a contar una historia. Es la historia de una paloma perdida.

Hovhannes Stamboulian se interrumpió sin saber muy bien qué había roto su concentración. Suspiró, exasperado, de un modo que hasta le sorprendió. Durante la última hora más o menos, su mente había sido un campo de batalla lleno de pensamientos sombríos. Le costó mucho comprender por qué estaba tan preocupado, como si su mente operase por voluntad propia, contemplando inefables inquietudes. Pero fuera cual fuese la razón de su desasosiego, debía librarse de su letargo. Era el último capítulo, el último cuento. Tenía que ser bueno. Frunció los labios y siguió escribiendo.

– Pero si estás hablando de mí. ¡Yo soy esa paloma! -exclamó asombrada la paloma perdida.

– ¿Ah, sí? -dijo el granado, aunque no parecía extrañado-. Pues entonces escucha tu propia historia… ¿No quieres conocer tu futuro?

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