El silencio que siguió era pesado e indescifrable. Ningún silencio se le había hecho jamás tan cruel. Rose, como si el silencio la perturbara, se agitó dormida, pero no llegó a despertarse.
En muchos momentos de su vida Mustafa había sentido el súbito y arrebatador impulso de confesarle a su mujer que tenía un lado oculto. Pero otras veces le satisfacía hacerse pasar por un hombre sin pasado, un hombre experto en negar la realidad. Su amnesia era deliberada, aunque no calculada. Por un lado, en algún lugar de su mente había una puerta que él intentaba cerrar con todas sus fuerzas, aunque siempre se le escaparan algunos recuerdos. Por el otro, estaba la necesidad de desenterrar lo que su mente había eliminado tan concienzudamente. Esta doble corriente le había acompañado toda la vida. Ahora, de nuevo en la casa de su infancia y bajo la mirada penetrante de su hermana mayor, sabía que una de las corrientes iba a perder fuerza. Sabía que si se quedaba allí más tiempo empezaría a recordar. Y cada recuerdo desencadenaría otro y otro. En el momento en que entró en la casa de su infancia se hizo añicos el hechizo que le había escudado durante tantos años contra su propia memoria. ¿Cómo podía ya refugiarse en su elaborada amnesia?
– Tengo que preguntarte una cosa -resolló Mustafa, jadeando como un niño entre un azote y otro.
Un cinturón de cuero con hebilla de cobre. De pequeño Mustafa se enorgullecía de no llorar nunca, de no verter ni una sola lágrima cuando su padre sacaba el cinturón. Pero por muy bien que hubiera aprendido a controlar sus lágrimas, jamás logró reprimir el jadeo. Cómo odiaba ese jadeo. Luchar por respirar. Luchar por el espacio. Luchar por el afecto.
Hizo una breve pausa para ordenar sus pensamientos.
– Hace ya bastante tiempo que hay algo que me inquieta… -En su voz tranquila había un ligero atisbo de miedo. La luz de la luna penetraba las cortinas y formaba un diminuto círculo en la esponjosa alfombra turca. Se concentró en ese círculo para lanzar la pregunta-: ¿Dónde está el padre de Asya?
Mustafa se volvió hacia su hermana mayor a tiempo para captar su mueca de dolor, pero Banu recobró rápidamente la compostura.
– Cuando nos vimos en Alemania, mamá me dijo que Zeliha había tenido un hijo de un hombre con el que estuvo comprometida un corto tiempo. Pero que él luego la abandonó.
– Mamá te mintió -le interrumpió Banu-. Pero ¿qué más da? Asya se ha criado sin ver a su padre. No sabe quién es. La familia tampoco lo sabe -se apresuró a añadir-. Aparte de Zeliha, claro.
– ¿Tú tampoco? -preguntó Mustafa incrédulo-. Me han dicho que eres una adivina auténtica. Feride dice que has esclavizado a un yinni malo para obtener toda la información que necesitas. Por lo visto tienes clientas por todas partes. ¿Y ahora me estás diciendo que no sabes una cosa tan crucial, que tus yinn no te han revelado nada?
– La verdad es que sí -admitió Banu-. Y ojalá no supiera las cosas que sé.
Mustafa asimiló aquello con el corazón acelerado. Cerró los ojos, petrificado. Incluso tras los párpados cerrados veía la penetrante mirada de Banu. Y otro par de ojos que brillaban en la oscuridad, huecos y escalofriantes. ¿Sería el malo? Pero todo aquello debió de ser un sueño, porque cuando Mustafa Kazancı volvió a abrir los ojos, estaba de nuevo solo con su mujer en la habitación.
Sin embargo, al lado de la cama había un cuenco de ashura. Se quedó mirándolo y de pronto supo por qué estaba ahí y qué era exactamente lo que querían que hiciera. La elección era suya… de su mano izquierda.
Se miró la mano izquierda, que aguardaba junto al cuenco. Sonrió ante el poder de su mano. Ahora su mano podía coger la ashura o apartarla. Si elegía esta segunda opción, se despertaría al día siguiente y sería un día más en Estambul. Vería a Banu en el desayuno. No hablarían de la conversación que habían mantenido por la noche. Fingirían que nadie había preparado ni servido jamás ese bol de ashura. Si elegía la primera opción, sin embargo, se cerraría el círculo. Pero ahora que había alcanzado la edad límite de los hombres Kazana, la muerte estaba cerca, y, de todas formas, un día más o menos no significaría gran cosa en este momento de su vida. En el fondo de su mente resonó una vieja historia, la historia de un hombre que había huido a los confines de la tierra esperando evitar al Ángel de la Muerte, para tropezarse con él precisamente donde estaban destinados a encontrarse desde el principio.
Se trataba no de elegir entre la vida y la muerte sino entre la muerte decidida y la muerte inesperada. Con tal herencia familiar estaba seguro de que moriría pronto de todas formas. Ahora su mano izquierda, su mano culpable, elegiría cuándo y cómo.
Recordó el papel que había metido en el resquicio del muro del santuario del Tiradito. «Perdóname -había escrito-. Para que yo exista, el pasado debe borrarse.»
Ahora sentía que el pasado volvía. Y para que el pasado existiera, él debía borrarse… Tal vez la lucha entre la amnesia y el recuerdo había acabado por fin. Como en una playa que se extendiera hasta el horizonte al retirarse la marea, los recuerdos de un pasado turbulento resurgían aquí y allá en el reflujo del agua. Cogió el bol. Y de forma consciente y voluntaria empezó a comer, poco a poco, saboreando todos y cada uno de los ingredientes con cada bocado.
Era un alivio inmenso escapar de su pasado y su futuro a la vez. Era tan agradable escapar de la vida.
Unos segundos después de terminar la ashura, le asaltó un dolor de estómago tan agudo que no podía respirar. Y dos minutos más tarde su respiración se detuvo por completo.
Así fue como Mustafa Kazancı murió a la edad de casi cuarenta y un años.
18
Cianuro potásico
Lavaron el cuerpo con jabón de Alepo, tan fragante, puro y verde como se dice que son las praderas del paraíso. Lo frotaron, lo limpiaron, lo aclararon y lo dejaron secar desnudo en la losa plana del patio de la mezquita antes de envolverlo en un sudario de algodón de tres piezas. Lo colocaron en un féretro y, a pesar del insistente consejo de los ancianos de enterrarlo ese mismo día, lo cargaron en un coche fúnebre para llevarlo directamente al domicilio Kazancı.
– ¡No podéis llevarlo a casa! -exclamó el esquelético encargado de lavar los muertos, bloqueando la salida del patio de la mezquita y mirando ceñudo a todos y cada uno de los presentes-. Ese hombre va a apestar, ¡por Alá! Lo estáis avergonzando.
Mientras pronunciaba esa última frase, empezó a lloviznar; escasas y reticentes gotas, como si la lluvia también quisiera interpretar un papel en todo aquello, pero todavía no hubiera decidido de qué bando estaba. Ese martes, el mes de marzo, sin duda el mes más desequilibrado y desequilibrante en Estambul, parecía haber cambiado de opinión una vez más y decidido que regresaba al invierno.
– Pero, hermano -gimoteó la tía Feride, integrando al instante a aquel hombre tan nervioso en el envolvente e igualitario cosmos de la esquizofrenia hebefrénica-, lo vamos a llevar a casa para que todo el mundo pueda verlo por última vez. Verás, mi hermano llevaba en el extranjero tantos años que casi habíamos olvidado su cara. Después de veinte años, por fin vuelve a Estambul y en el tercer día aquí exhala su último aliento. Su muerte ha sido tan inesperada que los vecinos y los parientes lejanos no se creerán que ya no está si no tienen la oportunidad de verlo muerto.
– Mujer, ¿estás loca? ¡Eso no existe en nuestra religión! -exclamó el hombre, esperando acallar con ello cualquier cosa que la otra tuviera pensado decir-. Los musulmanes no exhibimos a nuestros fallecidos en una vitrina. -Y con la expresión visiblemente endurecida, añadió-: Si los vecinos quieren verle, tendrán que visitar su tumba en el cementerio.