Estaba convencido de que ella terminaría por olvidar. Estaba convencido de que si la trataba bien y con amor, y si le daba un hijo y un magnífico hogar, poco a poco olvidaría su pasado y su herida sanaría. Era solo cuestión de tiempo. Las mujeres no pueden seguir llevando la carga de su infancia tras dar a luz, razonaba. Y así, cuando se enteró de que su mujer le había abandonado para irse a Estados Unidos con su hermano, al principio se negó a creerlo y luego la condenó al olvido. Shushan desapareció de los anales de la familia Kazancı, incluidos los recuerdos de su propio hijo.
Llamarse Levon o Levent no cambió nada para el hijo de Shushan. De cualquier manera se convirtió en un hombre amargado. Por muy gentil y educado que fuera en la calle, en casa era cruel con sus propios hijos, cuatro niñas y un niño.
Las historias familiares se entremezclan de tal manera que lo que sucedió generaciones atrás puede ejercer gran influencia en acontecimientos presentes de apariencia irrelevante. El pasado es cualquier cosa menos pasado. Si Levent Kazancı no se hubiera convertido en un hombre tan amargado y violento, ¿habría sido su hijo Mustafa una persona distinta? Si generaciones atrás, en 1915, Shushan no se hubiera quedado huérfana, ¿sería Asya hoy en día bastarda?
La vida es casualidad, aunque a veces hace falta un yinni para saberlo.
Esa tarde la tía Zeliha salió al jardín. Aram, que no quería entrar en la casa, llevaba horas esperándola y hacía ya tiempo que se había fumado todo el tabaco.
– Te he traído un té -dijo ella.
La brisa de primavera acariciaba sus rostros y llevaba hasta ellos los distintos olores del mar, la hierba y las incipientes flores de los almendros de Estambul.
– Gracias, amor mío. Qué vaso tan bonito.
– ¿Te gusta? -La tía Zeliha giró el vaso entre las manos y de pronto se dio cuenta de una cosa-. Esto es curiosísimo. ¿Sabes de qué acabo de acordarme? De que este juego lo compré hace veinte años. ¡Tiene gracia!
– ¿El qué tiene tanta gracia? -preguntó Aram, que acababa de notar una gota de lluvia.
– Nada. -La tía Zeliha bajó la voz-. Es que nunca pensé que sobreviviría tanto tiempo. Siempre pensé que esos vasos eran muy frágiles, pero supongo que para bien y para mal muchos viven para contarlo. ¡Hasta los vasos de té!
Al cabo de unos minutos Sultán Quinto salió despacio de la casa con el estómago lleno y los ojos soñolientos. Trazó un círculo a su alrededor y terminó acurrucándose junto a la tía Zeliha. Durante un rato pareció absorto en lamerse meticulosamente una pata, pero luego se detuvo y miró alrededor alarmado buscando qué podía haber perturbado su serenidad. Y a modo de respuesta, una gota tibia le cayó en el morro. Y luego otra gota, esta vez en la cabeza. El gato se levantó con profundo descontento y se estiró antes de volver a la casa. Otra gota. El animal aceleró el paso.
Tal vez no conocía las reglas. No sabía que no hay que maldecir lo que caiga del cielo.
Ni siquiera la lluvia.
Elif Shafak
***