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El diván estaba inmóvil, las mujeres en constante movimiento. El diván era blanco, las mujeres iban casi todas de negro. El diván era silencioso, las mujeres eran todo voz, como si llevarle la contraria al muerto fuera el requisito de los vivos. Al cabo de un rato, todas y cada una de las mujeres se levantaron de un salto para inclinar obedientemente la cabeza; con expresiones de dolor y reverencia, pero también con curiosidad algo cotilla, observaron al imán tullido salir de la sala. La tía Banu le acompañó a la puerta, le besó las manos, le dio las gracias muchas veces y le ofreció una propina.

En cuanto se marchó el imán, un penetrante chillido hendió el aire. Provenía de una mujer regordeta que nadie había visto antes. El grito escaló en hirientes decibelios, y al cabo de un instante el rostro de la desconocida era escarlata, la voz rasposa y todo su cuerpo se estremecía. Tan lamentable era su estado, tan palpable su dolor, que todas la observaban maravilladas. La mujer era una plañidera, pagada por adelantado para ir a llorar a la casa del muerto, para sollozar por gente a la que ni siquiera conocía. Su gemido era tan conmovedor que las otras no pudieron por menos que estallar también en llanto.

Y así, rodeada por un enjambre de dolientes desconocidas (hasta su madre le parecía una desconocida a estas alturas), Armanoush Tchajmajchian observaba el cambiante remolino de mujeres. En completa armonía e inquebrantables turnos, las invitadas intercambiaban el sitio con las recién llegadas. Como aves de la misma bandada se posaban en butacas, en el sofá y en los cojines del suelo, tan cerca unas de otras que sus hombros se tocaban. Saludaban sin palabras y lloraban con estridencia todas aquellas mujeres que estarían tan calladas a solas y eran tan ruidosas en el sufrimiento colectivo. Armanoush ya había detectado algunas de las reglas del rito del duelo. Ya no se cocinaba más en casa, por ejemplo, sino que cada invitada traía comida; la cocina estaba atestada de cazuelas y sartenes. No había sal, ni carne ni licores a la vista, ni apetitosos olores de comida recién hecha. Y los sonidos, igual que los olores, también se controlaban. No se permitía música, ni televisión ni radio. Pensando en Johnny Cash, Armanoush buscó a Asya con la mirada.

La vio sentada en el sofá con un puñado de vecinas, con la cabeza alta, tirándose distraída de un rizo mientras miraba el cadáver. Justo cuando se iba a acercar a ella, la tía Zeliha se sentó junto a su hija y con inescrutable expresión le dijo algo al oído.

Allí estaba el cadáver, tumbado en el diván.

Y entre un grupo de mujeres que gemían y lloraban sin parar, Asya guardaba silencio, cada vez más pálida.

– No te creo -dijo por fin, sin mirar directamente a su madre.

– No tienes que creerme, pero me he dado cuenta de que te debía una explicación. Y si no te la doy ahora, no habrá otro momento. Está muerto.

Asya se levantó despacio y miró el cadáver. Lo miró fijamente, intensamente, como para no olvidar que aquel cuerpo lavado con jabón verde de Alepo y envuelto en un sudario de algodón, aquel cuerpo que ahora yacía inerte bajo una hoja de acero y dos monedas de plata oscura, aquel cuerpo rociado con agua sagrada de La Meca y perfumado con incienso de sándalo, era su padre.

Su tío… su padre… su tío… su padre…

Levantó la mirada y barrió con ella la habitación hasta encontrar a la tía Zeliha, ahora sentada al fondo con una indiferencia que ni las cebollas recién cortadas podrían modificar. Y mirando boquiabierta a su madre, de pronto entendió por qué no había protestado cuando su hija comenzó a llamarla «tía».

Su tía… su madre… su tía… su madre…

Dio un paso hacia su padre muerto. Un paso y luego otro, más cerca. El humo se intensificaba. En algún lugar de la sala Rose gemía de dolor. Igual que hacían las otras mujeres en una cadena infinita, todas interconectadas formando una secuencia de reacción y ritmo, todas sus historias entretejidas, tanto si sus dueñas lo reconocían como si no. Y en cada gemido se producía una pausa, o tal vez, en el dolor colectivo siempre había alguien que no podía sufrir con los demás.

– Baba…. -murmuró Asya.

Al principio era la palabra, dice el islam, precediendo a cualquier existencia. Fuera como fuese, con su padre era justo lo contrario. Al principio fue la ausencia de la palabra, precediendo a la existencia.

Érase una vez, o quizá no fue.

Hace mucho, mucho tiempo, un país no muy lejano donde el cedazo estaba dentro de la paja, el burro era el pregonero y el camello el barbero; donde yo era mayor que mi padre, de modo que le mecía en la cuna cuando lo oía llorar; donde el mundo estaba cabeza abajo y el tiempo era un ciclo que daba vueltas y vueltas de manera que el futuro era más viejo que el pasado y el pasado era prístino como los campos recién segados…

Érase una vez un reino donde las criaturas de Dios eran tan abundantes como los granos de trigo, y hablar demasiado era pecado, porque podrías decir lo que no deberías recordar y podrías recordar lo que no deberías decir.

El cianuro potásico es un compuesto incoloro de sal de potasio y cianuro de hidrógeno. Parece azúcar y se disuelve en agua. A diferencia de otros compuestos tóxicos, tiene un olor muy peculiar.

Huele a almendras. Almendras amargas.

Si se decora un cuenco de ashura con semillas de granada y unas gotas de cianuro potásico, es muy difícil detectar la presencia del veneno porque las almendras se cuentan entre los muchos ingredientes de la receta.

– ¿Qué has hecho, ama? -preguntó don Amargo con su voz rota, esbozando su enfurruñada sonrisa habitual-. ¡Has intervenido en el curso del mundo!

La tía Banu tensó los labios.

– Sí -contestó, con la cara surcada de lágrimas-. Es cierto, le di la ashura, pero fue él quien decidió tomarla. Ambos pensamos que era mejor así, mucho más digno que sobrevivir con la carga del pasado. Era mejor que no hacer nada con lo que sabíamos. Alá nunca me perdonará. Estoy expulsada para siempre del mundo de los virtuosos. Jamás iré al paraíso. Me lanzará directamente a las llamas del infierno. Pero Alá sabe que hay poco arrepentimiento en mi corazón.

– Tal vez tu eterna morada sea el purgatorio. -Doña Dulce intentó ofrecer un poco de consuelo, impotente al ver llorar a su ama-. ¿Y la chica armenia? ¿Le vas a contar el secreto de su abuela?

– No puedo, es demasiado. Además, no me creería.

– La vida es pura coincidencia, ama -apuntó don Amargo.

– No puedo contarle la historia. Pero le daré esto.

La tía Banu sacó de un cajón un broche en forma de granada con semillas de rubí.

La abuela Shushan, antigua dueña del broche, fue una de las expatriadas destinadas a adoptar un nombre tras otro, que iba abandonando en cada nueva etapa de su vida. Shushan Stamboulian se convirtió en Shermin seiscientos veintiséis. Luego fue Shermin Kazancı y después Shushan Tchajmajchian. Y con cada nuevo nombre se perdía algo para siempre.

Rıza Selim Kazancı era un astuto hombre de negocios, un ciudadano ejemplar y también un buen marido, a su manera. Tuvo el olfato de dejar el negocio de los calderos para dedicarse a hacer banderas a principios de la era de la república, justo cuando la nación necesitaba cada vez más banderas para adornar la madre patria. Así es como llegó a ser uno de los empresarios más ricos de Estambul. Fue por aquel entonces cuando visitó el orfanato, con la intención de hablar con el director para unos posibles tratos comerciales. Allí, en el pasillo mal iluminado, vio a una niña armenia de solo catorce años. No tardaría mucho en averiguar que era sobrina del hombre que más adoraba en el mundo: el maestro Levon, el hombre que le había enseñado el arte de hacer calderos y que había cuidado del niño desamparado que Rıza Selim Kazancı había sido. Ahora le tocaba a él ayudar a la familia del maestro Levon, pensó. Aun así, cuando tras numerosas visitas por fin se declaró, no le guió la bondad sino el amor.

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